SARAH
Reconocí esa sensación. Ya la había sentido antes. Cuando mataron a mi abuela ante mis ojos. La única diferencia era que, esta vez, disponía del tiempo suficiente para saborear cada fracción de dolor con absoluta conciencia.
Tuve un espasmo, y después otro… y otro… Mi sangre dejó de fluir, se paralizó comprimiendo todo a su paso. Sobrepasé la línea del colapso sintiendo como unas pequeñas descargas me recorrían entera y devoraban todos mis sentidos.
Pero…daba igual la desolación que hubiera a mi alrededor, o que el salón estuviera lleno de gente —conocida o desconocida para mí— llorando, abatida y devastada por la muerte, tan inesperada como brutal, de uno de los suyos.
Daba igual cualquiera de esas cosas,… porque de mis ojos no cayó una lágrima.
No podía llorar por Cristianno si mi mente no era capaz de comprender que ya no le volvería ver entrar por aquella maldita puerta. No podía llorarle si no concebía la idea de no volver a abrazarle. Era dolorosamente difícil admitirlo, y tampoco quería hacerlo; me negaba. ¡Cristianno no podía irse sin más, no podía dejar a Kathia, a su familia! ¡No podía dejarme a mí!
Tal vez, si no lo decía en voz alta, si no lloraba por él, aparecería tras de mí…
Cerré los ojos y me evaporé con cada uno de mis recuerdos. Mi mente reprodujo la primera vez que le vi, entrando en la limusina que Wang Xiang había dispuesto para su llegada y la de su tío Fabio a Hong Kong.
Fabio. Ahora Cristianno se había reunido con él.
Un grito de Graciella me hizo tragar saliva. Lo que sentí con aquel alarido superó el sufrimiento. Estaba tan asolada, tan perdida. Apenas se divisaba su cuerpo entre los brazos de su marido, Silvano. Pero no era la única persona herida que había en aquel salón. Ofelia, la abuela de Cristianno, estaba aferrada a su hijo Alessio y a Patrizia. Domenico le dio la espalda al mundo y se encerró en su habitación. Diego acababa de marcharse después de haber forcejeado con Valerio. Estaba fuera de sí cuando cerró de un portazo. Lo extraño es que de Mauro no se sabía nada.
Sabía que había más gente, todo el mundo se había congregado en el Edificio Gabbana ante la inesperada noticia, pero ya no tuve fuerzas para mirar a nadie más.
Lo peor de todo fue que la noticia nos la dio… Enrico.
Me atreví a mirarle. Estaba a unos metros de mí, cabizbajo, con el rostro contraído por el falso dolor que padecía y los ojos enrojecidos. Por suerte, no derramó ni una lágrima, porque si lo hubiera hecho, se las habría hecho tragar.
Traidor.
¡¡Maldito traidor!!
Él había matado a Cristianno. Le habían dado una orden y la había cumplido sin escrúpulos, porque no era más que el sucio perro faldero de Angelo. Y resultaba mucho más difícil asimilar todo aquello porque estaba enamorada de él.
Levantó la cabeza y se topó con mi mirada acusadora. Un pequeño rastro de duda inundaron sus pupilas azules, pero no duró demasiado. Enseguida se concentró en mis ojos, sin temor al reproche tan grande que había en ellos. La frivolidad se paseó por su rostro, y eso fue lo que me hizo estallar.
Maldecirle no me traería de vuelta a Cristianno, pero no permitiría que continuara fingiendo delante de la familia Gabbana y el resto de asistentes. Lucharía por atormentarle la existencia.
—¿Has disfrutado? —pregunté con saña.
Enrico pestañeó con parsimonia y decidió acercarse a mí sabiendo tan bien como yo que nadie nos prestaría atención. Lo que no esperé fue que se pusiera tan cerca.
Me odié por vibrar al sentir su aroma. Dios sabe que me reproché hasta la saciedad por seguir amándole.
—No lo hagas, Sarah —murmuró—. No es el momento.
