1. El Beso del Mimo

Keith Piotrowicz se hallaba en el Mercado Italiano cuando vio pasar el monstruo de Jano. Era el día anterior a la Víspera de los Mimos y la calle Nueve estaba atiborrada de compradores: tres corrientes de gente yendo y viniendo entre cuatro filas de tenderetes.

La patrulla que había dado caza al monstruo llevaba su cadáver al Ayuntamiento de los Mimos. Habían atado su trofeo a dos largos palos cruzados a su espalda; en posición más o menos erguida, oscilaba por encima de la cabeza de los clientes.

Los buhoneros se volvían de los puestos de verduras o de los barriles donde quemaban los desperdicios y se calentaban las manos para mirar boquiabiertos. Los niños recogían patatas podridas y hojas ennegrecidas de lechuga del suelo y se las arrojaban al monstruo, gritando burlas y dando palmadas. Los Mimos respondían con muecas de orgullo y andares jactanciosos. Con las boinas blancas colgadas a un lado de sus cabezas, intercambiaban bromas con la multitud, agitando las estacas para que el monstruo se balanceara ante aquellos que mostraban síntomas de miedo.

Se veían tres agujeros pequeños en la camisa del monstruo, allá donde el fuego del láser había ennegrecido la tela y cauterizado las heridas. A lo largo de una de sus mejillas aparecían un montón de ampollas, resultado de un disparo fallido. El monstruo parecía tener siete años.

Keith contempló la ancha cabeza con su doble rostro. Las dos bocas eran pequeñas y abultadas, casi irritadas en su expresión. Se preguntó qué palabras habría emitido la criatura por esos labios, qué locuras o divinas contradicciones. Entonces el cadáver pasó de largo, y él no pudo evitar un escalofrío involuntario.

A su lado, una mujer vestida de negro se santiguó; luego hizo el signo de los cuernos para ahuyentar la mutación.

La calle zumbaba con rumores y especulaciones.

—Alguien dijo que lo cogieron acechando en los muelles —le comentó un vendedor a Keith. Se inclinó por encima de una bandeja de cebollas que despedían un olor acre para que le escuchara—. Se alimentaba de desperdicios y pescados muertos.

Calle abajo, el jefe de la patrulla prorrumpió en una espontánea danza de Mimo, dando saltos alrededor del cadáver. Alguien golpeó la cosa con un palo y la hizo oscilar.

—Es imposible —repuso Keith—. Entre los muelles y la Deriva está toda Filadelfia.

—Es lo que oí. —El buhonero se enderezó, poco dispuesto a exponer sus sospechas compartidas de que el monstruo había nacido en Filadelfia y que fue educado en soledad por unos padres que se atrevieron a saltarse la ley genética. De algunas cosas no se podía hablar. Echó la cabeza hacia atrás y vociferó—: ¡Sí, sí, sí! ¡Cebollas y remolachas! Frescas…

Keith continuó su camino. Se metió por entre compradores que llevaban bolsas confeccionadas de retales de tela multicolor llenas de diversos productos, con botellas y botas para que se las llenaran con melazas, vinagre o vino. Tres manzanas más adelante pasó al lado de los acuarios donde la Casa Gambiosi guardaba las percas y los róbalos. Vendían barato, aunque no mucho, debido al miedo de la gente de que procedieran del río Schuylkill o el Delaware.

Uno de los hijos de Gambiosi se hallaba vendiendo en la acera, pesando el pescado y envolviéndolo en papel de periódico. Keith llamó su atención.

—¿Está tu padre, Tony?

—Dentro. ¿Has visto al monstruo? —Tony sonrió con una mueca y su delgado rostro mostró una abierta tristeza—. Tío, cómo me habría gustado participar de la matanza.

Alzó las dos manos como si sostuviera una ametralladora, se agazapó a medias y pronunció varias veces el sonido que produciría ésta: ra-ta-tat.

—Gracias —dijo Keith—. Emplearon láseres.

Entró en la tienda.

El interior era oscuro, y en los mostradores, sobre capas de hielo, se veían aves y conejos preparados y expuestos de tal forma que parecían un complejo rompecabezas sin terminar. Se trataba de carne de animales que podían ser criados dentro de los límites de la ciudad; tenían un precio que permitía que la gente pudiera degustarlos, por lo menos, una vez a la semana. De las vigas del techo colgaban quesos importados de Wisconsin y variedades de carne que sólo estaban al alcance de los ricos: jamones ahumados de Virginia, salchichas y salamis del Maine, de la Alianza Greenstate…, cuanto más lejana fuera su procedencia, más caros resultaban.

Gambiosi hablaba con un cliente mientras sostenía en alto un conejo despellejado. Parecía ridículamente desnudo y escuálido en comparación con la masa próspera del cuerpo de él.

—¿Me pregunta si está limpio? —Lo alzó más alto aún—. Este animalito fue criado por mi propio cuñado a menos de dos manzanas de aquí.

—¿Señor Gambiosi?

—Espérame ahí atrás, muchacho. —Le indicó con la cabeza la parte posterior de la tienda—. Ahora bien, si lo que busca es algo que tenga más carne…

Keith cruzó un marco sin puerta que le condujo a un interior oscuro. La atmósfera era cálida y con un olor agradable. En las paredes había alineadas jaulas con aves vivas, que no cesaban de moverse y cacarear. Perdido entre tanto jaleo, a veces se veía un destello de color rosa procedente de los ojos de un conejo asustado. Pasados unos minutos, Gambiosi entró en la estancia.

—¿Sí?

Keith sacó un sobre del interior de su chaqueta y dijo:

—El encargado de mi bloque le envía la lista de participantes del desfile, los nombres y el horario, para su aprobación.

Gambiosi hojeó los papeles, en realidad sin mirarlos.

—Eres Petrovich, ¿verdad? —Lo acentuó en la primera sílaba, en vez de en la segunda, que era la pronunciación correcta—. Te he visto por aquí. ¿Cuántos años tienes, muchacho?

Keith agitó los pies, incómodo, inseguro de lo que vendría a continuación.

—Veintiuno.

—Veintiuno. —Gambiosi asintió para sí mismo—. Y sigues trabajando sólo los fines de semana, ¿cierto? Mi hijo Tony, ése al que viste fuera, sólo tiene diecisiete, y ya realiza patrullas dos veces a la semana. También es un holgazán.

—Yo no…

—¡Un holgazán! Soy su padre, ¿es que crees que no lo sé? Sin embargo, Tony llegará lejos. Algún día participará en el desfile. ¿Sabes por qué? ¿Eh?

—No, señor —musitó Keith.

—Porque tiene ambición, ésa es la razón. No pude darle cerebro, pero sí pude darle eso. ¿Qué piensas del monstruo que acaba de pasar?

La pregunta cogió a Keith por sorpresa. Dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Me sorprende que lograra llegar hasta los mismos muelles.

Gambiosi gruñó.

—Es sencillo. Nació en la ciudad. Sus padres fueron unos idiotas…, creyeron que podrían criarlo y tenerlo encerrado en algún cuarto trastero. Luego, cuando la realidad se les echó encima, se deshicieron de él. ¿Qué piensas de gente así, eh? ¿En qué estaban pensando cuando no entregaron al bebé al hospital?

—Yo…, supongo que no pensaron.

—Bingo —repuso Gambiosi—. No pensaron. Año tras año no pensaron en ningún momento. Igual que tú, Petrovich.

Unos ojos pequeños, como de cerdo, miraron fijamente a Keith. Éste agachó la cabeza y contempló sus zapatos.

—Veo a un montón de jóvenes como tú, muchacho. Mi abuelo te habría llamado jornalero…, ¿sabes lo que significa? Quiere decir que haces lo suficiente para sobrevivir, nada más. Con un poco de empuje, tú también podrías meterte en las patrullas. No obstante, aquí sigues, de recadero de fin de semana. Si te comportas como si dejaras a la vida en paz, ella hará lo mismo contigo. ¿Lo comprendes?

Keith mantuvo los ojos bajos y no replicó. Después de un minuto, Gambiosi, irritado, dijo:

—Lárgate. Tómate el resto del día libre.

—Gracias —murmuró Keith—. Se lo diré a mi encargado.

—No seas pelota… sólo vete. Y escucha, muchacho…, piensa en nuestra pequeña conversación, ¿de acuerdo? No eres tonto, y los Mimos necesitan a todos los hombres competentes que podamos conseguir.

De vuelta a la calle, Keith se irritó meditando en todas las respuestas que pudo dar y que calló. Comentarios que sabía que era mejor mantener en secreto: ¿Por qué he de pasar toda mi vida trepando hasta la cima de un montón de basura? ¿Por qué he de querer matar niños? Si me veo obligado a participar en vuestros estúpidos juegos, por lo menos no deseo fingir que disfruto de ellos.

Sin embargo, le molestó que Gambiosi supiera que el monstruo de Jano no pudo haber venido de fuera de la Deriva, que se mostrara tan indiferente ante el hecho. Keith siempre había supuesto que los que ostentaban el poder se comportaban del modo en que lo hacían por simple estupidez o ignorancia. Le perturbaba descubrir que era él quien jamás veía más allá de lo obvio, que nunca pronunciaba en voz alta esos pensamientos peligrosos que todo el mundo conocía pero que nunca admitían.

Aquella noche soñó con el niño de las dos cabezas. Le daba una conferencia sobre las razones que tenía para morir, una boca interrumpiendo a la otra para aclarar un punto, a veces las dos hablando al unísono. Las exposiciones que realizaban eran antiguas y tópicas; Keith ya las había escuchado todas.

La Víspera de los Mimos amaneció un día claro y resplandeciente, con un frío viento del norte que venía de fuera de la Deriva. Keith condujo la cabina del camión a través del bloqueo, con la mascarilla del nucleoporo colgando suelta alrededor de su cuello. Jimmy Bowles, con su cetrino rostro relajado, dormitaba en el asiento de al lado.

El guardia les hizo un gesto por encima de la cabeza con el sujetapapeles. Keith asintió, inyectó más alcohol al motor y cambió de marcha. Con un rugido bajo, el camión avanzó. El guardia, la caseta y las señales de color rojo y blanco con la palabra DERIVA y el logo de radiación oscilaron y pronto desaparecieron del espejo retrovisor.

—¡Eh! —Keith sacudió a su compañero de trabajo por el hombro—. Saca el mapa y dime adónde se supone que tenemos que ir.

Bowles abrió los ojos con un bufido. Buscó un mapa, lo abrió hasta abarcar dos tercios de la cabina y contestó:

—Más allá del territorio del Rey de Prusia. Tú ya has estado allí, ¿verdad?

El camión botaba mientras recorría la autopista que nadie cuidaba.

—Sí.

—Entonces, no vuelvas a despertarme hasta que lleguemos.

Llevaron la parte trasera del camión hasta el borde de una pequeña pendiente, que tendría una caída aproximada de unos tres metros; vestidos con ropas protectoras, descendieron de la cabina. Una mirada a su alrededor les mostró que nada más grande que una ardilla podría acercárseles sin que lo advirtieran.

Bowles dejó la escopeta en las abrazaderas que había debajo del salpicadero. Una vez al año, más o menos, una tripulación desaparecía en la Deriva; sin embargo, hasta ahora, ni él ni Keith habían tenido ocasión de usar el arma.

Keith desenganchó la manguera mientras Bowles extraía una llave inglesa y empezaba a ajustar los conectores. Estaba de pie cerca del borde del precipicio, con las piernas separadas, sujetándose. Abajo se veía una división de casas con más de un siglo de antigüedad, de las que mostraban en los folletos, silenciosas entre pequeños montones de nieve. Suaves colinas se alzaban lentamente hacia el horizonte, cubiertas con rastrojos y negros árboles achaparrados, algunos retorcidos.

Bowles maldijo el frío que entorpecía su intento de abrir la válvula maestra. La manguera era gruesa y ocupaba las manos enguantadas de Keith; apenas podía sujetarla con las dos. Se escuchó un sonido metálico cuando la válvula se descongeló bajo la llave que manejaba Bowles. La manguera palpitó y se movió. Keith trastabilló y se recuperó de inmediato a medida que la tobera escupía desperdicios industriales de color lechoso.

El líquido voló en un amplio arco plano hacia el suelo congelado. Fluía despacio, cubriendo marchitas hierbas de color marrón con un charco creciente. Se formaron cristales amarillentos, que fueron disueltos de nuevo mientras más líquido caía sobre ellos. Se suponía que debían buscar un emplazamiento nuevo en cada salida: sin embargo, resultaba más cómodo utilizar los viejos vertederos.

La tierra era desierta y monótona. Deprimía a Keith, dejándole con un estado de ánimo sombrío y nihilista. Recordó historias que le contaron de cómo, a veces, los desperdicios químicos tóxicos se mezclaban con los vertidos anteriores, y producían extrañas interacciones alquímicas. Del terreno surgían llamas explosivas, o peculiares gusanos de color naranja brotaban de la tierra. Existía un emplazamiento en la parte alta del Condado de Bucks en el que él había visto realmente arrastrarse la tierra, hirviendo y burbujeando a lo largo de todo el año.

Explota en llamas, pensó, dirigiéndose a la tierra. Sin embargo, no ocurrió nada. Las últimas y relucientes gotas de desperdicios cayeron de la manguera. La sacudió y luego comenzó a enroscarla de nuevo.

De regreso a la cabina, Bowles se había quitado la capucha anaranjada de su traje protector y se sacó su nucleoporo antes de que Keith tuviera tiempo de activar el reciclador de aire. Como la mayoría de los veteranos, Bowles no empleaba mucho su mascarilla; no creía que algo que él no consiguiera oler, probar, tocar o ver pudiera producirle algún daño real. Tomando su turno al volante, Bowles condujo el camión hacia la autopista.

—Estás ansioso por llegar al desfile, ¿verdad, muchacho? —preguntó.

—Supongo. Eh, mira la carretera.

La cabina se ladeó cuando pasaron por encima de un alud de barro que había borrado veinte metros de autopista. Bowles se carcajeó.

Bowles era el único negro en la nómina de Vertidos Industriales de la Ciudad de Quaker. Sólo los políticos podían haberle conseguido el trabajo. Sin embargo, Bowles desfilaba con una banda de segunda clase de Filadelfia del Norte; incluso un negro podía realizar un buen trabajo con esa clase de grupos.

—No empieces a hablarme igual que mi tía —repuso—. ¿Acaso ves algo de tráfico?

—Eh, bueno. Pero me sentiría mejor si…

Bowles condujo el camión haciendo una ese, arañando los dos bordes del camino. Keith calló la boca.

Pasaron rugiendo por delante de las ruinas de un banco. El viento les llevó un montón de polvo blanco de una pila de residuos de asbesto que habían sido vertidos en el aparcamiento.

—Hay buenas tierras más allá, lejos de los vertederos —comentó Bowles, pensativo—. Si fuera joven como tú, me cogería una vieja granja y me arreglaría un hogar. No creerás que ahí fuera es peligroso, ¿verdad, hijo?

Ya he escuchado esta charla antes, pensó Keith. Ése era el problema con Filadelfia…, todos eran irlandeses o italianos. Razón por la que, por supuesto, el encargado de personal siempre une al negro y al polaco. Te brinda la oportunidad de descubrir hasta qué punto te puedes hartar de una persona.

—Como establezcas una granja aquí, tus pelotas se mutarán hasta convertirse en hongos de color verde —replicó, odiándose al instante por las palabras que acababa de pronunciar, por ponerse al mismo nivel que Bowles.

Bowles se rio, mostrando unos pobres y dispersos dientes cariados y amarillentos. Se desvió para evitar el tronco de un árbol mutado que se arrastraba por encima del suelo como si fuera una parra, hundiéndose en la carretera.

—Entonces deberías tratar de introducirte en los Mimos. Apuesto que, si mostraras cierto interés, lo conseguirías.

—Es gracioso —dijo Keith—. Gambiosi me comentó casi lo mismo.

—¿Gambiosi? Vaya. ¿Qué le contestaste? —No había mucho que yo le pudiera responder. Bowles se golpeó la frente con la encallecida palma de una mano y le miró incrédulo.

—¡No puedo creerte, hermano! Fue una pista…, una especie de señal. El Hombre te decía que se había fijado en ti. Lo único que tenías que hacer era hablar, y en el acto te habría ascendido, hijo. En el acto.

Si Keith le indicaba que no le interesaba ascender entre los Mimos, Bowles se burlaría de él y se lanzaría a una conferencia sobre la ambición; ya había ocurrido antes. En vez de eso, dijo:

—No dispongo del dinero para los disfraces, y no quiero llevar plumas. De todos modos, no me interesa la política.

El padre de Bink había estado en los Mimos, y llegó a ser el último marchador; para lo que le sirvió. Su pobre paga sólo le alcanzaba para comprar lentejuelas y plumas de avestruz, y ninguno de los beneficios médicos de que disfrutaba evitó que su esposa muriera de leucemia. Probablemente, al final también le mató a él. De todas formas, el viejo había muerto de algo raro, y Keith siempre sospechó que lo pilló por la influencia que ejercía sobre él el trabajo que desarrollaba con los Mimos. El trabajo que fue lo único que le pudo dejar a su hijo superviviente…

Bowles se abrió para girar por una esquina sin visibilidad, se volvió y comentó:

—Te hablo en serio. Si tú…

—¡Por Dios, cuidado!

