58

KATHIA

Cristianno se desvaneció mientras me besaba. Sus labios resbalaron por los míos mientras su cuerpo se aflojaba y sus abrazos dejaban de abrazarme. Me desequilibré por el repentino peso y caí al suelo, arrastrándole conmigo.

Solté un quejido al impactar brusca en la madera al tiempo en que Cristianno se tambaleaba hacia un lado. Me quedé completamente absorta al descubrir la silueta de un hombre junto al sofá.

Le reconocí mucho antes de saber qué demonios estaba ocurriendo.

—Enrico…

Él sonrió y ladeó la cabeza, gesto demasiado perverso e inédito en él. Me observaba impasible, sin ningún ápice de cariño o siquiera respeto por mí o por la persona que yacía a mi lado. La pistola que llevaba en la mano me hizo saber que aquella había sido el arma con la que había herido hasta la inconsciencia a Cristianno. Tal vez le había disparado…

Me incorporé aprisa, con el corazón latiéndome atropellado en la boca, y registré a Cristianno en busca de sangre, pero no encontré nada. Nada.

Miré a Enrico de forma interrogante.

—Tengo un mejor final para él, pequeña —dijo con una voz gutural tan desconocida como si actitud—. No voy a desaprovechar esta oportunidad pegándole un simple tiro.

Sentí que moría lenta y agónicamente al comprender lo que iba a ocurrir. Tenía que impedirlo, tenía que salvar a Cristianno.

Pero no imaginé que habría más gente en aquella sala de música.

Las teclas del piano soltaron una melodía escalofriante, sin ritmo ni consonancia, que me produjo el mayor de los temores.

Valentino estaba allí, con un séquito de hombres repartidos por todas las esquinas y un Enrico a la cabeza de todos ellos.

Apenas pude ver su rostro afilado y divertido. Mi visión se había nublado, todos mis sentidos habían desaparecido. Era toda temblor y miedo y soledad y… Solo era capaz de pensar en lo que iba a pasar, en lo que no podría evitar ni aunque luchara con uñas y dientes.

Era el final. Era el final que nunca me atreví a imaginar y que, sin embargo, estaba destinado para nosotros desde el principio.

Valentino sonrió, frívolo, maquiavélico, altanero, capaz de las mayores atrocidades. Sin corazón, sin alma… Solo un cuerpo… creado para destruir a las personas.

Cobarde. Porque se había encargado de aparecer por allí rodeado de esbirros que lo protegerían…

No había escapatoria.

—Valentino… —tartamudeé saboreando el terror.

—Incluso con Cristianno inconsciente, es exuberante la química que fluye entre vosotros —admitió antes de mirar al techo y resoplar—. En fin… Cogedla y llevarla fuera para que vea el espectáculo sin sufrir ningún percance. No queremos que te lesiones a unas semanas antes de la gran boda.

¿Espectáculo? ¿Dios mío, qué significaba eso?

Un impulso me llevó a levantarme de golpe. Contraje los brazos al torso para poder mantener un equilibrio que apenas existía y me acerqué a Valentino con todo el coraje que pude recopilar.

—Hijo de puta —mascullé y no tardé en sentir una respuesta.

Valentino me soltó un bofetón con la suficiente brusquedad como para tirarme al suelo. Ignoré el dolor al ver que Cristianno lo había visto. Algo de él seguía despierto y había sentido el calor de aquella bofetada al tiempo en que yo la recibía. Tan solo había abierto un poco los ojos, pero bastó; bastó para que viera como me arrastraba ante los pies de un condenado Bianchi.

Evité llevarme una mano a la cara, más concentrada en no mostrar dolor y atender a todos los movimientos de Valentino.

—Te he dicho mil veces que no hables de ese modo —dijo entre dientes, acuclillándose a mi lado—. Ahora, no preguntes lo que ya sabes, querida.

Maldije la lágrima que resbaló por mi mejilla.

—No te atrevas… —tartamudeé. No podía creer nada de lo que estaba sucediendo. Ni siquiera mis peores pesadillas se hicieron una idea de aquello—. No… me hagas… esto.

Valentino torció el gesto y entrecerró los ojos, más que orgulloso con la situación y con lo que estaba causándole a mi alma.

