CRISTIANNO
Todo estaba calculado.
Había medido cada movimiento con una precisión minuciosa. Tenía el control absoluto de la situación y eso me daba una confianza que llevaba días sin sentir. Nada saldría mal, porque yo no lo quería así. Aunque no me sintiera del todo orgulloso de lo que iba a hacer.
Me observé en uno de los espejos que había en el vestidor de mi habitación. Estaba impecable dentro de aquel traje completamente negro, y una parte de mí sonrió satisfecho; incluso mis ojos destellaban la seguridad que me invadía. Me ajusté la corbata, levantando la cabeza con arrogancia, y me acerqué a mis armas. Con una sería suficiente. La cargué y me la escondí en la espalda. Estiré las mangas de la chaqueta y salí de allí con sosiego.
Encontré a Mauro sentado en el sofá cuando entré al salón. Sobre la mesa había una botella de ron casi liquidada. En un principio, pensé que se la había encontrado así y que aquella era la primera copa que se servía, pero supe que me había equivocado al ver el precinto de la puñetera botella al lado del cenicero.
—No es buen momento para que te emborraches, Mauro —dije apoyándome en el marco de la puerta y cruzándome de brazos. Afrontar aquello me resultaba tan difícil como a él.
—¿Qué mierda importa? —Me miró de reojo y agachó aún más la cabeza—. Casi me da miedo esa frialdad tuya.
—¿Casi? —repuse acercándome a él—. Seamos honestos, ¿quieres?
—De acuerdo. —Frunció los labios. Se estaba tambaleando peligrosamente entre la consciencia y la borrachera—. Yo apenas puedo pensar y tú, sin embargo, estás totalmente inerte.
—Eso es lo que quiero hacerte creer.
—Pues lo estás haciendo de puta madre. —Se levantó y dejó que medio cuerpo se topara bruscamente con el mío.
Le envié una mirada penetrante y cargada de reproche. Había elegido el peor momento para beber y él lo supo en cuanto escudriñó mis ojos.
Tragó saliva y se aferró a mi pecho. Cuando le abracé casi me pareció estar acunando a un niño.
Me contuve. Contuve las repentinas ansias de mandarlo todo a la mierda, pero hacerlo supondría un peligro del que nadie podría huir.
SARAH
A veces es mejor vivir ignorante, aunque después se corra el riesgo de recibir un golpe mucho más profundo. Pero es que hay cosas que son preferibles no saber hasta que no queda alternativa.
Como en ese momento.
Ellos no me escucharon entrar y tampoco pudieron verme observándoles desde las sombras del vestíbulo.
Mauro deshizo un extraño abrazo con Cristianno y dio tumbos por el salón hasta que apoyó las manos en el respaldo del sofá y contempló a su primo como si este se fuera a desintegrar en cualquier momento. Me bastó ver aquello para empezar a sentir una extraña quemazón en la garganta y el fuerte presentimiento de que algo peligroso se avecinaba.
—Tengo que irme —dijo Cristianno guardándose las manos en los bolsillos de su pantalón.
—Bien, buena suerte —repuso Mauro, con gesto ausente. Estaba allí, pero de su mente no se podía decir lo mismo.
De pronto, me sentí confusa y culpable. Si hubiera estado en el Edificio, tal vez —solo tal vez—, habría sabido lo que demonios sucedía allí entre ellos dos y no habría estado sacando mis propias conclusiones.
Entonces empecé a analizar. A diferencia de Mauro, Cristianno iba vestido de traje; impresionante y lúgubre al mismo tiempo. Y solo había un motivo para ir vestido así una noche como aquella. La ceremonia de compromiso entre Valentino Bianchi y Kathia… Carusso.
Recé por estar equivocada sabiendo que esa plegaría jamás seria escuchada. Porque todas mis incertidumbres y pavores crecieron en cuanto Cristianno habló.
—No es la despedida que esperaba. —De todas las cosas que pudo decir, eligió aquella, y a Mauro no pareció afectarle. Dios mío, casi parecía que había entrado en estado de shock, no reaccionaba, no hacía absolutamente nada. Solo contemplar a su primo.
Entré de súbito en el salón, soltando el abrigo y el bolso en una silla con más fuerza de la que pretendí.
—¿Despedida? —intervine con una voz que apenas me reconocí—. ¿Adónde demonios vas, Cristianno?
Ambos se sobresaltaron, pero hubo una tremenda diferencia entre sus miradas: la de Cristianno mostró precaución, la de Mauro, fastidio.
—Joder… —murmuró Cristianno, llevándose una mano a la frente.
—Vete, yo me encargo —dijo Mauro totalmente concentrado en mí.
Fruncí el ceño, cabreada. ¿Vete? ¿Yo me encargo? ¿De qué puñetas iba todo aquello?
—No, no vas a ninguna parte —espeté autoritaria y señalándole con un dedo—. ¿Qué crees que estás haciendo?
—Ya lo sabes, Sarah, no eres tonta —contestó Cristianno.
—No pienso permitirlo.
—¿Pequeña, crees que eso importa? —añadió Mauro con un tono de burla que no me gustó ni un pelo.
Casi parecía que tenía que pedirle permiso a su lengua para poder vocalizar. Arrastraba las palabras y las mencionaba con un énfasis nada propio en él. Ese no era Mauro, y cuando Cristianno le envió una mirada de esas que fulminan, supe que a él tampoco le estaba haciendo gracia que me hablara de esa manera.