Sorprendido, Bowles dio un golpe de volante. Las ruedas delanteras pasaron por encima de un trozo de nieve y el camión perdió el control. Keith, con la nucleoporo bamboleándose de su cuello, fue empujado contra la puerta.

Algo pasó en un destello por delante del parabrisas: era una mujer montada sobre una sucia bicicleta. Estaba cruzando la carretera cuando el camión dobló la esquina y sus ruedas perdieron tracción. Se inclinó sobre el manillar y le imprimió el último resto de velocidad a su bicicleta.

—Por el amor de Dios —rogó Keith cuando la bici pasó delante de los parachoques delanteros, evitando a duras penas ser arrollada.

Antes de que la ciclista pudiera cruzar la calle, el camión derrapó y rozó la bicicleta con la rueda trasera. Se escuchó un enfermizo y sonoro crunch. Keith vislumbró algo que volaba por los aires.

A Bowles sólo se le veían los codos en movimiento mientras trataba de frenar el camión y, al mismo tiempo, mantenerlo en la carretera. Con un chirrido de ruedas, consiguió frenarlo sin que volcara.

Bowles saltó de la cabina y dejó su puerta abierta tras él. Keith, de forma automática, apagó el motor, se colocó su mascarilla y le siguió.

La caída de la mujer se había visto amortiguada por un matorral seco. Yacía inmóvil y encogida, muy parecida a un puñado de harapos tirados. Un poco más allá de donde estaba se encontraba la bicicleta sucia, doblada, completamente inutilizada.

—No es una mutie —comentó Bowles. Se irguió después de realizar una inspección rápida y volvió a inclinarse para contar los dedos de la mujer—. No. ¿Sabes algo de primeros auxilios?

—Un poco —contestó Keith—. Jesús.

Contemplaba el hilillo de sangre que manaba de una de las fosas nasales de la mujer. Ese líquido rojo y brillante le paralizaba. Echó a un lado la sensación y se agachó al lado de la mujer.

—Lo primero que hay que hacer es tantear para ver si hay huesos rotos, hum, o alguna herida evidente…, ha pasado mucho tiempo desde que lo aprendí. —Se trataba de una mujer delgada y musculosa, que estaría a punto de acabar la treintena o apenas pasaría de los cuarenta años. Sus pómulos eran eslavos y le conferían a su rostro, incluso sin sentido, una expresión salvaje. Una túnica, larga y pesada, se había abierto parcialmente, mostrando unos pantalones de color caqui, ese verde claro que el Frente de Liberación del Norte había utilizado veinte años atrás. Su nucleoporo se le había salido parcialmente del rostro. Después de comprobar que aún respiraba, se lo volvió a colocar—. Bueno, yo no veo nada serio.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Hum, la situamos en una posición que mitigue el shock sufrido. Algo suave debajo de la cabeza, alzarle los pies. —Empezó a quitarse la chaqueta para formar un cojín y se detuvo—. Esto no sirve. Hemos de llevarla a la ciudad.

Cargaron con ella hasta la cabina y, como pudieron, distribuyeron su peso entre las piernas de ellos. Keith se sentó al volante y emprendió la marcha, despacio y con cuidado.

—¿Qué es eso que lleva alrededor del cuello? —inquirió Bowles. Desenganchó una cajita de cuero y miró en su interior—. Son unos binoculares —se respondió a sí mismo. Los depositó con cuidado en el salpicadero y se dedicó a inspeccionarle los bolsillos—. Aquí está el pasaporte, sellado en Filadelfia. Profesión: especialista. —Se detuvo—. No sabía que pudieras ganarte la vida con algo así. Posee un visado especial de Deriva para visitar Souderton.

—Souderton se encuentra bastante lejos de aquí. Apenas se puede considerar que se halle dentro de los límites de la Deriva.

—Dímelo a mí. —Bowles volvió a guardar el documento y prosiguió su inspección—. Vaya, si tiene dos —repuso, extrayendo un segundo pasaporte de un bolsillo interior.

—Eh, tal vez no tendrías que revisar sus pertenencias —repuso Keith, sintiéndose incómodo.

Bowles le ignoró.

—En los dos aparece el nombre de Suzette Fletcher. La misma altura, el mismo color de pelo. Edad: cuarenta y dos. En los dos. Profesión: periodista. ¿Qué te parece? Es una reportera del Boston Globe, allá en el norte. Y no tiene ningún sello de Filadelfia.

—Vamos, tío. Me sentiría mejor si dejaras de revisarla.

—Bien, de acuerdo, de acuerdo. —Bowles guardó el pasaporte y le alisó de nuevo la túnica. Estudió el rostro de la mujer, que estaba cubierto por una masa de pelo rubio sucio sobre el regazo de Keith—. Es una mujer realmente atractiva. ¿Qué se siente al tener esa carita entre tus piernas?

Keith aminoró la velocidad para sortear un trozo de carretera peligroso, donde un vertido descuidado había dejado una lámina congelada sobre el cemento.

—Oh, vamos —musitó, sintiéndose avergonzado sin quererlo—. Podría ser mi madre.

—Sin embargo, tiene el aspecto de que sus ojos aún pueden brillar —comentó con ligereza Bowles—. Apuesto a que también tiene pelo en otras partes de su cuerpo. Un joven como tú podría aprender algo de una mujer madura.

Atravesaron la desnuda franja de tierra que separaba Filadelfia de la Deriva, ennegrecida por los repetidos incendios. Las vallas fronterizas de la parte trasera resplandecían con los símbolos grabados contra el mal de ojo y, más allá de ese alegre recibimiento, se hallaba la ciudad, un refugio seguro de todo lo que había detrás.

Unos guardias aburridos les permitieron atravesar los bloqueos con gestos de la mano y el camión se adentró en los límites de la ciudad. En esta zona casi todo eran escombros; únicamente se veían unos pocos edificios Victorianos que se erguían solitarios como lápidas en el campo. Eran los santuarios de las mujeres que se habían proclamado a sí mismas brujas y de los conjuradores, que anunciaban extraer poder de su proximidad con las tierras envenenadas.

—Eh. Pasaremos cerca de un hospital; podríamos ingresarla en él. Quizá sufra conmoción cerebral.

Keith pensó en ello. Los edificios se iban haciendo más numerosos y las calles más pobladas. Frenó para no llevarse por delante a una niña gitana, y luego continuó más despacio.

—Esperemos un poco a ver si recobra el conocimiento. Guardemos los hospitales como último recurso.

Los peatones se dispersaron y los palanquines se apartaron de su camino. Un carruaje de caballos estuvo a punto de desbocarse y Bowles hizo una mueca burlona; siempre le regocijaba ver a los ricos sufrir inconvenientes.

—El camino más corto desde aquí pasa por el puente de la calle Spring Garden.

Keith asintió.

—Muy bien.

Monstruos embalsamados colgaban de las viejas y estropeadas farolas a ambos lados del puente, un recordatorio constante de los horrores que crecían en el Exterior. La mayoría habían sido colocados décadas atrás, y la constante exposición a los elementos los había convertido en jirones de color marrón, entre los que se veía aquí y allí algún que otro hueso. Keith observó cada farola por la que pasaban, y se dio cuenta de que buscaba al monstruo de Jano de ayer, y se obligó a apartar la vista de esos seres grotescos y prestarle atención al camino. Ni siquiera alzó los ojos cuando pasaron al lado del Ayuntamiento de los Mimos.

Cuando el camión cruzó por fin la calle Segunda, el sol era una mancha recortada contra el horizonte. Se reflejó débilmente en el estriado espejo retrovisor y brilló con palidez en uno de lo6 costados del parabrisas. Unos barrenderos limpiaban la calle de cualquier partícula caliente que pudiera haber sido transportada por el viento procedente de la Deriva, como preparativo para el desfile de mañana.

La mujer gimió y se agitó levemente. Abrió los ojos y, con muestras de dolor, se incorporó hasta quedar sentada.

—Estamos en Filadelfia —le comunicó Bowles—. Me llamo Jimmy Bowles, y mi socio es Keith Piotrowicz.

Se inclinó hacia delante y se llevó con cautela la mano a la frente.

—Dios, me duele. —Moqueó ligeramente, aceptó un pañuelo que le ofreció Bowles y se lo llevó a la nariz.

—Jimmy es el primer hombre que ha tenido alguna vez un accidente en la Deriva —comentó Keith con un toque de maldad. Bowles le miró con ojos centelleantes y no dijo nada.

La mujer se irguió un poco. Un costado de su desvaído pelo rubio recibió un destello del sol y brilló rojizo.

—Oh, sí, ya empiezo a recordarlo —forzó una sonrisa—. Soy S. J. Fletcher. Todo el mundo me llama Fletch.

—Encantado de conocerte, Fletch —repuso Keith.

Casi al mismo tiempo, Bowles inquirió:

—¿Qué estabas haciendo en la Deriva?

Fletch contempló cómo pasaban de largo los viejos edificios que se alineaban al lado de los muelles. Sus paredes de ladrillo brillaban rojas sobre sus cabezas, en sombras más abajo.

—Genealogía personal —contestó—. Investigaba en los archivos de Souderton, se encuentran casi intactos, son un verdadero tesoro, y encontré la licencia matrimonial de mi abuela. Decía que nació en Rey de Prusia, así que… —Se encogió de hombros—. Tenía la esperanza de descubrir la Biblia de la familia; pero me parece que es una causa perdida. Eh, habéis revisado mis cosas, ¿verdad?

—Lo que llevabas encima —replicó Bowles.

El camión casi se arrastraba cuando Keith aminoró la velocidad al adentrarse en las estrechas calles de los muelles. Se metió con un giro cerrado en el interior de su empresa, casi rozando contra dos edificios mientras realizaba la maniobra.

—¡Eso me importa una mierda! Me refiero a mis alforjas. Contienen todos mis… suministros y materiales. Mi dinero, mi carta de crédito.

Keith intercambió una mirada con Bowles y se encogió de hombros. El aparcamiento estaba atiborrado de camiones que habían llegado antes que ellos; se concentró en la incómoda tarea de estacionar. Llegaban tarde, y sólo quedaba vacante la plaza 23.

—Estarán con la bici —dijo Bowles—. No la inspeccionamos.

Ella se dio un golpe en el muslo.

—Maldición, maldición, maldición. —Entonces, con un tono de voz bruscamente autoritario, añadió—: Tendréis que llevarme de nuevo al lugar del accidente para que las recupere.

—Oh, vamos —objetó Bowles.

Keith apagó el motor y quitó las llaves.

—Echa un vistazo a tu alrededor —señaló. Los tanques de los camiones se extendían en anchas filas regulares, y sus blancas superficies se iban apagando a medida que el sol se ponía—. La empresa no nos permitirá llevar este camión hacia la Deriva durante la noche.

—Yo…

Bowles bajó de un salto de la cabina.

—Keith, ven aquí atrás y léeme el metraje —pidió—. Luego yo iré a presentar el informe, y vosotros podréis arreglar esto entre los dos.

—De acuerdo. —Saltó fuera y respiró profundamente, disfrutando del aire de la ciudad. Era sucio pero seguro. Se abrió la chaqueta para dejar que el aire frío le diera de lleno antes de ir hacia la parte trasera del camión. Se preguntaba qué querría comentarle Bowles. No había ningún medidor, por supuesto; sólo existían dos alternativas: el camión estaba vacío, o estaba lleno.

—Escucha —siseó Bowles con fiereza—. Haz lo que quieras con esa mujer, cuéntale lo que te parezca. Pero mantén la boca cerrada en lo referente a que inspeccioné sus pasaportes. ¿Lo has comprendido? Eso es algo que atañe a los Mimos, muchacho, y será mejor que no lo olvides.

Keith se encogió de hombros y asintió a medias. Bowles le miró irritado.

—¡Jesús! ¡No reconocerías una oportunidad ni aunque te mordiera el culo! —Dio media vuelta y se dirigió al despacho del encargado.

Keith regresó a la cabina, sintiéndose levemente divertido. Si a Bowles le apetecía ir de agente secreto, no era asunto suyo.

—He estado pensando —le comunicó a Fletch—. Podemos llevarte pasado mañana, siempre que no te importe pasar un día en el interior de un camión. Al encargado no le gustará; sin embargo, Jimmy lo podrá arreglar. Tiene influencias.

—¿Y por qué no mañana?

—Es el primero de enero…, el Día de los Mimos. Todo estará cerrado.

—¿Y qué demonios se supone que haré yo desde ahora hasta entonces? ¿Dormir en las cloacas?

Él apartó los ojos para evitar su colérica mirada.

—¿Por qué no ingresas en un hospital?

—Ya he visto lo que vosotros llamáis «hospitales»; no, gracias. Dame un lugar donde tenga la oportunidad de luchar y salir con vida.

—Supongo que te podré hacer un lugar conmigo —ofreció Keith, resignado—. Dispongo de un sofá extra.

No estaba muy seguro de que le gustara esa mujer, y tenía la inquietante sensación de que lamentaría habérselo ofrecido. No obstante, no veía otra alternativa.

Cuando Bowles regresó, Keith le puso al tanto de la situación. El otro le dio una palmada en la espalda.

—Portaos bien —se despidió, con tono burlón.

A pie, el apartamento de Keith no se hallaba lejos; unos dos kilómetros a través del distrito dé reciclaje, lo que solía ser Queen Village. Keith caminaba despacio, sin prisa alguna por llegar a ningún lugar determinado.

Fletch lo miraba todo, los montones de ladrillos de los edificios desmantelados, el acero que se oxidaba a la espera de que lo fundieran de nuevo, tuberías de cobre de tonalidades verde-grisáceas que se fundirían para acuñar nuevas monedas…, todo. Arrugó la nariz cuando pasaron al lado de un cubo que contenía ropa en descomposición, destinada a convertirse en papel, y señaló con un dedo una brillante figura que había pintada en uno de sus costados de madera.

—¿Qué significado tiene esto? Lo he visto por todas partes.

—Significa que el propietario recibe su paga de los Mimos. Le protege de los ladrones.

—¿Sí? —Fletch cogió un ladrillo cercano y lo tiró al cubo. Se rompió y esparció polvo—. Si hubiera querido…, me lo podría haber llevado.

—Pero te habría resultado imposible venderlo. Los Mimos tienen oídos por todas partes. Si intentaras deshacerte de él, se enterarían. ¿Sabes?, son gente que pertenecen a todos los barrios.

Fletch no le escuchaba. Observaba otro cubo; éste se hallaba lleno a rebosar de restos de plástico sumergidos en agua. Al lado del Mimo pintado se veía impresa con grandes letras la palabra PLASTECOLI.

¡Adaptáis las bacterias! —Descubrió el filtro y la espita por donde se extraía el alcohol del plástico en descomposición—. Creí que Filadelfia mantenía un embargo contra la tecnología avanzada.

—Sólo cuando hace que el dinero salga de la ciudad. —Habían llegado a su bloque. Tres entradas enrejadas conducían a los patios interiores; con un gesto de la cabeza, Keith le indicó una—. Por aquí.

Condujo a Fletch por las escaleras hasta la cuarta planta, abrió la puerta y le cedió el paso. Colgó su nucleoporo de un gancho que había en el pasillo.

—Puedes ocupar el dormitorio —indicó—. Supongo que yo dormiré en el sofá.

Ella observó los cuartos atestados de cosas.

—Este lugar es un sumidero. ¿Nunca lo limpias?

—Bueno… —Keith recogió un montón de ropa sucia del suelo y la metió en un armario que ya estaba a rebosar. Fletch examinó una foto enmarcada de la Virgen y el Niño Jesús y sonrió con indulgencia. Se aproximó a la única ventana que aún no se hallaba tapiada para el invierno y abrió las persianas.

—Hay una bonita vista de la bahía si escudriñas a través de los edificios de la izquierda —indicó ella con ironía. Keith introdujo unos exiguos restos de carbón en el hornillo, encendiendo un fuego con papeles enrollados de la edición de la semana pasada del Inquirer. No se molestó en decirle que el apartamento tenía un suplemento extra porque no daba a la Deriva.

Fletch se quitó los binoculares del cuello y miró a través de ellos. Sin volverse, Keith supuso lo que veía: los balandros y las goletas, con las velas plegadas, adentrándose en la bahía. Mezclados entre ellos estarían los viejos recauchutados.

—Está demasiado oscuro para afirmarlo —musitó Fletch—. Sin embargo, juraría que uno o dos de esos barcos funcionan quemando carbón. Incluso… ¡Santo Dios! Ése parece un viejo petrolero reconvertido.

—Oh, sí, tenemos de todas las clases. —Sopló con suavidad el fuego, anticipando el calor que les proporcionaría. En unos pocos minutos más podría quitarse el abrigo.

—¡Pero son viejos! Con un casco de una sola pieza, mientras el fondo se oxida y los remaches se sueltan. ¿Cómo permitís esa basura en vuestra bahía?