—No habría momento si no hubieras hecho lo que te ordenaban —gruñí.
—¿Por qué das por hecho que he sido yo?
Hablaba con un matiz de orgullo que casi hizo que me atragantara con la rabia.
—No creo en las casualidades, Enrico. Sé que fuiste tú. —Terminé señalándole con un dedo.
El error estuvo en que le toqué, y él decidió coger mi mano.
—Vayamos a otro sitio —sugirió, tirando de mí.
—Ni se te ocurra tocarme. —Me alejé, topándome con la puerta.
—No te has quejado en otras ocasiones —dijo entrecerrando los ojos, socarronamente.
El calor se expandió por mis brazos. No dudé cuando levanté la mano y le estampé un bofetón. Fue tan duró que hasta él se sorprendió, girando la cabeza a un lado.
—Hijo de puta —volví a mascullar.
De repente, se cuadró de hombros, apretó la mandíbula y se lanzó a mí. Apenas tuve tiempo de reaccionar cuando ya estaba entre sus brazos, escaleras arriba.
—¡Suéltame! —chillé golpeando su espalda.
Él hizo que mi impotencia fuera aún más desbordante cuando sonrió.
Entró en mi habitación y me soltó con brusquedad antes de girarse y cerrar la puerta. La forma que tuvo de fijarse en mí, me provocó ganas de matarle. Me miraba como si pensara que en cualquier momento podíamos acabar en la cama.
—Daría mi vida por ver cómo te desintegras ante mí ahora mismo —dije furiosa—. No sabes lo que deseo que sufras.
—Mientes. —Sonó con reproche, deseando aniquilar mi alma. Y así fue—. Ambos sabemos que me amas demasiado para desear eso.
Odié que llevara razón en lo que a mi amor por él concernía, pero mis ganas de verle morir en aquel momento no eran mentira.
—¿Cómo has podido hacer esto? —Quise saber—. ¡¿Cómo has tenido el valor de matar a Cristianno?! ¡HAS PERMITIDO QUE SE QUEMARA VIVO!
Puso los ojos en blanco, notablemente molesto por el cambio que estaba dando la conversación. Pude ver que él prefería seguir hablando de mis sentimientos.
—Sarah, no te creas con la suficiente autoridad como para pedirme explicaciones, querida.
—Eres tan… tan… —tartamudeé, profundamente colapsada—. Has jugado conmigo, me has hecho pensar que me amabas y que era importante para ti. Le hiciste pensar a Cristianno que eras como su hermano, fingiste proteger a Kathia de todas las adversidades. Y ahora pagas con esta moneda. Mereces un final tan atroz como el que tú le has dado a Cristianno. Yo solo espero poder ser testigo de ello.
—¿De verdad pensaste que te amaba? —Sonrió y se guardó las manos en los bolsillos del pantalón. Después, caminó hacia mí, curioseando los objetos que había en las estanterías—. Entonces, soy realmente bueno. Aunque es una lástima, en el fondo te esperaba más inteligente. No imaginaste que solo eras una moneda más en mi misión por tener la absoluta confianza de Cristianno.
—Una moneda de cambio…
—Nada más —admitió. Se colocó tras de mí y me habló al oído—. Estoy casado con una mujer abominable, pero me proporciona unas ventajas increíbles. Además, no se queja de las amantes que dispongo. La cuestión es… —asomó su mirada por encima de mi hombro, asegurándose de dejar muy poca distancia entre nuestras bocas—: ¿qué crees que te diferencia de las demás?
—Dijiste que dejara de mirarte como si fuera tu amante, porque no lo era —recordé, incapaz de mirarle. Perdida en aquella mañana en la que me hizo prometer que jamás dudaría de su amor por mí.
«Aunque las cosas vayan mal», puntualizó mi fuero interno rememorando que, después de que Enrico dijera aquello, me hizo el amor en la arena.
