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KATHIA

Giovanna no mintió cuando dijo que me llevaría al cementerio. Dios sabe que esperé que lo hiciera, pero me equivoqué. Apareció a primera hora de la tarde envuelta en un bonito gabán negro y con una bolsa entre las manos. No me miró, al menos no de frente, cuando me la entregó. Había tenido la extraña amabilidad de traerme algo de ropa… acorde al entierro.

Minutos más tarde, nos montamos en el coche que esperaba en la entrada del hospital y pusimos rumbo al cementerio. Ignoro el tiempo que tardamos en llegar, siquiera si la radio estaba encendida.

Solo recapacité cuando vi la verja, cuando noté que no podía moverme. Le envié a mi cuerpo todo tipo de órdenes, pero ninguna sirvió. Completamente paralizada, miraba por la ventana el paisaje del camposanto asimilando el silencio y la apacibilidad que emitía y que contrastaba con mi interior. Cerré los ojos y me esforcé por no llorar delante de Giovanna, pero ya me había visto hacerlo. ¿Qué más daba?

Su mano envolvió la mía y no sé qué me exasperó más: sí que me tocara o que me reconfortara su caricia. No entendía como Giovanna estaba logrando aquello.

—¿Quieres que te acompañe? —murmuró buscando mi mirada.

Opté por alejarme de ella y enviarle una ojeada. Puede que tuviera buenas intenciones, pero no estaba dispuesta a descubrirlo.

—Ni se te ocurra acercarte al panteón —mascullé—, ¿me has entendido?

Tragó saliva y asintió lentamente con la cabeza, comprensiva.

—Te esperaré en el coche, entonces —dijo.

Acaricié la maneta antes de abrir la puerta y salir al exterior frío, húmedo. Tremendamente, taciturno.

SARAH

El traslado de la iglesia al cementerio fue horrible, pero el silencio lo fue todavía más. Solo se escuchaban gemidos y sollozos, y en algunas ocasiones, cuchicheos trastornados. Nadie entendía lo ocurrido, no se explicaban que estuvieran enterrando a Cristianno Gabbana…, y yo no podía creer que me estuviera despidiendo de él… para siempre.

Una fila de coches se detuvo en la entrada del cementerio. Habían asistido tantas personas que me parecían imposibles de contar. Ninguna de ellas entraría en el panteón; eso solo se le reservaba a la familia más directa, el resto esperarían fuera en signo de duelo. Así que decidí hacer lo mismo. Puede que la familia me hubiera admitido en su seno y aceptado como una más, pero no me veía con autoridad para entrar en el panteón.

Yo no era una Gabbana.

Me apoyé en un banco y me quedé mirando la fachada de aquel mausoleo. Era enorme, el más grande del lugar, y el más… hermoso. Puede que allí yacieran los cuerpos de los componentes de la familia, pero estaba tan cuidado y mimado que casi parecía un hogar de piedra maciza.

Ofelia apareció, seguida de su marido, Domenico. No se molestó en hablarme cuando me cogió de la mano y tiró de mí hacia el interior de panteón. Nos llevó hasta uno de los rincones y se aferró a mí como si eso fuera lo único que le hacía mantenerse en pie. Yo apreté su mano fría y temblorosa, demostrándole que no la soltaría hasta que ella me lo pidiera, y la miré, pero Ofelia no hizo lo mismo. Estaba concentrada en la entrada. Sus pupilas titubearon y se humedecieron casi al mismo tiempo, supe lo que había llegado el momento.

El final de Cristianno.

Los hombres de la familia colocaron el ataúd dentro de un sarcófago de piedra que había dispuesto en el centro. El mismo lugar donde Fabio había estado hasta hacía apenas unas horas. Los Gabbana tenía por costumbre honrar a sus fallecidos de esa forma: colocándolos sobre una especie de altar hasta la misa del primer mes. Después, los transportaban a su lugar.