—¿Qué daño pueden hacer? —preguntó Keith—. Cualquier vertido accidental será llevado río abajo. De todas formas, el Delaware desemboca en la Deriva… y en los próximos miles de años nadie va a ir de pesca allí.

Los platos de la cena estaban colocados en el fregadero, a la espera de la ración de agua nocturna, cuando se escuchó un golpe en la puerta. Fletch, que llevaba un jersey viejo de Keith sobre sus pantalones, fue a abrirla.

En el pasillo vio a más de una docena de los inquilinos del edificio.

—¡Regalo para los Mimos, Regalo para los Mimos! —gritaron desordenadamente.

Un Mimo solitario se adelantó. Llevaba un sombrero de copa de lentejuelas, pantalones y camisa amplios con dibujos geométricos y brillantes formados por fragmentos de espejo y bordados. Su capa, que usaría en el desfile de mañana, jamás habría logrado pasar por el marco de la puerta, motivo por el que, necesariamente, no la llevaba. Entró, quitándose el sombrero con una filigrana; se parecía a un rutilante indio de Hollywood.

—Han venido por el Regalo de los Mimos —le explicó Keith a Fletch. El Mimo alzó un saco de muselina y Keith, con rapidez, fue en busca de dos rollos de papel que contenían monedas de a dólar de plata y que guardaba en un cajón de una cómoda. Se los dio.

Con un movimiento exagerado, el hombre rompió los papeles y arrojó las monedas al saco. Sus labios se movían a medida que los contaba con velocidad. Keith sonrió con tristeza. El Regalo había acabado con casi todos sus ahorros.

El Mimo era un hombre bajo, con un rostro ligeramente manchado, y las venas rotas de la nariz se veían acentuadas por el alcohol.

—La paga está completa —anunció. Los inquilinos se acercaron para ver mientras el otro gesticulaba con aire benigno—. La protección de los Mimos se extiende a esta casa durante otro año. ¡Que continúe la diversión!

Los inquilinos mostraron su júbilo y recorrieron los dos cuartos de su apartamento. Alguien introdujo más carbón en el hornillo, y otro agitó una jarra de alcohol de cebada. Keith se apresuró a sacar lo que quedaba de la sidra del último octubre para mezclarla. Este tipo de fiestas que iban de casa en casa eran una costumbre antigua y santificada, y en una ciudad que se regía más por la tradición que por el propósito real era mejor participar de ellas.

No todos los juerguistas pertenecían al edificio de Keith. Cynthia Doring se encontraba entre ellos, y vivía a varios bloques de distancia. Se acercó a él con el único objetivo que tendría un tiburón y, cuando se cogió de su brazo, Keith tuvo la impresión de que unos dientes blancos desgarraban su carne.

—Keith, cariño —dijo ella—. Ha pasado tanto tiempo. Literalmente, no nos vemos desde hace años.

Keith se negó a mirarla a los ojos. Esos ojos verdes, con destellos dorados y pupilas interminables.

—Sí, bueno. Ya sabes, estas cosas suelen ocurrir.

—Pero no deberían. No deberían.

Sintió que alguien le tiraba de la manga. Se volvió y vio a Jerry, de la tercera planta. No estaba del todo borracho; tenía los ojos brillantes de excitación.

—Has de presentarme a tu amiga, la rubia —susurró—. ¿Es tuya? ¿Dónde la encontraste?

—Te la presentaré. —Keith se sintió contento por la interrupción—. Si me disculpas, Cynthia. —Llevó a Jerry hasta donde se encontraba Fletch y cumplió su promesa—. Se puede decir que nos encontramos en la Deriva —concluyó, sabiendo que eso caería como una bomba.

—¡No te creo!

—¿De verdad?

—¿Qué estaba haciendo ella ahí fuera?… La Deriva es peligrosa.

Fletch le dedicó una sonrisa educada, casi maternal.

—Los niveles de radiación son sólo peligrosos si te encuentras justo encima del emplazamiento de la Fusión. En la mayor parte de la Deriva, con lo único que has de tener cuidado es con ciertas cosas. Estás perfectamente a salvo mientras no comas, bebas o respires su aire.

Había una ligera incomodidad en la risa del grupo; sin embargo, se acercaron a ella, fascinados. Cynthia aprovechó la oportunidad para reclamar a Keith. Cogiéndolo nuevamente del brazo, le comentó:

—Keith, me tienes preocupada. Al principio pensé que se trataba de algo que hice o dije. No obstante, no dejo de encontrarme con viejos amigos tuyos, y a ellos tampoco les ves. ¿De qué te escondes? Podrías haberlo hablado conmigo. Sigo viviendo en el mismo lugar. Demonios, sigo en el mismo turno en el hospital; podrías haber ido a verme.

En algún lugar a su espalda, Fletch explicaba las bases de la genealogí.

—¿Dónde te hallabas cuando murió Joey? —le preguntó Keith. Los ojos verdes se abrieron.

—Soy sólo una enfermera, Keith…, únicamente vacío las bacinillas de la cama. Sin embargo, cuidé de tu hermano, y no había nada que nadie pudiera hacer por él.

—Nadie muere de mordeduras de ratas.

—Fue la rabia. El virus de la rabia 2017B…, tuvieron suerte incluso de identificarlo adecuadamente. —Cuando Keith se mantuvo en silencio, ella intensificó su apretón y apretó su cuerpo suave y joven contra él—. He venido con Timothy —murmuró—. Sin embargo, di una palabra y me desharé de él. Creo que entre nosotros dos existe algo, Keith. Guarda lo bueno del pasado y olvida lo demás.

Se desenganchó de ella con un movimiento brusco y repentino. Alzó un puño hasta la altura del hombro…, y lo único que le impidió lanzarlo contra su rostro fue la profunda inhibición arraigada en él que le impedía golpear a una mujer.

Contempló su puño levantado y se obligó a bajarlo, escondiéndolo en un bolsillo. La cara de Cynthia se había puesto pálida. En el instante que le llevó recuperarse, su expresión pasó de la sorpresa al miedo, y luego recuperó sus viejas y conocidas líneas de crueldad.

Ella sonrió con fiereza.

—Veo que has adquirido el gusto por la carne añeja. —Señaló a Fletch con un movimiento de la cabeza, para que no quedara ninguna duda sobre a quién se refería.

—No es nada de lo que piensas —replicó Keith. Repentinamente, deseó confiar en ella de nuevo; pero todos sus recuerdos le mostraron que era una mala idea. Quiso explicarle lo que le había hecho sufrir la muerte de su hermano, cómo le había quitado casi la vida de un año de su existencia. Sin embargo, mientras lo pensaba, se dio cuenta de que no existían explicaciones, palabras, motivos. Sólo le quedaba el vacío y el terrible dolor, el asco residual por esa palabra.

—Yo… —Alargó el brazo hacia ella.

—¡Es hora de que la fiesta se traslade de sitio! —rugió el Mimo—. ¡Vamos, no podemos quedamos aquí toda la noche!

Los juerguistas salían por la puerta.

—No está en mis intenciones interferir en tu búsqueda de mama —se burló Cynthia, y se marchó.

El Mimo se hallaba en el umbral de la puerta, empujando a los inquilinos hacia el pasillo. Keith se encargaba de los rezagados, y permaneció en la puerta para recibir la bendición acostumbrada.

El Mimo se la dio con rapidez, resumiéndola.

—Aquí estamos en la puerta de tu casa igual que el año anterior. Por la comida y la bebida, nuestra más sincera gratitud. Hemos comido toneladas y bebido barriles. Regresaremos dentro de un año, no antes, y si nuestra ayuda necesitas…, simplemente grita.

Hizo una ligera inclinación y cerró la puerta.

Keith se quedó allí como un bobo. Escuchó la jarana y el movimiento de pies que subían al siguiente apartamento. El Mimo no le había ofrecido unirse al grupo y ese gesto no tenía precedentes. Hasta donde él supiera, jamás le había ocurrido a nadie.

Regresó al salón, que daba la impresión de estar vacío ahora que sólo albergaba a Fletch y a él mismo.

Fletch parecía confusa.

—¿Fue por algo que dije?

—¿Qué dijiste?

—No lo sé. Alguien me preguntó dónde buscaba en los archivos, y yo le expliqué que comencé mi investigación en Souderton…, y, de repente, el hombre del disfraz se puso a gritarle a todo el mundo que debían marcharse.

—Oh, Jesús —musitó Keith—. Souderton.

Intentó explicárselo.

Souderton fue la última ciudad de la Deriva en morir. Sus niveles de contaminación eran bajos, y la ciudad poseía unos líderes enérgicos y decididos. Aproximadamente hasta unos veinte años después de la Fusión, Souderton había sobrevivido, incluso podía decir que, en cierta forma, prosperó. Cultivaban su propia comida y, si quedaron aislados por las comunidades de más allá de la Deriva, por lo menos no se vieron obligados a comenzar de nuevo desde los campos de refugiados.

Sin embargo, su comida y su agua aún seguían contaminados con isótopos radiactivos. Había un montón de casos de tumores malignos, de malformaciones de nacimiento y de leucemia. Después de dos décadas, ya no podían seguir ignorándolos. Eran demasiado comunes, estaban demasiado extendidos, formaban parte de cada pensamiento y acción.

Casi por consenso popular, el pánico comenzó en una asamblea de la ciudad para discutir el problema. Una versión alternativa indicaba que todo empezó por una anciana que murió de un ataque al corazón. No obstante, la histeria surgió, y pronto se convirtió en una evacuación masiva de la ciudad, formada por una multitud de miles de personas aterradas que huyeron como lemingos en dirección de Filadelfia.

Una horda de gente que se autoproclamaron vigilantes salieron a su encuentro en los límites de la ciudad; eran ciudadanos que temían las mutaciones, el envenenamiento por radiación o cualquier cosa que proviniera de la Deriva.

Al día siguiente, hombres encapuchados con filtros y recicladores de aire emprendieron la marcha a Souderton armados con rifles y arreglaron la situación.

—Mira, yo voy allí constantemente, así que no me molesta. Sin embargo, tiendo a olvidar cómo sienten los demás con respecto a la Deriva —repuso Keith—. Además, existe una especie de miedo heredado hacia el mismo Souderton, hacia lo que podría haber ocurrido si la multitud hubiera entrado en nuestra ciudad.

—Más bien parece una culpa heredada. —Fletch se sentó al borde de la cama, se quitó los cordones de las botas y las dejó caer—. Estoy rendida; voy a acostarme. —Se quitó el jersey.

Sus pechos oscilaron debajo de la camisa. Le colgaban un poco, aunque no mucho para una mujer de su edad. Keith se descubrió intentando imaginárselos. La habitación estaba incómodamente cálida, incluso pesada. La única copa que había bebido casi le había mareado.

—Eh, escucha —dijo—. La cama es lo suficientemente grande para dos.

Fletch emitió una sonrisa desdeñosa.

—Quédate donde estás, hijito —replicó—. Puedes dormir una noche en el sofá sin romper nada.

Keith se despertó al amanecer por los ruidos que producía la madera sobre la madera, el metal contra los ladrillos y los agudos chillidos de los niños. Los jóvenes de la ciudad se hallaban en las calles dándole la bienvenida al año nuevo, divirtiéndose con su derecho anual de alborotar y despertar de su sueño a los adultos.

Volvía del baño que había en el pasillo en el momento en que Fletch salía del dormitorio. Se frotaba lentamente los brazos contra el frío de la madrugada; mostraba un aspecto tan arrugado y gastado como sus ropas.

—El desayuno estará listo en un minuto —le comunicó Keith—. ¿Cómo te sientes esta mañana? —Se dedicó a encender un fuego en el hornillo.

Fletch hizo un gesto de dolor cuando se sentó en el borde del sofá.

—No demasiado mal para una mujer que fue arrollada por un camión.

Había azúcar para las gachas de avena, y Keith pudo rematarlas con dos grandes tazas de achicoria y café mezclados. Como soltero podía permitirse estos pequeños lujos. Fletch no hizo ningún comentario sobre la insinuación de él de la noche anterior; mantuvo una conversación superficial y amistosa. Al cabo de poco tiempo, a Keith volvió a caerle bien.

Una vez terminaron de comer, él se marchó con el fin de realizar algunas tareas para los Mimos. Se detuvo en la puerta y le preguntó a Fletch si quería dar una vuelta por la ciudad mientras él no estaba…, sólo poseía una llave del apartamento.

—No —decidió ella—. Me quedaré aquí y realizaré algunos ejercicios de estiramiento para relajar mis maltrechos músculos.

—Perfecto. Regresaré antes de la tarde.

Keith fue puesto a trabajar con unos obreros que se encargaban de ajustar los pernos de las plataformas del Ayuntamiento. Ahí era donde terminaría el desfile; después de subir por la calle Dos, los grupos girarían hacia el oeste y bajarían por la calle Ancha, donde realizarían sus actuaciones debajo de la torre adornada del edificio de piedra.

Las plataformas, y las gradas que había debajo de ellas, soportarían el peso de varios cientos de espectadores privilegiados: funcionarios de alta categoría de la ciudad, una delegación de Federales venidos de Atlanta en el tren semanal, representantes de comercio de los estados exportadores que se hallaban en la ciudad para conseguir licencias de importación. De entre ellos se eligió a un cierto número de jueces, cuyas identidades se mantenían en el más absoluto secreto. No resultaba fácil juzgar una presentación de Mimos, analizar entre el entusiasmo y el talento musical, los disfraces y la maestría de interpretación, la precisión y el ímpetu. Además, las emociones se exaltaban.

Los diversos premios en metálico que se concedían ni siquiera alcanzaban para cubrir los gastos de los disfraces de los vencedores. Sin embargo, el prestigio que daba ser la mejor banda, o tener el mejor disfraz, o ser el mejor grupo cómico, significaba para los participantes mucho más que el dinero.

La policía montada recorría lentamente las plataformas; el ruido que producían el cuero de sus sillas y de sus chaquetas sonaba de forma ominosa. Keith se mantuvo debajo de las gradas, trabajando lo menos posible. Había elegido la viga mayor —demasiado grande para poder realizar algún tipo de tarea real—, sabiendo que le hacía casi inmune a un escrutinio cercano. Durante una hora estuvo andando arriba y abajo sin hacer nada; en alguna ocasión se detenía para examinar un perno que ya había sido ajustado.

Un penetrante silbido llamó su atención, y el jefe de los obreros le indicó con un gesto que saliera de ahí.

—Ya es suficiente —restalló—. Empieza a subir las sillas.

Keith se echó la llave inglesa al hombro y acató la orden.

Cargó con dos sillas plegables de madera en cada brazo y subió por las escaleras traseras hacia la parte izquierda de la plataforma. En el extremo más alto había espacio suficiente para una docena de espectadores, con un pasamanos del que pendían ondeando al viento unas banderolas y desde donde se divisaba todo el paisaje gris y vacío de la calle. Ya había colocada una silla, con un hombre obeso y de piel cetrina sentado en ella. Keith le saludó con la cabeza y dispuso las sillas que cargaba, poniéndolas en su sitio y luego abriéndolas por los lados.

—¿Quiere un trago? —El hombre le ofrecía una botella—. Southern Confort. Un buen whisky sureño para echar un trago. Siéntese.

Keith aceptó la botella, acercó una silla y bebió un trago. El alcohol poseía un sabor dulzón y le quemó la garganta. Jadeó en busca de aire.

—Me llamo Samuelson —dijo el hombre. Tenía la cara regordeta y pálida, y no había duda de que llevaba un buen rato bebiendo.

Keith le devolvió la botella.

—Encantado de conocerle, señor Samuelson. ¿Ha venido con los Federales de Atlanta?

Samuelson negó con énfasis con un movimiento de la cabeza.

—Soy el representante jefe del distrito norte de la Southern Manufacturing y Biotech.

No había gran cosa que pudiera comentar ante eso, así que Keith asintió y sonrió. Samuelson le alcanzó otra vez la botella. Esta vez bebió con más cuidado, taponando el cuello de la botella con la lengua para dejar que sólo cayeran unas pocas gotas.

—Se llevaron mi reloj.

—¿Perdón?

Samuelson alzó una muñeca desnuda.

—Mi reloj. Se lo llevaron. Hecho con los mejores chips instrumentales de nuestra zona. Realizaba cuarenta y siete funciones distintas y decía la hora…, era de lo mejor.

Keith volvió a asentir y aguardó a que Samuelson continuara.

—¿Por qué querrían hacer algo así?

Keith no lo sabía.

—¿Comentaron si se lo devolverían?

—Oh, claro que me dijeron que me lo devolverían. Justo antes de abandonar la ciudad. Sin embargo, no es ésa la cuestión…, ¿cómo voy a poder firmar algún contrato si no dispongo de ninguna muestra? También me las requisaron todas, y me advirtieron que no intentara vender nada sin su autorización previa. Ahora yo le pregunto a usted: por el sagrado infierno, ¿cómo voy a poder vender algo si no tengo ninguna muestra?