—Tal vez si te hubieras arrastrado antes… —Dejó la frase a medias, dándome a entender que mis suplicas podrían haber obtenido una respuesta positiva si yo hubiera sido capaz de soportarle. Se levantó y miró a sus hombres—. ¡Sacadla fuera, vamos! ¡Moveos!

Debería a ver dejado que Cristianno le matara cuando tuvo la oportunidad.

Apenas un instante después, uno de los esbirros tiró de mí y me levantó del suelo. Intenté tensarme para complicarle la maniobra, pero fue inútil.

—¡No, no! ¡¡¡Suéltame!!! —grité.

Aquellos enormes brazos no me dejaban moverme y me manejaban con total normalidad, como si solo fuera un simple trapo. Era imposible escapar de ese hombre, pero desvié la mirada en busca de Cristianno y descubrí a Enrico arrastrándole por el suelo. Fue suficiente para arremeter.

Sin pensarlo un segundo, le mordí el brazo a mi agresor y presioné hasta que estuve segura de haberle perforado la piel. Profirió un grito desgarrador antes de liberarme lanzándome al suelo.

—¡Hija de puta! ¡Me ha mordido! —se quejó.

Me levanté a tropezones, cogiendo impulso para correr hacia Cristianno. Puede que estuviera totalmente aterrada, pero la ira pudo hacerse un hueco dentro de mí. Me atravesó con tanto ímpetu que me creí capaz de conseguir cualquier cosa.

Me acerqué a Enrico y le solté un puñetazo en la cara conforme ralentizaba mi paso. No supe de la fuerza que había empleado hasta que le vi tambalearse hacia atrás.

—¡¿Qué estás haciendo?! —Grité mientras él se llevaba las manos a la nariz—. ¡No le toques! ¡No te acerques a él!

No podía creer que acabara de pegarle a Enrico con toda la saña del mundo. No podía creer que el mismo hombre que tantas veces me había protegido estuviera traicionándome de aquella forma tan cruel y miserable, tan Carusso.

Enrico era el traidor y dejaba claro en qué bando estaba.

Que ciega había estado. Y que bien había hecho él su trabajo.

Me agaché a por Cristianno y cogí su cabeza entre mis manos. Fue entonces cuando me percaté de que mis temblores estaban demasiado descontrolados. Me ahogaba, me estaba asfixiando cada vez más y no había modo de parar aquello.

—Cristianno, ¡Cristianno, mírame! —exclamé desesperada por oír una respuesta. Primero obtuve un quejido. Abrió muy despacio los ojos, colapsando con su reacción todos mis sentidos—. Eso es, mi amor. Eso es.

Entonces, me di cuenta del poco tiempo que nos quedaba juntos. Del poco tiempo que me quedaba de vida. Abrumada como estaba con la situación, empecé a entender sus palabras antes de que sucediera todo aquello. Él sabía que algo iba a ocurrir, por eso decidió sacarme del hotel como lo hizo. Aquello había sido una… maldita despedida…

—Voy a sacarte de aquí, ¿de acuerdo? —sollocé tartamudeando. Cristianno hizo el amago de cerrar los ojos—. No, cariño, no dejes de mirarme, por Dios… no dejes de mirarme nunca, ¿entendido?

Una de mis lágrimas cayó en sus labios. Él la saboreó unos segundos antes de hablar.

—No… saldré de… aquí… —Respiró demasiado entre palabra y palabra, provocando que una parte de mí sucumbiera al miedo y el dolor.

Se me escapaba la vida y lo peor de todo es que la estaba tocando y no parecía ser suficiente. Dejé de verle un instante hasta que pestañeé y las lágrimas se disiparon por mi cara. Un fuerte escozor se instaló en mi garganta.

—Sí, sí que lo harás —jadeé sin fuerzas—. Conmigo. Conmigo.

—Contigo… —musitó Cristianno.

—Siempre, mi amor. —Le besé—. Pase lo que pase…

—Pase lo que… pase…

La forma que tuvo de decirlo me hizo llegar a un punto en que mi mente dejó de pensar. Ya ni siquiera era consciente de la realidad, de lo que nos rodeaba o de lo que iba a pasar. Pero todo aquello se engrandeció en cuanto vi a Enrico acercarse a nosotros, caminando cínico.

Maldito embustero, traidor.