La madera rechinó al tocar la piedra y tuve un escalofrío claustrofóbico. ¿Cómo podía ser que Cristianno estuviera allí metido? Él se agobiaba con los espacios reducidos…

Que estúpida fui al pensar en ello… porque fue lo que dio pie a las lágrimas. Pensar en su cuerpo, completamente quemado y aprisionado en aquella caja, me estaba volviendo loca. Pero también sentí la furia al ver que Enrico había sido uno de los hombres en transportar el ataúd. Para colmo, parecía entristecido por el suceso…

Maldito bastardo, traidor.

Taparon el sarcófago y creí que desfallecería al ver su nombre grabado a fuego en aquella piedra.

Cristianno Gabbana Bellucci.

13 de julio de 1995 − 28 de febrero de 2014.

Dios mío, ni siquiera cumpliría los diecinueve…

Percibí unas miradas. Enrico estaba tan concentrado en mí que casi creí ver al mismo hombre del que me había enamorado, pero no me mentiría. Ya no conseguiría nada mirándome de aquella forma. Tragó saliva y asintió la cabeza antes de colocarse al lado de Mauro. El por qué hizo ese gesto, aun no lo sé.

De repente, el lugar enmudeció. Todos empalidecieron. Ofelia ahogó una exclamación y tembló bruscamente. No sabía lo que había producido aquel estado en los presentes hasta que miré hacia la puerta.

Kathia estaba allí, concentrada en el altar que tenía justo enfrente.

Nadie se movió, no se oía absolutamente nada, ni siquiera la respiración. Solo éramos capaces de observar a Kathia y el aura de puro sufrimiento que arrastraba consigo.

Jamás creí que el dolor tuviera forma hasta que la vi caminar. Arrastraba los pies como si en cualquier momento fuera a salir de su cuerpo, con los brazos tiesos a cada lado y las manos cerradas en puños. Su rostro… no tenía color, solo el amoratado de sus profundas ojeras y alguna que otra herida, y el gris resplandeciente de su mirada había sido sepultado por un intenso enrojecimiento y una evidente hinchazón. No había vida en aquellas pupilas, aunque ella continuara respirando.

Rozó la piedra con la punta de los dedos mientras bordeaba el sarcófago, pero aquello fue demasiado. Se tambaleó y cerca estuvo de caer al suelo, pero Silvano salió en su busca y la rescató a tiempo. Tan débil y empequeñecida, casi parecía que iba desaparecer de entre los brazos de… su tío.

Ella le miró, completamente ida. Puede que su cuerpo estuviera allí, pero con aquel gesto todos supimos que su alma se había ido… con Cristianno. Ya nada quedaba de Kathia.

Regresó a la piedra y Silvano la liberó lentamente, antes de volver junto a su esposa. Lo que le permitió a Kathia abandonarse a la debilidad de sus piernas e hincarse de rodillas en la madera del altar. Esta vez Silvano no hizo nada, porque supo que no serviría de mucho.

Kathia arrastró los dedos al nombre que había grabado… y comenzó a perfilar cada letra hasta que… se hirió. La piedra le produjo un corte en la palma de la mano y la sangre que se le escapó se coló tímidamente entre los surcos. Pero nadie se sobresaltó por aquello, porque el grito devastado y desgarrador que profirió fue mucho más importante.

Se inclinó hacia delante, apoyando su pecho sobre la piedra, como si estuviera abrazando lo que quedaba de Cristianno.

No pude soportarlo más. No quería seguir mirando, pero me equivoqué al desviar mis ojos. Ellos solos fueron a parar a… Enrico.

Observaba a Kathia con tanto dolor…, tan desamparado que…

No podía ser. Aquellas miradas no podían pertenecer a una persona… malvada. Dios mío, ¿qué ocurría? ¿Quién era Enrico?

Miró a Mauro y le hizo un gesto con la cabeza. No entendí nada hasta que Mauro comenzó a caminar hacia Kathia. Rodeó su cintura y la levantó del suelo con una suavidad maravillosa. Ella se dejó llevar, con los brazos y las piernas fláccidos y sin fuerzas para erguirse. Supe que su primo la sintió débil. Frunció el ceño en un gesto apesadumbrado y la levantó en vilo, cobijándola entre sus brazos protectoramente. Casi creí ver a Cristianno en él.

Les seguí fuera del panteón tras sugerírselo a Ofelia con la mirada.