—Bueno, mire —comenzó Keith—, la ciudad se encuentra un poco escasa de puestos de trabajo. Ésa es la razón por la que a las autoridades no les gusta que el dinero salga de la ciudad. Por ello prohíben la mayoría del material de alta tecnología, ya que no alivia la situación laboral.

Incluso mientras pronunciaba esas palabras, le parecieron trilladas y apenas creíbles.

—Por todos los demonios, muchacho, ésa no es forma de que este país se ponga en marcha de nuevo. El comercio libre, ésa es la solución. Habría que eliminar todas las trabas, los aranceles interestatales y los embargos, y nos levantaríamos otra vez en un abrir y cerrar de ojos. Así es como lo hizo el viejo gobierno. Aquéllos eran buenos tiempos para los hombres de negocios, se lo aseguro.

El jefe de los obreros apareció al final de las escaleras y le rugió:

—¡Mueve el culo, Piotrowicz! ¡Basta de holgazanear!

Keith se encogió de hombros y se incorporó.

—Ha sido agradable hablar con usted.

—¡Los derechos de los estados! —le dijo el sureño a su espalda—. Eso es lo que está arruinándolo todo…, recuerde mis palabras.

Keith regresó a su apartamento al mediodía. Llevó a Fletch hasta la calle Dos. Como sea que su encargado de bloque le había adjudicado el turno de las doce a las dos, pudieron encontrar un sitio cerca de la curva desde donde ver el desfile. Llegaron a tiempo para contemplar a los últimos de los grupos cómicos.

Fletch observó con sumo interés a los hombres con plumas, con lentejuelas, disfrazados de payasos, de indios, de barajas, que saltaban y bailaban en ordenado caos. Un imitador vestido de mujer que seguía a un brigada meneó unos enormes senos falsos hacia ella, dio media vuelta, y de un manotazo expuso sus enaguas, mostrando otros gigantescos postizos hinchados. Echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—¿Participan mujeres de verdad? —le preguntó a Keith—. No he visto ninguna.

—Ya no. Se les prohibió hacerlo poco antes de la Fusión.

La banda del grupo cómico, resplandeciente con espejos, plumas y bisutería barata, interpretaba El Baile de los Mimos. Detrás de ellos, una chusma de payasos tiraba de un carro con el cartel «Navidad con Tregua». Arriba iba erguido un hombre delgado vestido de Santa Claus, que les ofrecía regalos envueltos a policías con los ojos vendados.

—¿Qué significa eso? —inquirió Fletch.

—Hay un concejal que se llama Treguant; en mayo pasado se produjo un incidente… Oh, es difícil de explicar si no estás familiarizada con la política local.

—Capto la idea. Aunque supongo que a vuestro señor Treguant no le divertirá demasiado.

—No.

De hecho, significó el fin de la carrera de Treguant; pero Keith no se molestó en explicárselo.

Los cómicos, con sus charangas, sus muñecos y sus anárquicas payasadas, prosiguieron su marcha, grupo tras grupo. Fletch estaba fascinada por las espantosas combinaciones de colores que habían seleccionado para sus disfraces…, el naranja, verde y azul veneno era una de las mezclas más convencionales. En un momento determinado, Keith le compró a un vendedor ambulante unas rosquillas saladas para que Fletch probara esa vieja tradición de Filadelfia. Ya estaban casi frías y costaban tres centavos el par, un precio que el vendedor jamás podría haber exigido en cualquier otro día.

Los grupos iban de los vistosos y llamativos a los vistosos, llamativos y originales. Algunos, obviamente, se lo tomaban más en serio que otros: sus atuendos de payasos, con sus tres niveles de bombachos, eran estilizados y llevaban más adornos de lo que la comedia requería; desfilaban con una sincronización perfecta. Sin embargo, los grupos más chapuceros a menudo resultaban los más divertidos.

—¿Cuál es el próximo número? —inquirió Keith.

El último grupo cómico se alejaba, lanzando petardos y confusión a su paso.

Fletch alzó sus binoculares y escrutó el distante estandarte que anunciaba a la banda siguiente.

—Parece… el Club de Center City. ¿Es correcto?

—Sí. Es la primera de las representaciones fantasiosas. Después de ellos vienen las bandas musicales.

—¿Cómo empezó todo esto? ¿Cómo se organizó? ¿Qué sentido tiene?

Keith fue a responder, se detuvo, y lo volvió a intentar.

—Creo que nadie puede responderte a esas preguntas. Mi padre solía hablar mucho sobre la historia de los Mimos. Puedes remontarte hasta siglos atrás, a los tiempos coloniales, cuando sólo eran un puñado de bandas dispersas compuestas por vecinos que vagaban en busca de pillaje y diversión. Sin embargo, no se sabe cuándo se convirtieron en los Mimos. Simplemente, evolucionaron.

El club de la Fantasía se hallaba a menos de una manzana. Lo componían ciento cincuenta personas, que desfilaban en filas bien ordenadas según los rangos que ostentaran, con sus sombreros adornados con plumas de avestruz y sus emplumadas «capas» llenas de lentejuelas —más parecidas a alas falsas que a capas, ya que sobresalían por encima de las cabezas de los que desfilaban y se proyectaban hacia los lados—, moviéndose al ritmo de la vieja melodía del baile de los Mimos. Un Mimo solitario iba danzando delante; su disfraz era una versión más llamativa y amplia de la de los demás.

Fletch señaló a unos hombres vestidos de negro que se deslizaban entre la multitud justo delante del Mimo líder.

—¿Qué se supone que están haciendo?

—No mires. Se supone que has de fingir que no los ves.

Ella se volvió hacia él.

—Pero, ¿quiénes son?

—Los Hombres de Negro. Son los localizadores. Localizan a cierta gente y se la señalan al Payaso Rey para se los zarandee…, o lo que sea —concluyó sin convicción. Ante la mirada interrogadora de ella, añadió—: El Payaso Rey es su capitán, el que marcha delante. El Payaso Rey solía ser una especie de disfraz; sin embargo, ahora sólo es ése.

Salvo por la pintura facial tradicional, el disfraz del Payaso Rey no se asemejaba en nada al de un payaso de verdad. El armazón de su capa medía tres metros, y estaba rebordeado de plumas de avestruz, resplandeciendo con lentejuelas y fragmentos de espejo; incluso llevaba un enrejado de difracción, que seguro que salió del baúl de la abuela de alguien. Dos cuerdas iban desde los extremos de la capa hasta sus manos enguantadas, de forma que pudiera manejar el torpe disfraz en las ligeras brisas que a veces se levantaban. Al igual que sus seguidores, vestía esencialmente de color escarlata y negro, aunque se veía como una docena de colores chocantes en su vestimenta. Avanzaba con gran dignidad; en ocasiones, se inclinaba ligeramente a cada lado en señal de reconocimiento de los vítores de la multitud.

Keith señaló a los Hombres de Negro con un movimiento lateral de la cabeza.

—Mira. Han marcado a alguien.

Cuatro Hombres de Negro se habían acercado en silencio al incauto observador y, de inmediato, se colocaron con agilidad detrás de él. Era imposible leerles los ojos o las bocas, enmarcados por la lana de sus máscaras negras de esquí.

Los Mimos de la compañía de Center City se encaminaron con energía hacia la calle Dos, con los banjos y trompetas preparados para sonar; durante un instante pareció como si fueran a pasar de largo al lado del hombre. Entonces, el Payaso Rey alzó una mano, y se detuvieron y giraron noventa grados, como un solo hombre. El Payaso bailó alrededor de la compañía y se adentró en la multitud. Nerviosa, la gente le abría camino y se apartaba de él.

El capitán de los Mimos se dirigió hacia el hombre marcado. La víctima intentó irse y se vio sujeto firmemente por los Hombres de Negro. Se puso rígido. El Payaso Rey extendió el brazo y cogió al hombre por el hombro.

Un brazo se alzó una vez, dos, otra. Cayó por tres veces sobre el hombro del sujeto, con un ruido audible. Luego, el Payaso Rey dio media vuelta y regresó a su puesto. La multitud se alegró y la banda empezó a tocar Las zapatillas doradas, giró, y prosiguió su marcha. El hombre de la multitud se unió a un abigarrado grupo de seguidores y trotó feliz detrás de la compañía.

—¿Qué demonios ocurrió? —preguntó Fletch.

—Ha sido un reconocimiento. El hombre era un candidato, y los Mimos lo han aceptado. Es uno de los afortunados.

—No me disgustaría saber algo más sobre todo esto. ¿Crees que podrías conseguir presentarme al capitán una vez que termine el desfile?

—No lo hagas. No te involucres para nada con los Mimos. Sólo sonríe y contempla la parada.

—¿Por qué?

—Olvida todo lo que he dicho.

Keith se concentró en lo que ocurría calle abajo, tratando de ignorarla de la mejor forma posible. El club de la Fantasía se aproximaba, todo él resplandor y destellos: avanzaban, se detenían, avanzaban de nuevo, siempre en esa peculiar medio danza, medio marcha, que practicaban. Era peculiar, se dio cuenta Keith, y extraño que hiciera falta una persona de fuera de la ciudad para que fuera consciente de un hecho tan simple.

La compañía del Payaso Rey se hallaba paralela a ellos y seguía su desfile, cuando la mano enguantada se alzó de nuevo. Se volvieron hasta quedar de cara a la multitud. El Payaso Rey se metió entre los espectadores y se dirigió en dirección a Keith y Fletch. Dulce Jesús, rezó en silencio Keith. Que sea otro.

La muchedumbre se abrió y el Payaso Rey se detuvo ante Fletch y colocó las manos sobre sus hombros. Aguardó un latido de corazón. Entonces, se inclinó y la besó con delicadeza en ambas mejillas. Ella le sonrió entusiasmada y le hizo una reverencia. Él dio media vuelta como para marcharse.

Pero, en el acto, volvió a girar y, antes de que Keith pudiera reaccionar, las manos enguantadas se posaron en sus hombros, y se halló mirando de frente a los ojos inyectados en sangre del hombre. Keith intentó apartarse; sin embargo, varios pares de manos lo mantuvieron inmóvil. Podía ver el tejido del disfraz del Payaso, podía oler el alcohol de su aliento. La boca del hombre era una fina línea en su rostro pintado.

Lentamente, muy despacio, el Payaso Rey se inclinó y le besó en las mejillas.

Al instante, las manos que le retenían, los Hombres de Negro, el Payaso Rey, todo, desapareció. La banda se alejaba bailando, tocando La marcha fúnebre de una marioneta.

Los ojos de Fletch refulgían cuando empezó a pronunciar un comentario. Keith la cogió de la mano y tiró de ella hacia una multitud que se apartó de los dos. Fletch se resistió con una carcajada, y él tiró de su brazo con una ferocidad brutal.

¡Vamos!

—¿Qué ocurre?

—¡Cállate y corre!

Lejos de la calle Dos, la ciudad se hallaba prácticamente vacía. Por decreto, todos los ciudadanos debían, por lo menos, observar parte del desfile durante las horas que sus encargados de bloques les asignaran. En la práctica, casi todo el mundo permanecía hasta el anochecer para contemplarlo todo. Esto les favorecía —puesto que había muy poca gente que pudiera informar de la dirección en la que huían—; sin embargo, si alguien ya les estaba persiguiendo, también les hacía visibles desde larga distancia. Keith dobló una esquina y se topó cara a cara con un Hombre de Negro grande y turbado. Por un instante, pensó que estaba muerto; entonces, el hombre dio media vuelta y salió corriendo, otra víctima como ellos.

—¿Por qué corremos? —inquirió Fletch, jadeante.

—Porque intentan matarnos.

Ya no respondería más preguntas. Necesitaba todos sus sentidos para escapar.

Siendo un niño, había jugado a la Caza de los Mimos, tanto en el papel de víctima como en el de asesino; con tanta intensidad, que sólo era comparable con la realidad. Así que huyó de los muelles porque sabía que sería el primer sitio en el que buscarían los cazadores. Pasó al lado de salidas de incendios y ventanas de sótanos que tenían el aspecto de que serían forzadas para buscarlos. Los edificios altos de Rittenhouse Square le tentaron, pero supo que inspeccionarían las plantas superiores, deshabitadas, habitación por habitación, varias veces antes de que finalizara el día. Huyó hacia el norte y el oeste, hacia el Ayuntamiento de los Mimos, el antiguo museo de arte.

Sólo cuando alcanzaron su destino se dio cuenta de que había tenido uno en mente. Se trataba de un garaje de antes de la Fusión, con sus cinco niveles abiertos a los vientos que lo recorrían. Resollando, llegó a la escalera. Estaba demasiado oscuro y lleno de escombros como para dejar sus pisadas marcadas. Una vez dentro, podrían subir despacio e intentar recuperar el aliento. A medida que ascendían, Keith se lo explicó a Fletch lo mejor que pudo.

El gobierno de la ciudad se había ido a pique después de los incendios y los asesinatos ocasionados por el pánico de las evacuaciones producidas por la Fusión. No existía ninguna ayuda que pudieran recibir por parte del estado, que acababa de perder su capital y la mayor parte de su territorio; o de los federales, que estaban ocupados con varios millones de refugiados. La autodestrucción de la ciudad de Nueva York en la orgía de desmanes e incendios causó una depresión mundial.

El único poder organizado que no se había desmoronado en la ciudad eran los clubes de los Mimos. Lo cual resultaba una ironía, ya que apenas tenían alguna organización. Los clubes existían con el solo objetivo de preparar una compañía para desfilar el día de Año Nuevo, y eran independientes entre sí. Cooperaban, pero poco; no tenían juntas de gobierno, autoridades máximas o una cadena de mando. Cada club respondía ante sus propios miembros.

No obstante, cuando los gobiernos, las organizaciones fraternales, las de caridad y el crimen organizado fueron desapareciendo debido a que no había forma alguna de mantener sus estructuras, los Mimos resistieron. Existían únicamente porque lo deseaban. Estaban al margen de la coacción o la recompensa. Las fuerzas que habían destruido su ciudad no pudieron doblegarlos.

Todos los clubes estaban compuestos por grupos vecinales, y sus miembros, con raras excepciones, eran hombres honrados. Cuando los últimos de los hospitales iban a quedar inutilizados, varios clubes se unieron para desfilar y recaudar dinero para mantenerlos en funcionamiento. Cuando no quedó policía, organizaron una fuerza de voluntarios que patrullara los barrios.

Antes de que transcurriera mucho tiempo, los Mimos controlaban la ciudad, y poco después se dieron cuenta de ello. Los comités informales de planificación se hicieron un poco menos informales. Los capitanes de los clubes se adjudicaron varios de los atributos de los señores feudales, aunque la mayoría eran elegidos por sus miembros.

El Beso se instauró como una forma de aislar de la población a los mutantes y a los portadores de enfermedades genéticas; y la Cacería se inició a regañadientes, cuando quedó claro que el ostracismo público no siempre era suficiente. Al comenzar las epidemias, se fue ampliando hasta incluir a aquellos que se negaban a vacunarse. Finalmente, se comprendió el potencial que poseía como instrumento político, y ya no se dieron más explicaciones.

El techo estaba frío y rugía el viento. Keith se deslizó hasta la cabina de herramientas que había en el centro y le indicó a Fletch que le siguiera.

La puerta se hallaba cerrada con un candado del tamaño de su puño, incrustada con innombrables corrosiones.

—Tira hacia arriba de la esquina derecha de la puerta. Él cogió la esquina opuesta y tiró al mismo tiempo que ella. Después de un titubeo inquietante, la puerta se apartó del marco y se abrió, dejando un agujero lo suficientemente grande como para que ellos pudieran entrar.

Keith se metió primero y, cuando Fletch se hubo arrastrado tras él, cerró la puerta con la palma de la mano.

—Cuando era niño encontré aquí una caja de clavos pequeños —explicó—. Estaban oxidados, pero los pude vender por unos centavos. Probablemente, nadie ha descubierto la forma de entrar.

—Muy inteligente. Ahora que nos encontramos atrapados aquí, ¿cuál es nuestro siguiente paso?

—Mira, creo que de momento lo he hecho bastante bien —replicó Keith, enojado—. Por lo menos, hemos ganado algo de tiempo para pensar. —Recorrió la cabina, no muy amplia, unos dos metros o dos metros y medio, tanteando con cuidado con los pies por encima de los sacos rotos que cubrían el suelo—. ¿Por qué no piensas tú en algo? ¡Eres tú la que me metió en este embrollo, Señorita Periodista de Mierda!

—Así que estás al tanto de eso.

—Bowles te revisó los bolsillos. ¡Jesús!… ¿En qué clase de monstruosa historia estabas trabajando para irritar tanto a los Mimos?

Hacía frío en el interior de la desvencijada cabina. Una luz muy tenue se filtraba a través de los agujeros de clavos vacíos en el techo. Pudo ver que Fletch le observaba con calma, una difusa figura gris.

—¿Podríamos subir furtivamente a bordo de uno de los barcos con destino a Boston?

—¿Podríamos subir furtivamente a bordo de uno de los barcos con destino a Boston? —imitó él con amargura—. No, no podríamos. Habrá una patrulla de Mimos en cada… ¡No puedo creer cómo has jodido toda mi vida! ¿Sabes?, me iba bien hasta que apareciste.