Cogió un brazo de Cristianno, tiró de él bruscamente y apresó una de sus muñecas con uno de los aros de unas esposas; el otro, lo enganchó en una tubería que sobresalía de la pared. Acaba de encadenar a Cristianno a la maldita casa para que yo no pudiera llevármelo conmigo y lo peor de todo es que cada movimiento pareció disfrutarlo perversamente.

Creí que explotaría en cualquier momento, que me desintegraría. ¿Cómo iba a sacar a Cristianno de allí sí, aparte de no tener fuerzas ni para mirarme, estaba encadenado a una maldita tubería?

No tardé mucho en tirarme al conducto y comenzar a golpearlo. Solo conseguí que vibrara, pero insistí, porque aquella casa era muy vieja y porque estaba convencida de que podría romper aquella tubería si persistía.

—No podrás liberarlo —rezongó Enrico tras de mí.

Apoyé mi frente en la tubería con un suave golpe que resonó en el metal.

—Dame la llave —gruñí sin esperar que Enrico soltara una sincera carcajada.

Me giré, lentamente y sin fuerzas para mirarle con fijeza. Mi plan era conseguir que algo de él se removiera por dentro cuando me mirara y que esa sensación le hiciera redimirse. Pero yo ya sabía de antes que era una auténtica estúpida. Porque cuando le vi derramando un líquido viscoso y amarillento de un bidón, supe que no conseguiría nada en él.

Enrico no era un buen hombre, solo que no me había dado cuenta hasta ese momento.

—Dios mío,…Enrico,… ¿qué estás haciendo? —tartamudeé aflojando las rodillas lentamente hasta caer al suelo. Enseguida, regresé junto a Cristianno.

Unas gotas de aquel líquido salpicaron mis piernas y me las quedé mirando. No quería saber lo que era, ¡no quería saberlo!, pero mi mente lo susurró una y otra vez…, volviéndome loca.

—Es evidente, Kathia —repuso Enrico, orgulloso.

—Combustible… —sollocé.

—¡Premio!

Instintivamente, cubrí a Cristianno con mis brazos.

«Se quemará… Dios… mío…», jadeó mi fuero interno sepultado tras una gruesa capa de pavor.

—¡¡¡No puedes hacerlo!!! —grité, desgarrándome la garganta.

—La cuestión es que ya lo he hecho. —Volvió a sonreír, esta vez llevándose una mano al bolsillo del pantalón. Sacó un mechero.

Cristianno se removió buscando mi mano, llevándose toda mi atención. Aquel destello que vi en sus ojos azules, por un segundo, solo un maldito segundo, me hizo creer que saldríamos de allí.

—Te quiero… —gimió luchando por acariciarme.

Le ayudé y besé la palma de su mano en cuanto tuve sus dedos sobre mi piel. Nunca antes esas dos palabras me habían herido tanto. Porque en aquel instante tenía un valor diferente; era una… despedida.

—No, no lo digas… —resollé, negando con la cabeza y apretando los ojos con fuerza—…

No te despidas de mí…

Cristianno se removió y se incorporó con esfuerzo hasta tener su cara pegada a la mía.

—No… no me eches de… menos —tartamudeó en mi boca—… No… merece la… pena.

—¿Qué…? —Me calló con un beso.

Un beso lleno de pasión, pero también de dolor; Cristianno no quería morir, pero aceptaba el hecho con la valentía que le caracterizaba. Maldije esa faceta de él, Dios sabe que le deseé más cobarde…

—Se acabó el tiempo. —Enrico me alejó de los labios de Cristianno, tirando de mi cintura con violencia.

—¡No! —Grité mientras me arrastraba—. ¡Cristianno, mírame! ¡Tienes que levantarte! ¡Quédate conmigo! ¡No puedes dejarme!

Pero Cristianno no me miró. Se derrumbó en el suelo, apretando los dientes y esforzándose por que yo no le viera derramar una maldita lágrima.

—¡Llevarla fuera! —Exclamó Enrico lanzándome a los brazos de un esbirro—. ¡Voy a prender esto!

—¡¡¡NOOO!!! —Chillé mucho más de lo que lo había hecho en toda mi vida—. ¡NO ME TOQUÉIS! ¡CRISTIANNO! ¡CRISTIANNO ESCUCHA MI VOZ, TIENES QUE MOVERTE! ¡NOOOO! ¡SOLTADME, POR FAVOR, SOLTADME!

Ese fue el último beso,…

… la última vez que le vería con vida.

Esa fue la última vez que… respiré.