—¿Pequeña? —Repetí incrédula y más que dispuesta a enfrentarle—. ¿Me lo dice un crio de dieciocho años? —Exasperé a Mauro lo suficiente como para que ser irguiera y se cuadrara de hombros.
—Este crio de dieciocho años ha vivido lo suficiente como para no serlo.
De eso estaba más que segura. Aquellos dos chicos formaban una pareja de lo más temible.
—¿Es una amenaza? —contrataqué, ladeando la cabeza.
Fue una estupidez muy grande decir aquello, porque jamás estaría en peligro estando con ellos. Pero lo dije, y ya era demasiado tarde para arrepentimientos.
—¡Parad! —Gritó Cristianno antes de señalar a su primo—. ¡Tú deja de decir gilipolleces! —Después me señaló a mí—. ¡Y tú, no trates de impedirme algo que ya está más que decidido!
—¿Más que decidido? —grité.
—Sí, así es —asintió y mi respuesta fue dirigirme a la puerta y cruzarme de brazos. Tal vez, no conseguiría nada, pero ralentizaría aquello todo lo posible.
—No pienso dejarte salir, Cristianno —dije y él se acercó a mí.
—No tardaría ni un segundo en apartarte y bajar las escaleras.
—Con otro segundo más —continuo su primo, ahora más divertido que enfadado—, le tendrías montando en su coche. —Cristianno le fulminó con la mirada y él levantó las manos en gesto conciliador—… Vale, ya me callo.
Me concentré en la mirada azul intensa de Cristianno. La resolución que encontré en ella me dejó claro que ya había tomado una decisión y que era más que firme. No había nada que hacer, aunque quisiera impedírselo.
—Te matarán —resollé.
—No me importa.
—A mí sí. —Apenas le dejé terminar.
Cristianno agachó la cabeza y se humedeció los labios. Buscaba paciencia en sí mismo.
—Por favor, Sarah, no me lo pongas más difícil —jadeó—. Apártate.
—No. —Me acerqué a él y le cogí de la solapa de la chaqueta, atrayéndole a mí—. Te quedarás conmigo y me explicarás qué demonios sucede.
—No tengo tiempo para explicártelo, y, aunque lo tuviera, tardarías demasiado en comprenderlo. Así que te pido, por favor, que te apartes y me dejes ir —explicó y yo no pude evitar pensar que lo último que dijo tenía mucho más significado.
—Si te ocurriera algo… —tartamudeé, pero él no me dejó terminar la frase. Se dio cuenta a tiempo de lo mucho que me dolería volver a verle herido.
Suspiró y me rodeó con sus brazos en un abrazo profundo.
—Sabes que te quiero —me dijo al oído—, que has conseguido formar parte de mi vida.
Pero tienes que dejarme ir. —Contuve una exclamación—. Mauro…
—Cristianno… —replicó su primo y supe demasiado tarde que aquello era una respuesta obediente.
Me vi lanzada a los brazos de Mauro, con una rapidez pasmosa, y me retuvo mientras Cristianno abría la puerta y salía disparado hacia las escaleras, dejando el sonido de sus pasos distorsionándose en la distancia.
Les maldije, a los dos, porque con tan pocas palabras, supieran entenderse tan increíblemente bien.
—¡No, joder, Mauro, suéltame! —exclamé.
—Lo siento —murmuró.
No me soltaría hasta estar seguro de haberle dado a su primo el tiempo suficiente para salir del Edificio con su maldito Bugatti.
—¡¿De qué demonios va todo esto?! —Exigí, encarándome de frente—. ¡Mauro, habla!
Pero no dijo nada. Entró al salón, se desplomó en el sofá y cerró los ojos en un gesto atormentado.
Con las ganas de llorar asolándome en el esófago y la frustración navegando libre por mi cuerpo, me encerré en mi habitación. No sé cuánto tiempo estuve de brazos cruzados paseando de un lado a otro. Supongo que mi cabeza esperaba que ocurriera un milagro y que nada de aquello estuviera pasando. Debía hacer algo y debía hacerlo ya, antes de que las consecuencias fueran mayores.
De pronto, tuve un pensamiento. Más bien, un impulso que me llevó a manosearme en busca del móvil que me habían regalado las mujeres Gabbana. Sería la primera vez que lo utilizara. Lo saqué del bolsillo trasero de mi vaquero y comencé a buscar en la agenda, frenética y agradeciendo a Graciella que se hubiera molestado en memorizar todos los números de interés.
Nadie podría evitar que Cristianno se plantara en el hotel Grand Plaza, excepto alguien que estuviera ya allí.
Enrico.
Me llevé el móvil a la oreja haciendo presión con los dedos para que no se me escapara. Sonó el primer toqué y, enseguida, descolgó.
Silencio.
No esperé un saludo sentimental, ni una palabra cariñosa. Siendo honesta, ni siquiera esperé que descolgara, porque hacerlo rodeado de Carusso y Bianchi era un suicidio, para ambos. Pero Enrico supo que, si yo había decidido marcar su número, había una urgencia.
—Va hacia el hotel. —Y colgué sabiendo que él entendería a que me refería perfectamente.