—Keith —dijo Fletch con voz tranquila.

—¡Por lo menos no tenía a media Filadelfia tratando de acribillarme!

—Keith.

Él se detuvo y la miró.

—¿Sí?

—Deja de quejarte y dime cómo vamos a salir de aquí con vida.

Furioso, se metió las manos en los bolsillos. Había un puñado de objetos metálicos, unas pocas monedas de cobre, uno o dos clavos que aún podían servir para algo…, y su llavero.

—Mierda sagrada —susurró. Extrajo el llavero y, con gesto de triunfo, separó la llave de su camión cisterna—. Eh, quizá todavía no esté muerto.

Se rio en voz baja mientras sus dedos acariciaban una y otra vez el trozo de metal que podía llevarle hacia la libertad.

—Déjame ver.

Fletch chasqueó dos veces los dedos y alargó la mano. Por su expresión, Keith se dio cuenta de que ella había adivinado su plan.

Volvió a guardarse las llaves en el bolsillo.

—Olvídalo, tigresa. No confío en ti. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que deba llevarte conmigo. Hasta ahora, sólo has sido un peso muerto en esta excursión. Quizá me vaya mejor si no te tengo a mi lado.

Se produjo un breve silencio.

—Ya veo. —Algo crujió en la penumbra—. Quieres tu recompensa.

Con un leve sonido, el caftán de Fletch cayó al suelo.

—Yo no…, ¿qué quieres decir?

Fletch dio un paso, los ojos fijos en los de él, su voz con una calma preternatural.

—Bien, ya puedes tomar lo que deseas, ¿verdad? No nos encontramos en una situación en la que pueda gritar pidiendo auxilio.

—Eh, yo…

—Es comprensible. Eres un hombre, y me tienes aquí, sola contigo, en un lugar del que no puedo escapar. Ocurre siempre.

Ella ya se hallaba muy cerca. Keith se apartó.

—No lo entiendes. Has tergiversado mis palabras.

La expresión de ella exhibió burla.

—Eres un hombre, ¿no es cierto? Quiero decir…, todavía se te levanta.

Enfurecido, Keith la cogió de los brazos. La tela crujió bajo sus dedos coléricos. Durante un instante, la escena quedó congelada; luego, él la soltó y dejó caer la cabeza, avergonzado.

—Eh, lo siento —se disculpó—. De verdad que no quería…

—Oh, ven aquí. Lo atrajo de nuevo hacia ella.

El acto sexual casi fue tierno. Fletch extendió su caftán para protegerles de los helados sacos del suelo, y se desvistieron arrodillados sobre él, quitándose mutuamente las ropas prenda por prenda, tirándolas a un lado. Parte de lo que hicieron resultó un descubrimiento para Keith; sin embargo, por su falta de comentarios crueles y por su respuesta realmente apasionada, supuso que ella no lo notó.

Cuando acabaron, Fletch tiró del caftán y los dos se arroparon con él, empleándolo como una manta gruesa y pesada. Se estaba bien dentro; y, entrelazado en los brazos y piernas de Fletch, Keith se sintió extrañamente a salvo y seguro de sí mismo. Alargó un brazo al aire y experimentó un impulso repentino e infantil de gritar o reírse de júbilo. Fue un impulso que no se atrevió a expresar.

—De cualquier modo, te habría llevado conmigo —dijo, sin saber si era verdad—. Realmente, no tenías necesidad de… ya sabes.

Fletch le tapó la boca con un dedo.

—Es mejor de esta forma. Ahora podremos funcionar como un equipo.

—Un equipo —Keith pronunció las palabras con cuidado, escuchando su textura—. Sí, es cierto. Un equipo.

Varias horas después de medianoche emprendieron la marcha. Avanzaron con cautela por entre las calles, con cada sentido alerta, evitando las zonas muy patrulladas. Requirió un gran esfuerzo andar despacio, no encorvar los hombros y saltar de sombra a sombra.

El camino elegido fue largo y en círculos, en apariencia interminable, debido a que no se atrevieron a cortar por los barrios no vigilados de la ciudad. La mayoría de los cazadores estarían concentrados en ellos. En su mayoría serían hombres jóvenes, ansiosos por ascender a la categoría plena de Mimos con una matanza confirmada.

Keith sugirió que Fletch se cogiera de su brazo y que avanzaran de forma lenta e insegura.

—Ésta es una de las pocas noches del año en la que se pueden ver a los civiles en la calle hasta altas horas —le explicó—. Todos estarán borrachos, y nosotros también hemos de fingir que lo estamos.

En la calle Walnut y la Veintitrés descubrieron a un cazador, su boina una mancha blanca en la oscuridad. Keith señaló e hizo un gesto amplio con los brazos. Fletch soltó una risita aguda y también gesticuló. Durante un momento, el hombre lejano les miró; luego alzó su rifle en saludo y se dio la vuelta.

—Desearía tener esa boina —comentó Fletch.

—Sí, bien, no vayamos a buscarla.

En Bainbridge, se dirigieron hacia el oeste. Bainbridge era una calle directa, en teoría, capaz de soportar el tráfico motorizado, aunque en la práctica era demasiado estrecha. Se habían construido cabinas destartaladas y extensiones de los edificios en las calles, haciendo que el acceso peatonal se convirtiera a veces en un sendero sinuoso entre paredes sin ventanas. Las puertas exteriores habían sido tapiadas con ladrillos. Las puertas de madera y de metal que daban a los patios interiores, por ley y por costumbre, no se cerraban esta noche del año. Sin embargo, aparecían silenciosas y oscuras. Muy de vez en cuando oían los sonidos apagados de una fiesta tardía. Aún más rara era la visión de una luz proveniente de una antorcha de metano o de una lámpara de aceite.

Continuaron con su pantomima de ebriedad, aunque ya no había nadie presente para verles. Apoyándose pesadamente en el brazo de Keith, Fletch murmuró:

—¿Cuánto nos falta?

—Casi nos encontramos a mitad de camino. Si nuestra suerte se mantiene…

—¡Eh… vosotros!

Se volvieron. Un hombre grande y pesado salió a la calle, cerrando ruidosamente la puerta de un patio a su espalda. Llevaba una boina blanca y cargaba con una estaca gruesa con algo curvo y parecido a una garra en un extremo.

Keith sonrió y, soltando a Fletch para poder extender los dos brazos en un gesto de bienvenida, gritó:

—¡Hey, paisano! ¿Cómo va la caza?

El hombre se detuvo a un metro de distancia. Su rostro era gordo y rubicundo, y mostraba la expresión beligerante de un borracho irritado. Mantenía su arma preparada… De cerca, Keith pudo ver que se trataba del gancho de un arpón sujeto a una pieza adecuada de madera. El que no fuera un arma sofisticada era una mala señal. Significaba que no estaba subvencionado por ninguno de los clubes, que había pagado para lucir la boina blanca durante una noche, y que estaría ansioso por recuperar su dinero.

—Permaneced inmóviles mientras os registro. —El cazador se inclinó hacia delante, escudriñando sus ensombrecidos rostros.

Keith empezaba a creer que podrían convencerle de que les dejara en paz. Era posible que el hombre se hallara demasiado borracho como para identificarle, que las sombras de la noche le confundieran.

—He oído que han cogido a tres en el Schuykill —comentó Keith con afabilidad—. ¿Participaste tú en alguna de esas cacerías?

El rostro del hombre seguía concentrado mientras repasaba mentalmente la descripción de víctimas que había recibido. En ese momento hizo una mueca y gruñó:

—He dicho que…

De repente, Fletch se adelantó, haciendo a un lado la estaca con un gesto casual de su brazo. Su mano libre se movió con una velocidad cegadora, impactando en el puente de la nariz del hombre, justo debajo de la frente y entre las cejas.

El cazador cayó al suelo como si le hubieran dado un mazazo. Su arma rebotó en el pavimento.

—Toma. —Fletch se inclinó sobre el cuerpo, le sacó la boina de la cabeza y se la pasó a Keith—. Póntela. —Extendió la mano para coger el garfio caído—. No te preocupes por él. Por la mañana estará bien.

Keith miró al hombre. No respiraba.

—Un infierno estará.

Fletch le metió la estaca en las manos y le ajustó el ángulo de la boina en la cabeza.

—Tal vez no… ¿Qué nos importa? Ahora…, ¿fingimos que yo soy tu prisionera, que me llevas viva?

—No —replicó Keith lentamente. Se obligó a apartar la vista del cadáver—. Las mujeres no pueden ser cazadoras; sin embargo, un montón de cazadores se llevan consigo a sus novias. Les fascina.

—Entonces sigamos nuestro camino. Oh… has hecho un buen trabajo, socio.

—Sí —dijo él—. Gracias.

Cuando consiguieron llegar al aparcamiento de la empresa, Keith estaba bañado en sudor. No volvieron a ser molestados; no obstante, aún sentía los nervios a flor de piel. Hilera tras hilera de camiones se extendían en la oscuridad; todos quietos. Se encaminó hasta el aparcamiento 23, depositó el garfio en el suelo y asió la fría manija de la puerta.

Sonrió y susurró:

—¿Sabes?, varias veces, durante el trayecto, pensé que no lo conseguiríamos.

Abrió la puerta de un tirón.

—Estúpido —comentó Jimmy Bowles—. Muy estúpido, hermano.

Keith, en un acto reflejo, se echó hacia atrás y quedó inmóvil. Bowles se hallaba sentado en la cabina, y tenía en el hueco de su brazo la escopeta de la empresa. Apuntaba directamente hacia Keith.

—Lo has estropeado de verdad —se maravilló Bowles.

En su regazo yacía una botella tapada, llena a medias. La etiqueta se había desgastado de las incontables veces que la había usado y rellenado.

Detrás de Keith, Fletch, muy lentamente, fue cambiando su peso hacia la otra pierna. La escopeta se movió en su dirección.

—¡No te muevas, zorra!

Las venas en la frente de Bowles sobresalían. Se pasó una mano por encima de las cejas y se secó el sudor. De repente, Keith se dio cuenta de que el hombre se encontraba en un estado profundo y peligroso de ebriedad.

Durante un instante, los ojos de Bowles miraron con ira a Keith; luego los bajó. Su rostro sufrió un extraño cambio de expresión, y pareció que estuviera a punto de llorar.

—Escucha, camarada, no sabía que te perseguirían. Creí que te hacía un favor. Cuando denuncié el asunto de los documentos de la tía, pensé que te echaba un cable. —Tanteó en busca de la botella y la descorchó con una mano—. Y entonces, unas pocas horas después, me citaron en el Ayuntamiento de los Mimos…, me vinieron a buscar en un coche, tío, ¿puedes creértelo?, para que contara de nuevo toda la historia a los peces gordos. —Tomó un buen trago de la botella, manteniendo la cabeza inclinada para vigilarlos con el rabillo del ojo—. Hice lo mejor que pude, tío. Les dije que tú no sabías nada; sin embargo, nadie me escuchó. Comentaron que era sospechoso que los dos durmierais juntos. Tío, yo no dejaba de decíselo…; pero Gambiosi repuso que no eras imprescindible. Así que se dio la orden de cogeros a los dos.

Mientras hablaba, Bowles dejó que la escopeta se apoyara lentamente contra sus rodillas. Tenía los ojos descentrados, medio perdidos en la introspección. Mentalmente, Keith respiró hondo. Se lanzó a por el arma.

Hubo el tiempo suficiente para fijarse en todos los detalles. El modo torpe en que se movió su cuerpo, nada ágil, nada receptivo a sus órdenes; más que saltar, cayó sobre Bowles. El modo en que la mano de Bowles se alzó de forma involuntaria, haciendo que el cañón formara una S irregular en el aire. El modo en que sus manos cogieron la muñeca de Bowles, más allá del frío acero, asiendo unos tendones viejos. Establecido el contacto, la mano subió hacia un costado, y la escopeta chocó duramente contra el salpicadero.

Keith se encontró boca abajo en el asiento, con el arma aferrada de forma histérica en ambas manos. La cogió por el cañón y luego por la culata. El silencio llenó sus oídos. Le palpitaban las palmas.

Jimmy Bowles le miró con ojos de idiota.

—Vamos, tío, no tenías que hacerlo —farfulló.

Fletch tocó el hombro de Keith y colocó una mano debajo de la escopeta. Él aflojó lentamente los dedos y dejó que la cosa cayera. Ella se la arrebató y la abrió. Después de un examen exhaustivo, la arrojó a un lado.

—La cargaste con un cartucho en mal estado. Si hubieras disparado, te habría explotado en el rostro.

Bowles la ignoró.

—Sabía que no podría hacerlo —comentó, casi para sí mismo—. Llévate el camión, tío.

Abrió la puerta y, tambaleándose, salió de la cabina. Dirigiéndole una mirada a Fletch, Keith se irguió, se colocó detrás del volante y metió la llave en la ignición.

Cuando salieron del aparcamiento, vio que Bowles se hallaba de pie, solo, en el número 23, llorando con lágrimas de borracho.

Rompieron la barrera a máxima velocidad, casi a 70 km/h, y las astillas de madera volaron tras ellos. Los Mimos de guardia, cogidos por sorpresa, dispararon una vez ya habían pasado. Tres balas atravesaron el armazón de la cisterna, produciendo unos ruidos huecos. Afortunadamente, el tanque iba vacío y el último cargamento que habían transportado no era inflamable. Algo rebotó en la parte inferior cuando los guardias trataron de reventar los neumáticos. Keith prosiguió la marcha.

Justo más allá de la zona limpia, algún payaso había escrito: CONTAMINACIÓN RADIACTIVA. CONDUZCA A TODA VELOCIDAD. Fletch señaló la pintada y se rio. Keith la miró con ojos horrorizados; apenas se hallaban fuera del alcance de los rifles.

—No te preocupes por mí —repuso Fletch—. Cuando logro salvar mi vida, siempre me siento eufórica. —Se rio entre dientes para sí misma.

—Bueno, espero que no tengas planeada ninguna acción que nos lleve a otra situación semejante. Eh… ¿qué te parece si circunvalamos Fily y nos dirigimos al sur? No me gusta la idea de adentrarnos en la Deriva.

—¿Se te ocurre alguna idea mejor para que no nos persigan? Hijo, sigue el consejo de una corresponsal de guerra veterana. Muévete deprisa y no mires hacia atrás. Eh, ¿no es aquí dónde chocasteis conmigo?

—No, está más adelante. —El camión ascendió a la cima de una colina y él le indicó la oscuridad de la izquierda—. ¿Ves ese resplandor azul más allá del horizonte?

—Sí.

Se trataba de una mancha extraña y ligera en la distante negrura. Ningún árbol la bloqueaba, y poseía una curiosa cualidad líquida.

—Es la radiación de Cherenkov. Durante la Fusión, quisieron sacar de ahí cinco camiones cargados de material radiactivo. La policía estatal los hizo regresar en alguna parte al norte de aquí, así que los metieron en las ciénagas. Producen una buena señal. Tu bici se encuentra un poco más allá.

—Bueno, pues mantén los ojos abiertos para localizar el sitio. Quiero recuperar mis alforjas.

Keith descubrió el agujero en el depósito de gasolina cuando se detuvieron para recuperar las alforjas. Un chorro de alcohol caía lentamente, gota a gota, de forma constante. Al parecer, la bala que penetró por la parte inferior del camión había lanzado una esquirla de metal a través del depósito y, en el proceso, también se cargó el medidor de gasolina. A ninguno de los dos se les ocurrió una manera de arreglarlo.

—Deberíamos dirigirnos hacia el este —sugirió Keith—. Alejarnos todo lo que podamos de la Deriva antes de que se agote el alcohol.

—¿Nos seguirán los Mimos al interior de la Deriva?

Keith lo pensó.

—Sí.

—Entonces, Nueva Jersey no nos vale. Vamos hacia el norte. El motor dejó de funcionar al amanecer. Keith dejó que el camión se deslizara hasta detenerse al lado de un pinar de achaparrados árboles que había a un lado del camino.

Los dos llevaban puestas sus mascarillas; habían apagado el reciclado en la parada que hicieron en el lugar del accidente con el fin de ahorrar combustible. Fletch salió de un salto, sacó el rifle que guardaba en sus alforjas y restalló:

—En marcha. Tú lleva las mochilas y yo abriré el camino. No pises la nieve… no nos podemos permitir el lujo de dejar un rastro.

Keith se echó las alforjas al hombro y la siguió camino abajo, aproximadamente un cuarto de kilómetro por el sendero por el que habían venido, luego ladera arriba por el lado opuesto del camión abandonado. En algunos lugares la tierra cedía bajo sus pies, haciendo que la ascensión resultara complicada.

A Keith le dolían los músculos por la tensión de haber conducido.

—Me vendría bien una o dos semanas en cama —dijo, no en plan de queja, sino como un simple comentario.

—Descansaremos en la cima de la colina. Ahora mismo, estamos totalmente expuestos.

