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KATHIA

Habían pasado veinticuatro horas. Cristianno llevaba todo un día encerrado en aquel sarcófago, dentro del panteón Gabbana.

Demasiado tiempo separados.

Demasiados minutos de dolor.

Acaricié la barandilla de la azotea de la casa de Carlo.

Puede que la casa no fuera muy alta, apenas unos quince metros, pero sí lo suficiente como para… no sobrevivir al salto.

Coloqué un pie sobre uno de los abalorios de forja, me impulsé hacia delante y pasé una pierna. Después, hice lo mismo con la otra y fui dándome la vuelta hasta quedar de espaldas al balcón, con los brazos sosteniendo mi peso y los pies apoyados en el fino bordillo.

Solté el aliento. Todo era muy distinto desde esa perspectiva. Era increíble que avanzando unos centímetros las cosas tomaran un matiz tan diferente, mucho más real. Como si formara parte de todo y nada al mismo tiempo.

Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos aflojando los dedos. El viento se coló entre ellos y me rodeó dulcemente, agitándome el cabello. Aflojé un poco más. Pronto, caería al vacío, y esperaba que el golpe fuera lo suficientemente grave como para provocarme una contusión mortal.

Sí, lo conseguiría. El viento estaba a mi favor, intensificaría la caída.

Pero no conté con la explosión de cristales que se dio en uno de los ventanales que había tras de mí.

Alguien venía a salvarme. Otra vez.

Me solté…

… y Enrico me capturó al vuelo, provocando un desagradable crujido de huesos en mi brazo.

Me estampé contra la fachada y solté un gemido, más por el vértigo que me había provocado la maniobra que por el dolor.

Los dedos de Enrico se cerraban desesperados a mi muñeca, tanto que por ellos ya no corría ni una pizca de sangre. Se le marcaban las venas y los nudillos casi parecían que se saldrían de la piel blanquecina.

Él esperó que me agarrara, pero no lo hice. Me sacudí, zarandeando todo mi cuerpo para que me liberara, pero me sostuvo con más fuerza. Lo que me hizo recurrir a empujar sus dedos con la mano que me quedaba libre.

—¡Suéltame! —grité.

—No dejaré que caigas, Kathia —masculló Enrico.

Reaccionó rápido. Me capturó del otro brazo y tiró de mí con una fuerza salvaje que nos arrastró a los dos. Segundos más tarde, estaba tirada en el suelo, con Enrico a mi lado rodeándome con los brazos. Su aliento acelerado rebotaba en mi cuello y su pecho se contraía cada vez que inhalaba.

Y entonces supe que él me había salvado la primera vez.

—Fuiste tú, ¿verdad? —hablé entrecortada y con el corazón a mil revoluciones. El vértigo corría por mi cuerpo, oprimiéndolo todo.

—Si mueres, ¿qué sentido tiene todo, Kathia? —dijo con una voz a medio camino entre la ironía y la ansiedad.

—No dejarás que lo haga —resollé cerrando los ojos.

Que duro fue descubrir que ni morir podría; mi destino era consumirme día tras día.

—No al menos hasta que te conviertas en una Bianchi —me susurró al oído—. Después, podrás reunirte con él, mi amor.

Abrí los ojos de súbito.

LA HISTORIA CONTINÚA…

MUY PRONTO.