—No, no lo eras —susurró—. Porque una amante supone demasiado. Recuerda de donde saliste, Sarah. Recuerda donde te encontré. Ese ha sido tu papel y a la vista está que no te sentiste muy incómoda cuando acabaste conmigo en la cama. —Todo aquello lo explicó dejando que sus labios acariciaran mi mejilla, como si me estuviera declarando amor eterno.
Le empujé fuertemente y enseguida volví a abofetearle. Enrico esta vez reaccionó más rápido. Me cogió de las muñecas y me estampó contra la pared, colocando mis brazos sobre la cabeza para que el forcejeo fuera mucho más complicado de lo que ya era. Ignoró que había empezado a llorar.
—¡Basta! —gritó—. Te lo dije, te lo advertí. Realmente, fui honesto contigo.
—Tú no sabes lo que es la honestidad —arremetí—. Solo eres un maldito bastardo.
—No, amor —negó con un ronquido—, sabes tan bien como yo que estoy en lo cierto. Te lo dije en el jet. Que en la mafia no había espacio para el amor. Solo que tú no lo entendiste. No me eches a mí la culpa de tu absoluta estupidez —añadió buscando mis ojos. Como no lo consiguió, decidió arrinconarme con todo su cuerpo y susurrarme al oído—. ¿Creías que iba abandonar por ti todo lo que he conseguido? ¿Creías que te pertenecía?
«Te pertenezco». Ojala esa vocecita interior se hubiera enmudecido.
—No, Sarah, ninguna de mis palabras fueron ciertas, cariño. En cambio, tú si las dijiste con autenticidad, ¿no es cierto?
—¿Por qué? —sollocé—. ¿Por qué me haces esto?
—Porque me lo pusiste bien fácil. —Se alejó de mí y el frío y el vacío que vino a continuación, hizo casi imposible que me mantuviera erguida—. Un hombre debe tener sus entretenimientos y me pareció muy buena idea tener un lugar donde disfrutar por las noches. Créeme que lo hice, eres muy buena en lo tuyo.
Fue una forma elegante de insultarme y humillarme, pero no diferente a la de los… clientes que había tenido en el pasado. De eso se trataba. Lo que para mí estaba siendo el principio de una historia de amor, para él solo había sido diversión. Un servicio más, solo que esta vez no había costado dinero, sino mi corazón.
—Puede que ahora me sienta sin fuerzas. —Alcé la vista para mirarle—, pero te aseguró una cosa, Enrico. Acabaré contigo; no descansaré hasta verte vomitar todo el daño que has hecho. Sufrirás, me encargaré de ello.
No me sentí satisfecha. No sentí ni un ápice de fuerza, y eso le hizo reír. Porque él sabía tan bien como yo que esa tarea, en el estado en que estaba, sería imposible de realizar. Era una amenaza vacía.
—Mientras tanto, dejaré que saborees el dolor. —Se dirigió a la puerta—. Tú especialmente eres la que más lo alberga. No solo has perdido a un amigo, sino que te han roto el corazón. Qué curioso que ambas cosas te las haya dado yo.
Salió de la habitación y cerró la puerta con suavidad.
Me desplomé en el suelo. La devastación había sido muy grande cuando me enteré que Cristianno había muerto, pero ahora era absoluta. Nunca en mi vida había sido tan duro respirar.
KATHIA
No hay cura para un alma despedazada. Por mucho que la gente se empeñe en admitir lo contrario, mienten cuando dicen que el tiempo lo cicatriza todo, porque yo sabía que ni el tiempo podría componerme. Es imposible cuando no se quiere vivir, cuando no hay motivos para hacerlo.
Me había rendido, y eso lo podía todo. Mi alma ya no tenía cura y tampoco quería encontrarla. Deseaba consumirme y me decepcionaba no lograrlo. Me pregunté qué habría hecho Cristianno en mi lugar, como se sentiría si supiera que no volvería a verme, que me había ido a un lugar al que él no podía ir. Pero cometí el error de decirlo en voz alta, de mencionar su nombre, aun sabiendo que recibiría silenció y eso me asfixiaría.