Cuando pudieron detenerse, el sol había subido tres dedos por encima del horizonte y brillaba débilmente a través de las nubes. El cielo era blanco y gris, casi incoloro. Las interminables colinas que veían hacia abajo tampoco se diferenciaban mejor. Los dos fugitivos se acurrucaron detrás de un matorral espinoso al lado de una arboleda de abetos, cuyas agujas mostraban un claro tinte de color marrón. Transcurrió media hora.

—Ahí vienen —indicó Fletch—. Nos siguen el rastro. Escudriñó a través de sus binoculares, cuidando de mantenerlos en la sombra.

Con un rugido bajo, tres vehículos con tracción a las cuatro ruedas aparecieron a la vista. Avanzaban por la carretera en formación cerrada, y se detuvieron al lado de la abandonada cisterna. Salieron seis figuras oscuras y se acercaron al camión. Se movían con rapidez, alertas, manteniéndose cubiertos mutuamente durante todo el tiempo. Pasados diez minutos, regresaron a sus vehículos y bajaron por el camino bastante más despacio.

Fletch se incorporó.

—Ellos van por allí y nosotros por aquí —comentó satisfecha—. Vamos, muchacho. Ya sabes que hemos de recorrer muchos kilómetros antes de que podamos dormir.

Deambularon por un interminable camino de campo, dando rodeos para evitar los esporádicos montones de nieve. El sol se ponía. Keith pisó un matorral de aspecto canceroso; se inclinó dolorido para quitárselo de la bota y arrojarlo a un lado, al bosque sin vida.

—… nieve —comentó Fletch. Su voz sonó apagada por el nucleoporo, y Keith no pudo distinguir sus palabras.

—¿Qué has dicho?

—¡He dicho que es como la nieve! —Entonces, viendo la dificultad que tenía él en escucharla, retrocedió un paso—. Las explosiones de vapor salieron con la fuerza de géiseres. Lanzaron el material caliente a una altura suficiente para que los vientos lo cogieran; luego cayó como si fuera nieve. Y de forma dispersa, razón por la cual en la Deriva te encuentras con regiones desnudas y zonas calientes. Las grandes concentraciones aún son demasiado leves para que se puedan ver; pero las mides por los efectos que producen.

Se detuvo cerca de una vieja granja de piedra, protegida por unos árboles de aspecto sano, y realizó una rápida inspección con sus binoculares por todo el limitado horizonte que tenían.

Forzaron la puerta de la cocina y la bloquearon desde dentro con un viejo armario. El interior permanecía intacto desde la época de la evacuación. Los cigarros se descomponían en un humidificador que había sobre la nevera. El dibujo de un niño clavado a una madera se deshizo cuando Keith lo tocó.

En el salón había un hornillo de madera. A regañadientes, lo dejaron en paz y comieron lonchas de carne fría de unas latas que llevaba Fletch en las alforjas. Tenían que levantarse el nucleopor para cada bocado y volver a colocárselo de inmediato.

Cuando finalizaron, Fletch llevó las latas al exterior. Se detuvo en la escalinata de entrada y asomó la cabeza.

—Escucha.

Keith se le acercó y aguzó el oído. Pasado un momento lo percibió: un largo aullido casi musical. Una pausa, y se escuchó otro aullido débil en respuesta.

—Alguna especie de perros mutados —dijo Keith—. Los he visto. Son grandes animales peludos, parecidos a los lobos.

—En realidad, son híbridos…, un cruce perfectamente natural entre perros y lobos. Migraron desde Maine hace unos años, y ahora se extienden por la Deriva. Les deseo buena suerte.

Keith escudriñó a través de la noche, pero los árboles bloqueaban su visión; no tenía ninguna posibilidad de ver al animal.

—Híbridos, mutantes, ¿qué importa?

Fletch le miró boquiabierta.

—Os mantienen a todos vosotros en la ignorancia, ¿verdad? —Arrojó lejos de la casa las latas de carne. Cayeron causando un pequeño estrépito—. De las únicas mutaciones de las que has de preocuparte en la Deriva son las nuevas enfermedades que surgen cada año. Ahora quédate quieto y veamos si aparece a investigar el ruido.

Tiritando levemente, Keith le hizo caso. Pasaron los minutos, cada uno como una eternidad plomiza, y sólo la constante decisión de no ser superado por una mujer evitó que se rindiera y se metiera dentro.

Finalmente, se escuchó un crujido entre la maleza.

Algo se lanzó desde la oscuridad, en una carrera decidida y relampagueante. Al pasar, cogió con precisión las latas con la boca y desapareció, dejando tras de sí la impresión de irnos ojos pequeños y brillantes y un cuerpo peludo y chato.

—Un cerdo salvaje —comentó Fletch—. Ahí tienes un imitante. He diseccionado unos cuantos. Su apéndice está deformado y el estómago es…, bueno, digamos que su aparato digestivo es notablemente ineficaz. Razón por la que se ven obligados a comer mucho más de lo que devoraban sus antepasados. Siempre están al acecho de algo que ingerir, siempre hambrientos, y no me gustaría toparme con uno sin una buena arma. —Cerró la puerta—. Una vez vi una mofeta roja, aunque tampoco a ellas les veo mucho futuro.

Keith tapó la puerta otra vez con el armario.

—Bien, parece un sitio seguro…, por lo menos, el cerdo puede vivir en esta zona. Para mí ya es hora de irme a la cama.

Keith dio media vuelta. Fletch se había quitado la túnica y, en ese momento, se desabrochaba la camisa. Sus pechos eran pecosos y, al moverse, oscilaban de forma bonita. Keith los contempló, fascinado, preguntándose si de verdad quería hacer el amor de nuevo con esta mujer. La pasión de la noche anterior se apoderó con firmeza de su imaginación; sin embargo, estaba empañada por la vergüenza, como si hubiera hecho algo vergonzoso y sucio.

Fletch se arropó con unas mantas y le hizo un gesto para que durmiera a su lado y compartieran el calor de sus cuerpos. No obstante, cuando alargó una mano interrogadora, ella se giró y musitó.

—Esta noche, no, muchacho. Con la noche que pasaremos, por la mañana ya te encontrarás lo suficientemente tieso.

Keith se despertó sintiéndose medio mutilado. Fletch le sacó al camino antes de que dispusiera del tiempo adecuado para protestar. Pasaron horas sombrías en caminos tediosos que Fletch desentrañaba de un mapa que vendían en las gasolineras antes de la Fusión.

En una ocasión tuvieron que salirse del camino y ocultarse cuando un rugido distante les advirtió de la presencia de un vehículo. Lo vieron pasar; en los asientos iban dos Mimos asesinos. Y, más tarde aún, les atacó un gato salvaje, un animal de pelaje de color naranja descendiente de las mascotas domésticas. Se lanzó sobre ellos con un maullido cuando se detuvieron para almorzar, arrojándose sobre el rostro de Fletch. Se vio obligada a matarlo a golpes con la culata de su rifle.

Movió con la bota el pequeño cadáver.

—¿Ves ahí? —señaló—. ¿Esa pequeña inflamación del costado? Debió establecer su madriguera en un lugar caliente. Salió con la enfermedad de la radiación, y el dolor lo enloqueció tanto como para atacarnos.

Keith se sentó debajo de un manzano. Se inclinaba por encima del camino, cubierto de pequeñas flores blancas: una perversión de su programación biológica, ya que la helada mataría las flores mucho antes de que pudieran fecundar con el polen. Recogió su lata de judías y llenó la cuchara con la comida fría, contemplándola.

—Fletch —dijo, con voz cansada—, ¿cuándo vamos a salir de este lugar infernal?

Ella lo rodeó con sus brazos y lo abrazó.

—Vamos, vamos. No lejos de aquí tengo amigos. Conozco una pequeña comunidad de deriveños. Todos son proscritos y vagabundos, aunque, a su manera, son de fiar. Cuando lleguemos allí podremos descansar…; con suerte, quizá sea esta noche.

Pasaron dos días. Brillaba el sol del atardecer cuando llegaron a la boca de un estrecho valle. Abajo se veía un grupo de edificios del siglo XIX; de forma anómala, entre ellos se mezclaban dos o tres de mediados del siglo XX.

—Ahí está —comunicó Fletch.

Empezó a cargar su rifle con proyectiles parecidos a agujas.

—¿Cómo se llama? —preguntó Keith.

—Innombrado.

Keith no pudo dilucidar por su respuesta si la comunidad se llamaba Innombrado o si, sencillamente, carecía de nombre. No obstante, se sentía exhausto e impaciente después de tres días de marchas forzadas y noches sin sexo como para preguntárselo.

—No es gran cosa —comentó.

Fletch gruñó algo y puso el seguro a su rifle.

El arma era corta, más o menos del tamaño de una ametralladora recortada. La culata estaba tallada de forma que encajara en su antebrazo, el gatillo bastante arriba y el cañón, aunque era del grosor normal, poseía un tubo sorprendentemente pequeño. No por primera vez, Keith pensó lo bien que les hubiera servido en Filadelfia.

Después de una rápida inspección del valle a través de sus binoculares, Fletch se quitó la mascarilla y la guardó en el bolsillo de su túnica.

—El valle es uno de los lugares limpios de los que te hablé; sin embargo, deberías quedarte con la tuya puesta. Por las dudas. No obstante, cuando entremos, quítatela. Esa gente es susceptible. Habla lo menos posible. No critiques nada. No empieces ninguna pelea.

Keith miraba una vieja cabaña que había al final de un breve sendero a un lado del camino. Le faltaba una pared, y en su interior había una barra para arrodillarse. Parecía un altar. Donde debió haber un crucifijo, se veía pintado de forma tosca el resplandeciente logo de radiación.

—Vaya amigos.

Fletch alzó el rifle de forma que su cañón quedara apoyado contra su hombro, apuntando hacia el cielo. Le condujo por el camino descendente.

El grupo de edificios eran los remanentes de lo que un día fue el corazón de una pequeña ciudad industrial. Con el paso de los años, las casas exteriores habían sido desmanteladas pieza a pieza con el fin de abastecer a las fábricas, como leña y, a veces, sólo por tener algo que hacer. Lo único que permanecía ahora en pie era una miscelánea de viejas fábricas emplazadas a la orilla de un pequeño y veloz río. Cabañas y piedras abarrotaban las estrechas calles, formando una combinación entre una fortificación y un laberinto.

A medida que andaban se veían destellos de movimiento detrás de las ventanas, pálidos rostros hinchados que se asomaban unos segundos, igual que peces de colores nadando hasta la superficie de sus peceras para sumergirse otra vez de inmediato. Un anciano con una sola pierna y su única muleta festoneada con plumas y pequeñas calaveras talladas de mamíferos apareció por una esquina. Al verlos, sus ojos centellearon. Movió los labios, soltando una mezcla irreconocible de obscenidades y tonterías incomprensibles. Apresuraron el paso.

—Debe haber como un centenar de personas en esta madriguera —comentó Keith, perplejo—. ¿Qué hacen?

—Se ocupan de sus cosas. ¡Y ahora cállate!

El sinuoso callejón dio un giro y les llevó directamente hacia una antigua gasolinera. Las ventanas habían sido tapiadas, y torres de viejos neumáticos ocultaban casi por completo su parte delantera. Keith se preguntó que utilidad podía tener aquello para alguien, aunque no lo manifestó en voz alta. Una campanilla que pendía sobre la puerta sonó cuando entraron.

El interior era como la fantasía de una ratonera. Débilmente iluminado por lámparas de alcohol, se hallaba lleno a rebosar de muebles viejos, aparejos de pesca, instrumentos musicales, hornillos de leña…, infinidad de artículos, todos viejos y en mal estado, obviamente obtenidos de los saqueos a los hogares abandonados durante la Fusión. Una cara pálida y marcada por pústulas apareció entre las sombras de la parte posterior.

—¿Buscáis mujeres? —preguntó.

—Infiernos, no —contestó Fletch.

Guardó el rifle en su funda. Keith estuvo a punto de perder el equilibrio por el peso añadido. Se tambaleó y se recuperó al instante. El rostro avanzó y se convirtió en un hombre alto, de mirada perdida y vientre prominente.

—¿Proveedores? —inquirió.

Fletch le arrojó una moneda de plata y el hombre, de forma automática, la cogió al vuelo.

—Quiero dos cervezas y la comida que sirvas hoy.

El hombre los contempló en silencio, como si meditara en el significado de aquellas palabras. Finalmente replicó:

—Las mesas están detrás —y se desvaneció de regreso a la penumbra.

Mientras Fletch se encaminaba hacia las mesas, Keith permaneció inmóvil, escudriñando la diversidad de objetos. Descubrió un espejo y limpió su superficie. El reflejo que obtuvo fue sombrío. Unas líneas de crueldad circundaban su boca y una arruga atravesaba su frente. Parpadeó, intentando despojarse de la mirada salvaje de sus ojos. No sirvió de nada. Su mascarilla parecía proyectar una sonrisa. Se la quitó. Su cara estaba marcada con un triángulo rojo debido al contacto prolongado de la presión del nucleoporo. Recorrió suavemente con la yema de un dedo las líneas y se quitó el cabello de la frente. Seguía conservando el aspecto de un animal perseguido.

Inspiró una bocanada de aire que se metió tan hondamente en sus pulmones que, durante unos momentos, se sintió mareado. Al demonio, no pensaba volver a colocarse la mascarilla hasta que se marcharan.

—¡Susi!

Un hombre gigantesco, de barba negra, emergió explosivamente de los oscuros espacios traseros. Se lanzó hacia delante, rodeó a Fletch con los brazos y la alzó en el aire.

Keith, de forma instintiva, había buscado el rifle de Fletch, pero retiró la mano de la culata cuando oyó que ella se reía.

—¡Oso, viejo pirata! —Le devolvió el abrazo y le dio unas palmadas vigorosas en la espalda.

Acercaron unas sillas a una mesa, y Keith se les unió en silencio.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió Fletch—. ¿No tenías unos asuntos… —bajó la voz—… en la costa?

—¡Ja! Corría el riesgo de que me cogieran. Han creado una administración que persigue el contrabando, para lo que les va a servir. No obstante, tengo amigos, sí, y me advirtieron de que me fuera. —Giró la cabeza en dirección de Keith—. ¿Es legal?

Fletch se encogió de hombros y los presentó. Oso era aproximadamente de la edad de Fletch, tal vez un poco mayor, y tenía una barriga que se asomaba por encima de la mesa cada vez que se inclinaba hacia delante.

—Nos conocimos mientras cubría al Frente de Liberación Norteño —comentó Fletch—. Las guerrillas han establecido sus campamentos en la Deriva, lugar al que las tropas gubernamentales no van a seguirlos.

El hombre pálido les trajo las cervezas y dos cuencos con un guiso de aspecto aguado. Keith alzó la vista y vio que un enano entraba por la parte delantera y, al ver a extraños, comenzaba a darse la vuelta. Unos ojos vivos e inteligentes le miraron, y Keith se dio cuenta con un sobresalto de que el enano era joven, unos doce años, y que con toda probabilidad había nacido en esta comunidad de la Deriva. Un momento más tarde, tanto él como el camarero habían desaparecido, cada uno por su salida respectiva.

Oso dejó de hablar mientras estuvo presente el hombre pálido. Tras su marcha, añadió con rapidez:

—Escucha, Susan. Veo que piensas quedarte aquí para descansar uno o dos días; sin embargo, creo que quizá fuera mejor que tú y tu joven amigo aquí presente vinierais a mi cabaña.

Un perdido haz de luz destelló en un pendiente de oro entre su enmarañado cabello.

Fletch fue toda seriedad y atención.

—¿Por qué?

—Vine aquí hace dos días, a visitar a… —se mostró cortado—. Las chicas de atrás. Entonces aparecieron unos hombres, que hicieron algunas preguntas sobre ti. La mayoría de la gente pensó que se trataba de Proveedores y no quisieron hablar con ellos, pero…

—¿Qué son los Proveedores? —interrumpió Keith.

—Oh, estos ignorantes se lo creen todo. Se supone que los Proveedores traen el mal de ojo o algo parecido; que traen la muerte con ellos.

—No te preocupes por eso —restalló Fletch—. Continúa con tu relato.

Oso pareció aliviado de poder hacerlo.

—Así que decidí quedarme un poco, por si tú aparecías y podías necesitar algo de ayuda. Sin embargo, a mí me pareció que eran asesinos. Unos seis u ocho. Con acento sureño.

—¿Acento de Filadelfia?

—Sí, creo que sí.

—Mierda. —Sus dedos repiquetearon sobre la mesa—. Termina tu cerveza, Keith. Oso, ¿tienes todavía tu buggy?

—Ahí atrás. Y combustible de reserva también. ¡Soy un hombre rico!

El buggy no era más que una cabina abierta, con cuatro ruedas y un motor, y Oso lo conducía como un loco. Encogido entre Oso y Fletch, Keith se concentraba en mantenerse caliente, preocupado por primera vez ante la congelación. Los otros dos conversaban alegremente por encima de su cabeza, ignorando su presencia y su sufrimiento.

Al salir del valle, pasaron por otro altar que había a un lado del camino; más tarde, por un lugar donde un venado había sido desmembrado en la carretera misma. Sobre el asfalto habían dibujado con su sangre signos de carácter cabalístico. Oso hizo una mueca al verlos.

—¡Idiotas supersticiosos!

Finalmente, rugió.

—¡Ya hemos llegado!

Hizo trepar el buggy por un camino casi inexistente, atravesando una pradera, y lo detuvo debajo de un grupo de nudosos olmos. Mientras Oso cubría el vehículo con una tela, Keith buscó la cabaña con los ojos. No pudo verla.

—Por aquí. —Oso les condujo a través de los árboles y señaló con una mano enguantada—. ¿Os gusta? No es gran cosa, pero es el hogar, ¿eh?

La cabaña estaba construida en la ladera de una pronunciada colina. Sólo se veía una pared de troncos con una única puerta y una ventana, y un techo de tablas de madera.

Oso recogió un puñado de leña de una pila amontonada al lado de la puerta y les condujo al interior. Hablaba a toda velocidad, como si tratara de causar una buena impresión de la cabaña, cuyas virtudes apenas podían percibirse.

—La construí yo mismo —dijo—. Cavé en la colina, de modo que la tierra nivela un poco la temperatura exterior. Busqué un montón de espuma sintética y la coloqué entre la tierra y las paredes. No necesita mucha leña para calentarse. Sin nada, se mantiene a trece grados constantes. En verano e invierno.

—Muy bonita —comentó Keith educadamente, aunque no se lo parecía.

Fletch analizó la cabaña detenidamente, golpeando las paredes con los puños. Llegó hasta una puerta interior y enarcó una ceja.

—El sótano —explicó Oso, y Fletch sonrió.

—Así que ésta es tu mítica cabaña. En realidad, nunca pensé que llegaría a verla.

Examinó las estanterías, atiborradas de cajas y sacos, que cubrían todos los espacios libres de las paredes, mientras Oso sacaba cantidades prodigiosas de ropa de cama de varios baúles.

Echó una última carga sobre el suelo y luego se detuvo y miró con tristeza el montón que había creado, como si lo viera por primera vez.

—Quizá sea demasiado —musitó, con voz un poco cohibida.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Fletch con ingenuidad.

Sus ojos se encontraron, y ambos se echaron a reír de un modo cálido y relajado. Su risa cesó; pero sus ojos siguieron fijos el uno en el otro.

—Keith —repuso Fletch—. Tal vez te convendría dar una vuelta por los alrededores.

—Yo…

—Es una buena idea —confirmó Oso. Le arrojó el estuche de los binoculares de Fletch a las manos—. Mira el paisaje.

Le hizo un guiño amistoso, de leve complicidad, y empujó con suavidad a Keith hacia la puerta.

Keith trastabilló fuera. Alguien cerró la puerta con el pie a su espalda. Escuchó el inicio de una risa íntima, y se apresuró a alejarse.

Hacía frío. Un hilillo de humo ascendió por el tubo de la chimenea de la cabaña y desapareció a unos pocos metros en el cielo gris. Keith vagó hacia un lado y llegó a un barranco lleno de zarzas. Era infranqueable; arrojó una piedra al fondo, aunque no oyó el ruido en el agua.

Golpeó con un puño el nudoso tronco de un árbol. La madera se resquebrajó y cayó, dejando un agujero como el de un mordisco. Se sentía enfermo y confuso. ¿De verdad estaba celoso de un hombre que le doblaba en edad? Sólo había hecho el amor con Fletch una vez y, además, en condiciones especiales, con la muerte en los talones.

Llegó a la conclusión de que eso había sido todo. Únicamente hicieron el amor una vez; desde entonces, Fletch no volvió a mostrar interés alguno en él. En repetidas ocasiones se dijo a sí mismo que ella estaba demasiado cansada, o que poseía un impulso sexual que requería la presencia de un peligro inmediato para excitarla. Sin embargo, la reunión con Oso anulaba ambas teorías.

Si apartaba las excusas, sólo quedaba una respuesta: Fletch le había utilizado. Ella no sentía ningún interés sexual por él; necesitó una forma de salir de Filadelfia, y la compró.

Bueno, crece, muchacho, pensó. Bienvenido al mundo real.

Sin embargo, en su mente aparecieron los recuerdos de su carne, de su vigorosa unión; imágenes que en su momento fueron atractivas y que ahora le repelían.

Keith se alejó del barranco, intentando controlar sus pensamientos. En un esfuerzo por distraerse, se llevó los binoculares a los ojos y rastreó el horizonte. Debajo de las imágenes amplificadas de los árboles muertos y pelados por el invierno se movió algo. Una aguja. En el interior de los binoculares había una escala graduable, con un pequeño indicador rojo que se elevaba cuando los cristales se situaban en posición horizontal.

La aguja señalaba una posición que apenas entraba en la escala. Keith movió los binoculares, y la lectura se regularizó. Sube los gemelos al cielo, o bájalos hasta el suelo, y la aguja se hundirá debajo de la escala. Sujétalos con firmeza, y la posición se mantendrá constante, no importa adónde los dirijas, ya sea a unas rocas o a una colina, a la oscuridad o a la luz.

La vista a través de los binoculares se nubló, y fue reemplazada por una visión interior involuntaria de Fletch y Oso dándose mutuamente placer sobre el suelo de la cabaña. Keith parpadeó con furia, luego bufó, burlándose de sí mismo. Guardó los binoculares en su estuche y descendió un trecho por la pendiente. Sus pies se estaban entumeciendo. Saltó sobre el terreno, y deseó que los dos se dieran prisa y acabaran pronto.

Transcurrido un tiempo, Fletch apareció en el umbral de la puerta y le llamó con un gesto. Se dirigió directamente al hornillo de leña y se acuclilló ante él, extendiendo las manos para que se le calentaran mientras se las frotaba. No pudo evitar ver con el rabillo del ojo a Oso cuando se ponía los pantalones. El vello púbico del hombre era de un negro intenso en contraste con su blanca piel, y Keith tuvo que admitir lastimosamente que Oso se hallaba mejor equipado que él. No existía moraleja alguna que pudiera sacar de ello.

Durante el resto de la tarde y parte de la noche, Oso y Fletch discutieron con avidez sobre la política que se practicaba en la Alianza Greenstate y más al norte, y sobre los sucesos que acontecían en la Deriva. Keith escuchó en silencio, ya que no disponía de nada que aportar a la conversación. Aprendió algo; sin embargo, casi todo el conocimiento del diálogo dependía de sucesos anteriores que él no conocía, lo cual hizo que le resultara completamente incomprensible. Mientras ellos seguían con su charla brillante y relajada, se quedó dormido.

Algo rugió al pie de la colina, un inmenso ruido arenoso que subió a su intensidad máxima y comenzó a bajar de volumen hasta que fue desapareciendo a medida que se alejaba. Los ojos de Keith se abrieron. Era noche cerrada, y la cabaña estaba inundada de sombras grises.

—¿Fletch? —dijo—. ¿Oso? La cabaña se hallaba vacía.

Keith se dirigió a la puerta y permaneció allí, temblando de frío. Pendiente abajo, no se veía la sombra que debería ocupar el buggy de Oso. El ruido distante fue bajando de volumen hasta que ya no pudo oírlo. Le habían abandonado.

Atontado, regresó al interior, preparó un fuego y encendió una lámpara de alcohol. ¿Qué haría ahora? Se encontraba en algún lugar en el interior de la Deriva, no tenía ni la más mínima idea de qué caminos le podían sacar de ahí, y había un número desconocido de Mimos asesinos barriendo el terreno en su busca. Sus ojos fueron atraídos por un cuadrado de algo blanco.

Era una hoja de papel. Fletch había dejado sus alforjas abiertas y parcialmente vacías, con una nota encima de ellas. Habían roto la costura interior —tenía que tratarse de algo delgado y plano, levemente flexible, para que lo hubiera podido ocultar en ella— para sacar algo. El mensaje comenzaba sin ningún preámbulo.

Nos dirigimos a la costa… Oso piensa que puede meterme en un barco con destino a Boston. Sugiere que tú sigas hacia el norte. Te dejo la mayor parte de mis municiones y una pistola, cortesía de Oso. Los binoculares contienen un medidor de ionización…, no duermas en ningún lugar que señale más allá de la marca central. Te he indicado en el mapa el emplazamiento de Innombrada. Si no puedes descifrarlo, Oso volverá en uno o dos días y te podrá ayudar.

Furioso, arrugó la nota y la arrojó al suelo.

—Buen viaje, socia —gritó.

Las palabras parecieron tontas e infantilmente despectivas a medida que las pronunciaba. Respiró profundamente e intentó calmarse.

Para su sorpresa, no le resultó difícil. Existía una especie de satisfacción sombría al conocer lo peor: que había sido utilizado y luego descartado, que Fletch, como mucho, sentía por él un afecto pasajero, de la clase que uno puede brindarle a un perro perdido al que no tiene la más mínima intención de llevarse a casa. De alguna forma, soportaba mejor la certeza que la sospecha. Se arrodilló para hacer inventario de las posesiones de las alforjas.

Trabajó con energía, metiendo todo lo que pudiera necesitar y apartando aquello que no le serviría. No tenía cuchillo, por lo que se dedicó a rebuscar entre las posesiones de Oso hasta que halló uno —una especie de daga fabricada en Arkansas, con su funda de cuero— y se lo ajustó al cinturón. El contador de ionización le resultaría útil. Colocó con cuidado los binoculares al lado de la pistola y empezó a estudiar el mapa.

Keith acababa de decidir que lograría salir de la Deriva si conseguía regresar a Innombrada cuando escuchó otro ruido. Apagó la lámpara y salió al exterior.

Se escuchaba un profundo rugir que provenía de más allá de las colinas, un acorde cambiante de cuatro tonalidades bajas que se elevaban y descendían de forma independiente la una de la otra; un rugir bastante más intenso que los otros. Agazapado en el frío, intentó localizar la dirección del sonido. ¿El este? ¿El oeste? Producía ecos y rebotaba en las laderas rocosas, se alzaba y caía, por lo que no pudo fijarlo. Una luna pálida flotaba alta en el cielo, visible a intervalos infrecuentes a través de los agujeros de las nubes. El ruido fue en aumento.

Debajo, a la izquierda, se extendía un camino a través de un claro entre los árboles. Una sombra se deslizó por él. Keith cambió de posición, ocultándose detrás de una roca, y aguardó.

Un buggy derrapó hasta detenerse pendiente abajo, y dos figuras salieron de un salto. Ascendieron la ladera; una con pasos largos y ágiles, la otra rezagándose.

Tres sombras grises se deslizaron por la distante carretera. El rugido de los motores se elevó durante un momento, notas temblorosas que se unieron en un gemido agudo y furioso.

Keith apuntó a la que iba delante de las dos figuras que subían por la colina, y se preguntó si tendría el suficiente valor para disparar, para matar a un ser humano a sangre fría.

—Será mejor que tengas buenas armas en tu cabaña —dijo la figura que iba en vanguardia por encima del hombro.

Se trataba de Fletch. Keith bajó la pistola.

—Las tengo —respondió Oso, casi gritando—. De lo que no dispongo es de milagros.

—Conseguiremos los nuestros.

Pasaron corriendo a su lado; Fletch le dedicó una sola mirada fría y se metió en la cabaña. Keith guardó la pistola en el cinturón y les siguió.

Oso rebuscaba en un cajón enorme que había en una de las estanterías.

—Creí que había engañado a ese hijo de puta en el pueblo —gruñó—. Ten por seguro que no nos hubieran estado esperando sin su ayuda. ¡Bastardo! Si logro escapar, regresaré y acabaré con él.

Keith emitió una sonrisa sardónica.

—Bienvenida a casa, socia.

—Déjalo para después. ¿Qué tienes?

Oso seguía buscando en el cajón, tirando cosas al suelo.

—Granadas incendiarias. Una de esas ametralladoras israelíes de…, ¿cuál fue aquella guerra?

—Sucedió antes de mi época.

—Seguro que se trata de una pieza de museo. Sin embargo, funciona bien; tal vez la emplee.

—Os habéis metido en problemas, ¿verdad?

—Dame eso. —Fletch tendió la mano para coger un arma nueva que acaba de descubrir Oso—. Las manejo bastante bien.

La frialdad de Keith se evaporó a medida que los dos se armaban y no le prestaban ninguna atención. No estaba seguro de hallarse del lado de Fletch y de Oso; sin embargo, sabía que los Mimos no dudarían. Abrió la boca para ofrecerse voluntario y coger un arma.

En ese instante, el rugido de los vehículos que se aproximaban murió. Oso cogió sus armas y se lanzó hacia la puerta.

—Yo me ocuparé del lado izquierdo —comunicó por encima del hombro—. Explícale al muchacho cómo cubrirnos, y tú ocúpate del derecho.

—Entendido. —Fletch cogió su rifle y lo arrojó a las manos de Keith. Era extraño al tacto. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo dispararlo. Ella corrió algo que había a un lado de la culata—. De acuerdo, ya he quitado el seguro. El rifle está preparado. Quiero que te tiendas en el suelo de la parte de atrás de la cabaña…, están disparando colina arriba, así que probablemente las balas pasarán por encima de ti. Dispara al cielo, ¿comprendido? No intentes cargarte a uno cuando yo me encuentre en tu línea de tiro…, sólo ayúdanos a crear un poco de distracción.

—¡No me trates como a un niño, maldita sea! ¡Yo también puedo luchar!

—Muy bien. Esta cosa es un lanzador a compresión. Dispara pequeños cohetes; se encienden a medio camino del cañón, por lo que tiene un retroceso de mil demonios, recuérdalo. Los proyectiles golpean a velocidades supersónicas, y la onda de impacto destroza todos los órganos internos del cuerpo. Así que, si te ves obligado, no apuntes a un sitio especial, dispara-al centro del cuerpo. Allá donde contactes, es letal. Dispones de cien disparos, y no te olvides de guardarte el último para ti. Ponte el cañón en la boca y emplázalo hacia arriba. ¿Lo has entendido?

—Sí, claro —farfulló.

—Seguro que sí. —Le revolvió el pelo, corrió hacia la puerta y se situó detrás.

Una aguja de luz roja, tan breve que casi no estuvo allí, atravesó la cabaña, dejando un pequeño agujero chamuscado en la pared delantera y otro en ángulo con la posterior.

—Pistolas láser —bufó Fletch—. ¡Armas de niños!

Cambió de lugar.

Otras tres agujas de luz atravesaron la cabaña. Keith se arrojó al suelo en la parte trasera, tal como le habían dicho. Fuera cual fuese la extraña arma que estaba manejando Fletch, producía unos aullidos agudos, casi silbidos. Hubo una pequeña explosión, seguida del repiqueteo de la ametralladora de Oso.

Repentinamente, Keith recordó que tenía el rifle y, alzándolo, apuntó el cañón hacia la ventana. Apretó el gatillo, y la ventana explotó hacia el exterior en una nube de cristales y astillas del marco. Se escuchó un retumbar ensordecedor cuando el proyectil cruzó la velocidad del sonido; la culata golpeó contra el hombro de Keith, entumeciéndolo y haciéndole casi rodar. Disparó otra vez, enviando un misil a través del techo. Otro rugido que hendió el mundo.

Cayó una lluvia de yeso, tierra y madera astillada. En el techo apareció un agujero del tamaño de un puño gigante.

Cuatro líneas de luz láser nacieron y murieron, una detrás de otra. Keith retrocedió un paso, arrastrándose por el suelo y apoyando la espalda contra la pared posterior. Comprendió que Oso y Fletch habían tenido razón en dejarle atrás. Se hallaba confuso, casi dominado por el pánico, y no servía para nada en una batalla que requería un cerebro frío.

En algún lugar, Fletch y Oso corrían y gritaban. Sus armas repiqueteaban con sonidos altos y bajos. Una granada incendiaria explotó, haciendo que por un instante la noche se convirtiera en día, y se escuchó un espantoso aullido de mutilación.

A ciegas, Keith disparó otro proyectil, recordando justo a tiempo apuntar por encima del horizonte. Una explosión láser golpeó la lámpara de alcohol y la hizo estallar, derramando un chorro de alcohol sobre el hornillo de leña.

El líquido ardió con un fuerte siseo en el hierro candente del hornillo. Las llamas se alzaron hasta el techo y se extendieron por la pared. Un hilillo de gasolina que corría por el suelo de madera ardió y Keith intentó apagarlo inútilmente con su brazo. Las llamas crecieron y se expandieron.

Una y otra vez los haces láser atravesaron las paredes; sin embargo, tal como le prometió Fletch, siempre pasaban muy altos. La cabaña se estaba calentando y el humo se concentraba debajo del techo. Parte se deslizó fuera, a través del agujero del techo; no obstante, se generaba más antes de que pudiera dispersarse. La habitación se iba llenando de humo. Keith jadeó, ahogándose. Con. asesinos o no, tenía que salir de ahí.

Se arrastró hasta la puerta y, desde el suelo, espió fuera. No pudo ver nada. Surgió una breve ráfaga de disparos, y luego reinó el silencio. Vislumbró un destello rojo que pudo ser un disparo de láser. El sudor se acumulaba en su frente. Se acuclilló y se aprestó a correr.