Mis palabras flotaron en el aire, seguidas de un gemido, y rápidamente sentí el calor de una lágrima resbalando por mi mejilla.
Miré hacia la ventana. El sol estaba cayendo, atardecía, lo que indicaba que llevaba cerca de un día en la cama de aquel hospital.
Los latidos de mi corazón zumbaron en mis oídos. Jamás había odiado ese órgano tanto, hasta ese momento. ¿Cómo podía ser que siguiera latiendo? Pero me molestó mucho más ver que la máquina a la que estaba conecta indicaba que mis pulsaciones eran normales.
Maldita ciencia. No tiene ni puñetera idea de lo que es el dolor.
Me habían ingresado porque, después de la explosión, mi cuerpo presentaba las suficientes contusiones como para estar inmovilizada una semana. Pero no me molesté en seguir esas instrucciones.
Me incorporé y saqué mis pies de las sábanas lentamente. Cada movimiento era tremendamente doloroso, pero la decisión que había tomado tenía mucha más importancia.
Di un paso al frente y me sostuve de la pared al notar lo mucho que me costaba mantenerme en pie. Avancé despacio hacia el lavabo. No estaba segura de encontrar allí dentro algo que me sirviera, pero debía intentarlo.
De repente, la máquina comenzó a pitar y sentí un tirón en la cara interna de mi codo. Estaba conectada a unas ventosas y a una vía intravenosa y me impedían caminar… Hasta que me las arranqué sin miramientos y pensé que debía darme prisa antes de que llegaran las enfermeras.
Entré en el lavabo, cerré de un portazo y miré a mí alrededor. Palpé la decepción al no ver nada que pudiera ayudarme. De todas formas, ¿qué esperaba estando en un hospital? ¿Qué me pusieran una máquina de suicidio asistido?
«Hay mil formas de hacerlo, Kathia», me dijo mi fuero interno.
Y tanto que las había.
Me lancé al mostrador del lavamanos y cogí un vaso de cristal. Lo lancé al suelo. Mientras caía, dudé de si se rompería después de haberlo tirado con tan poca fuerza, pero conseguí que se quebrara lo suficiente para que varios trozos de cristal se esparcieran. Me agaché a por un pedazo y me lo quedé mirando, con el rostro reflejado en el espejo.
Era grueso y afilado. Si incidía bien, podría morir.
Lo agarré con decisión y perforé la piel saboreando el extraño placer que me produjo la sangre al brotar de mi muñeca. Resbaló por mi brazo y algunas gotas me salpicaron los pies. Me inundó la sensación de estar flotando en el aire. Pero cuando quise realizar la misma operación en la otra mano, fue demasiado tarde. Mi cuerpo empezó a pesar demasiado y me desplomé.
Escuché un siseo, similar a una leve brisa, y después me inundó un escalofrío.
Me estremecí.
Aquello debía ser la muerte, así que me preparé para ella con una sonrisa en los labios…, ignorando que… le vería.
Su rostro surgió de entre una espesa neblina y sus ojos resplandecieron mientras se tumbaba en el suelo conmigo. La muerte no le había cambiado, seguía siendo tan arrolladoramente guapo que cuando estaba vivo. Y seguía transmitiéndome la misma pasión.
Mi Cristianno. Mi amor.
Que poco me quedaba para unirme a él. Solo unos minutos más y cruzaría el límite.
—Me reúno contigo —gemí—. Me voy… contigo.
Él sonrió y, lentamente, acercó su mano a la mía. Cuando sus dedos se entrelazaron con los míos, cerré los ojos y recé para que la espera no fuera muy larga.
—Te esperaré, mi amor —murmuró.
Su voz… su voz me atravesó.
Y sentí que me elevaba, que un extraño peso me oprimía. De repente, comprendí que estaba siendo transportada por alguien. No reconocí quien, solo sé que le maldije por salvarme la vida y por llevarse la visión de Cristianno.