La pared delantera ya estaba ardiendo. Mientras el calor comenzaba a quemarle, Keith, de forma involuntaria, recordó la última vez que llevó a su hermano a cazar ratas. Un grupo de niños del barrio había incendiado una casa abandonada en las afueras de Filadelfia. Rodearon el edificio, empuñando estacas y viejos bates de béisbol, a la espera de que salieran las ratas. Entonces, cuando las ratas se vieron obligadas a huir, enloquecidas por el dolor, con el pelaje ardiendo, se dedicaron a golpear de forma metódica a los animales hasta matarlos.

Sin embargo, una rata mutante, con el pelaje multicolor, corrió en línea recta hacia Joey y trepó por su chaqueta. Chillando con un terror frenético, clavó sus garras y mordió; Joey había caído hacia atrás, gritando de miedo. Keith, con un golpe salvaje de su palo, le quitó a su hermano la llameante rata de encima del pecho y, luego, la aplastó hasta que no quedó más que una mancha pulposa. Claro que aquello no ayudó mucho a Joey.

Keith corrió. Se lanzó hacia una repentina locura de ruidos y balas que hendían el aire, resplandores de luz y gritos coléricos. Se dirigió a un lado y se arrojó al suelo, dominado por el pánico. Cuando intentó distinguir a los combatientes, sus ojos sólo vieron círculos remolineantes; sus pupilas aún no se habían adaptado a la noche.

La oscuridad se convirtió en sombras inconexas. Creyó detectar movimientos allí y allí.

Apuntó el rifle hacia una súbita sombra abultada que distinguió pendiente abajo, y estuvo a punto de disparar antes de reconocer la silueta de Oso. Éste giró en redondo, y una astilla de luz atravesó limpiamente su pecho. Cayó.

En el mismo instante explotó una granada incendiaria, iluminando por un breve momento toda la pendiente. Keith pudo ver a dos de los asesinos. El más cercano bajaba corriendo y se detuvo, sorprendido, ante el súbito resplandor. Tropezó y cayó, y la pistola que llevaba escapó de su mano y se perdió en la noche.

Keith cargó contra el segundo asesino, que se hallaba en mitad de la pendiente, de cara al cuerpo de Oso. No recordó haberse puesto de pie; pero estaba corriendo, apretando el gatillo, lanzando disparo tras disparo, causando un ruido infernal pero que, con toda seguridad, no conseguía contactar con nada. El Mimo más cercano se arrastraba por el suelo, buscando a ciegas su arma.

Cuando pasó corriendo al lado del asesino, Keith lanzó varios disparos hacia el lugar en el que había visto al otro por última vez. Al llegar al sitio, lo halló vacío. Se detuvo, inseguro de cuál debía ser su siguiente paso.

Desde un lado escuchó un grito repentino y ahogado.

—¡Muchacho!

Giró en redondo, el dedo tenso sobre el gatillo. La luna se liberó de las nubes, inundando brevemente la ladera con una luz apagada. Vio a dos figuras oscuras que luchaban cuerpo a cuerpo; la más grande llevaba de forma inexorable su pistola láser hacia la cabeza de Fletch. Keith disparó su rifle.

Tan pronto como apretó el gatillo, Keith se dio cuenta de que el arma apuntaba a la persona equivocada de la pareja. Apuntaba a Fletch. Con un impacto demoledor, el proyectil adquirió velocidad supersónica.

La boca de Fletch se abrió y su cuello se arqueó hacia atrás, como si estuviera poseída por los espasmos de la agonía sexual. Su cabello rubio fluyó hacia delante, hacia atrás, azotó su rostro. Sus brazos se agitaron como los de una muñeca de trapo, con una fluidez imposible, cada uno roto en varios sitios. Cayó hacia atrás, muerta antes de que su cuerpo tocara el suelo.

Keith dio un paso titubeante, y el Mimo asesino retrocedió, recordándole a Keith su presencia. Los brazos del hombre parecían entumecidos por el shock recibido a través del cuerpo de Fletch. Pendían inertes a los costados.

Keith alzó su rifle y, como de forma distraída, destrozó al hombre. Se arrodilló al lado del cuerpo de Fletch.

Acarició con dedos vacilantes su rostro. Cuando los apartó, estaban calientes y bañados en sangre. Fletch acababa de sangrar otra vez —ésta, definitiva— por la nariz. Keith cerró los ojos y los volvió a abrir. Se sentía vacío, incapaz de creerlo…, totalmente carente de emociones.

Fletch estaba muerta.

Uno de los bolsillos de su túnica abultaba, y de él sobresalía el extremo de una caja de cuero. Sin ningún motivo en especial, Keith cogió el estuche, dejando huellas ensangrentadas en su superficie, y lo abrió. Los binoculares de ella. Le afectaron de una forma que su cadáver no había podido hacerlo. Habían sido de ella. Los había tocado y usado, se los había dejado durante un breve tiempo a su cuidado. Su espíritu se hallaba en ellos.

Escuchó cerca un sonido casi inaudible. Se extrajo de su fuga introspectiva y sintió un ligero temor. Como mínimo, uno, si no varios, Mimos asesinos seguían con vida. Se dirigió con decisión hacia la fuente de la que provenía el ruido.

Recorrió menos de veinte metros antes de llegar al cuerpo de Oso, que aún vivía. Su pecho estaba cubierto de sangre oscura, y su piel poseía una palidez terrible. Sus ojos se enfocaron en los de Keith; eran unos ardientes rescoldos de luz en un rostro moribundo.

—Maldito hijo de puta Proveedor. Tú… la mataste.

Las palabras fueron tan débiles que, un instante después de haber sido pronunciadas, Keith no habría podido jurar que las había escuchado. Quizás él mismo las inventara. El fuego se extinguió de los ojos de Oso y quedó definitiva, irrevocablemente muerto.

Keith sintió que en sus ojos se formaban lágrimas, enormes gotas saladas de un fluido cálido que resbalaron por sus mejillas y a lo largo del sello de su nucleoporo. No sabía si se debía a los binoculares o a la acusación de Oso; no obstante, la realidad de la muerte de Fletch, finalmente, se apoderó de él. Se llenó de lágrimas que estuvieron a punto de ahogarle; se quitó la mascarilla para coger una bocanada de aire fresco. Echó la cabeza hacia atrás y lloró.

Las lágrimas surgieron imparables; cuando las pudo contener, se sintió nuevamente vacío, frío y marchito en su interior. Tú la mataste, se dijo a sí mismo crudamente. Por despecho. Porque te sentiste rechazado y celoso. La mataste adrede y deliberadamente. Sin embargo, no pudo calibrar la verdad emocional de ese pensamiento. Debió tratarse de un puro acto reflejo, sus nervios tensos hasta el punto de quebrarse, no más que eso. La honestidad le obligó a admitir que no lo sabía.

Pendiente abajo, al pie de la colina, rechinó un motor que intentaba ser arrancado. Tosió y se estranguló una y otra vez, como si alguien demasiado ansioso por poner en marcha uno de los buggys lo hubiera ahogado. Tras una momentánea vacilación, Keith bajó corriendo por la ladera con pasos rápidos y largos, sin pensar en el peligro de una caída. Las ramas le azotaron el rostro, dejando marcas abiertas en su carne; pero no las notó.

Salió de entre los árboles y llegó hasta los vehículos en el momento en que uno de ellos arrancaba. Una corta carrera le llevó hasta el coche correcto; se detuvo y apuntó a la cara del Mimo asesino.

—Apágalo —ordenó con voz tranquila.

El Mimo le obedeció, y la noche se llenó de silencio. De cerca, Keith vio que el asesino era sólo un muchacho, incluso más joven que él. Por un momento no reconoció el rostro…, su subconsciente exigía que fuera una gárgola, un ogro, un monstruo que la realidad se negaba a proporcionarle. Sin embargo, se trataba de una cara familiar, una que había visto antes.

—¿Te asombra verme, Tony?

El muchacho, sorprendido, escudriñó sus facciones. Entonces, una amplia sonrisa hendió su delgado rostro, y se relajó visiblemente.

—¡Keith! Eh, tío…

Keith cortó las palabras apretando el frío cañón del rifle contra su cara, justo debajo de un ojo. La sonrisa se convirtió en estupefacción; luego, en miedo.

—¿Cuántos quedan de vosotros? —preguntó Keith. Vio cómo los ojos asustados trataban de concentrarse en el rifle.

—Ninguno, Keith, sólo yo. Yo soy el único. —Keith permaneció en silencio. Tony lo volvió a intentar—. Los mataste a todos… Puedo mostrarte los cuerpos. Mataste al capitán…

Se interrumpió cuando Keith deslizó el rifle con suavidad, acariciando la mejilla del muchacho con un lento movimiento circular.

—Bien —repuso con voz normal, al tiempo que una parte de su mente se ocupaba de alejar el recuerdo de la muerte de Fletch. Era como tratar de hacer retroceder el océano—. ¿Hay alguno de tus hermanos entre los muertos?

—No. —Tony hubiera seguido hablando, pero Keith le obligó a guardar silencio al rozarle otra vez levemente las pestañas con el rifle.

—De acuerdo. Ahora viene la pregunta importante. —Keith se detuvo—. ¿Por qué?

Tony parpadeó. Su frente brillaba por el sudor.

—¿Por qué? —repitió en voz baja.

—Sí, ¿por qué? —La voz de Keith se mantenía en calma, controlada—. ¿Por qué tú y tus amigos nos seguisteis hasta aquí? ¿Por qué os enviaron a matarnos?

—No lo sé.

Una furia instantánea se apoderó de Keith, el impulso de terminar con este horror matando al muchacho sobre el mismo asiento del vehículo. Logró dominarse; sin embargo, algo se debió reflejar en su rostro, ya que Tony cerró los ojos y mostró el aspecto de alguien que se estuviera preparando para morir.

—No se mata a la gente por simple diversión —replicó Keith—. Se tiene un motivo…, un jodido buen motivo. Así que cuando el hombre bueno te pregunte por qué, tú sonríes con educación y respondes la verdad. ¿Comprendido?

El muchacho comenzó a llorar quietamente; lentas lágrimas brotaron de sus ojos y descendieron por sus mejillas.

—De verdad, Keith, no lo sé. El capitán lo sabía, pero no nos lo dijo. Sólo nos comunicó que teníamos que liquidar a la mujer. Y que cualquiera que la acompañara también se iba con ella; pero que la peligrosa era la mujer, era a ella a quien debíamos liquidar.

—Matarla —corrigió Keith—. La palabra es «matar». Quiero oírte pronunciarla.

—M-matar —Tony casi se atragantó con la palabra, aunque se esforzó—. Eso es lo único que nos dijeron, de verdad; es lo único que sabía.

Keith retiró el rifle y emitió una risa falsa.

—Vamos a ver. Te dejaré vivir. Quiero que regreses a Fily y le des a tu padre un mensaje. ¿Podrás hacerlo?

El muchacho asintió.

—Estaba seguro de que sí. Comunícale a Gambiosi que le devuelvo a su hijo… vivo. Dile que te tenía a mi merced, pero que te devuelvo como un regalo. ¿Lo entiendes?

Otro gesto de asentimiento. Las mejillas del joven estaban húmedas.

—Y dile que tú no mataste a la mujer —Tony le miró—. Qué lo hice yo.

Keith aún sostenía los binoculares de Fletch debajo de un brazo. Los arrojó sobre el regazo de Tony.

—Dile eso a tus dueños. Explícale a Gambiosi que yo hice el trabajo sucio por vosotros…, ahí está la prueba. —Retrocedió unos pasos—. ¿Bien? ¿A qué estás esperando?

Las manos del muchacho lucharon con el encendido. El motor arrancó, y partió a toda velocidad hacia la carretera. Keith se quedó mirando cómo se marchaba.

Cuando amaneció, ya había conseguido arrastrar los cuerpos de Oso y de Fletch hasta los restos humeantes de la cabaña. Los colocó uno al lado del otro y, entonces, titubeó. Parecía como una violación de los muertos. Sin embargo, tenía que obtener una respuesta.

Abrió las ropas de Fletch y, con manos seguras, desabrochó su blusa. La carne de abajo mostraba un desagradable aspecto negruzco, debido al amoratamiento masivo que había surgido después de su muerte. Metido entre su cinturón, sobresaliendo por su estómago, había un portafolios de cuero. Lo sacó y le cerró de nuevo sus ropas.

Se apartó de los cadáveres y, con la espalda vuelta a medias, examinó el contenido del portafolios. Se trataba de manuscritos hechos a mano; sin duda historias en las que había estado trabajando Fletch, llenas de notas al margen y correcciones. Las hojas estaban arrugadas de ir entre su cinturón y, antes, ocultas en el forro de sus alforjas; sin embargo, seguían siendo legibles.

Keith hojeó los delgados manojos de papel titulados «Comunidades de la Deriva», «Mutaciones/Enfermedades», «Descendencia Mutagénica», y cosas parecidas. Mientras pasaba las hojas, dio con algo interesante: un puñado que llevaba la etiqueta: «Fila/Deriva». Metió el resto de los papeles en su funda y comenzó a leer.

Se trata del secreto mejor guardado de Filadelfia. El índice de mortalidad infantil no es un asunto que se inscriba en los archivos públicos. La gente desaparece en los hospitales y se filtra la noticia de que han muerto de «neumonía» o de «gripe» o de «supergripe». Ni una sola persona en un millar sospecha que Filadelfia se halla dentro de la Deriva.

Keith dejó de leer. Ahí tenía su respuesta. Aquí estaban las palabras que habían sellado el destino de Fletch, las palabras que, por sí solas, podían destruir Filadelfia.

En el manojo había una hoja más gruesa. Keith la apartó del resto. Era una copia del mapa de la Deriva que había sido trazado casi un siglo antes para los primeros informes oficiales que se redactaron sobre la Fusión. Había amplios rectángulos curvilíneos trazados alrededor del emplazamiento del reactor; el más externo apenas rozaba Filadelfia. Fletch había apuntado una docena de niveles de radiación en el mapa y vuelto a trazar la línea exterior. No cabía duda de que había hecho sus deberes, ninguna posibilidad de que estuviera equivocada.

Keith intentó imaginar el daño que causaría el artículo si se llegaba a publicar. En Filadelfia vivían más de un millón de personas, todas con un miedo mortal a la Deriva, todas aferrándose de forma supersticiosa a su ciudad como si se tratara de un refugio seguro, limpio y libre de radiación. Trató de imaginarse a ese millón de personas, la mayoría a pie, saliendo de Filadelfia, poseídas por el pánico, atestando los puentes de Nueva Jersey, cayendo sobre las tierras de más allá como una plaga de langostas. Los Estados Unidos ya no eran una nación rica; toda su opulencia se había perdido en los turbulentos años posteriores a la Fusión. No existirían campos de refugiados para los nuevos fugitivos; únicamente ametralladoras para segar esa repentina amenaza a una economía precaria.

Se trataba literalmente de algo inimaginable. Y los únicos que contenían la información eran los Mimos, con su embargo sobre los artefactos de alta tecnología, como los medidores de ionización, sus espías y su sigiloso terrorismo.

Keith comprobó su rifle, bajó treinta metros por la colina y se acomodó la culata al hombro. Entrecerró un ojo y apuntó justo por encima de las ruinas de la cabaña. Notó la sacudida.

Uno tras otro, disparó los proyectiles contra la tierra, hasta que el cargador se vació y la ladera —ya fuera por los mismos misiles o por las estruendosas reverberaciones— se derrumbó sobre los cuerpos de sus antiguos compañeros.

No existían palabras que valiera la pena pronunciar. Una vez cumplido con su deber, Keith dejó caer los papeles al suelo y comenzó a descender más allá de los cuerpos de los Mimos asesinos caídos. No había andado mucho antes de que se le ocurriera una idea; regresó, y cogió de nuevo las historias.

Las sopesó en la mano. Si sabía cómo emplearlas, ahí había poder. No se engañaba a sí mismo. La política y la adquisición de poder le resultaban completamente desconocidos. Pero aprendería.

Mientras arrancaba su buggy, Keith volvió a notar la irritación que le causaba su nucleoporo. Se lo quitó y lo dejó en el asiento de al lado. Ahora apenas tenía importancia.

Cambió de marcha e inició el largo viaje de regreso a casa, a Filadelfia.

El Día de los Mimos transcurrió soleado y con un cielo azul. Keith se hallaba entre la multitud; de vez en cuando, golpeaba los brazos contra su chaqueta para alejar el frío. No le sorprendió cuando el Club de Fantasía de Center City se detuvo delante de él, ni se mostró ansioso cuando el Payaso Rey se encaminó directamente hacia donde se hallaba de pie.

Las enguantadas manos del Payaso se posaron sobre sus hombros, y Keith miró los ojos inyectados en sangre del hombre. Podía oler el licor en el aliento del capitán. Hubo un instante de absoluta quietud y, luego, ¡plasplasplas!, y ya había sido palmeado, y el Payaso Rey se alejaba a grandes zancadas. Keith corrió para unirse a la chusma que seguía feliz a la compañía. La multitud dio vítores.

Ya era un Mimo.