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SARAH

El mar estaba en calma bajo un cielo cargado de nubes blancas. Las olas acariciaban la orilla casi al tiempo en que la mano de Enrico acariciaba la mía con suavidad y delicadeza.

No habíamos cruzado una palabra en todo el trayecto, solo miradas fugaces y pequeñas caricias. El silencio que mantuvimos fue perfecto y me dio la oportunidad de perderme en la magia de estar a su lado. Sé que había unos kilómetros entre la ciudad y la costa, pero para mí fue la distancia más corta. Definitivamente, el tiempo con Enrico dejaba de tener valor.

Salí del coche y me dejé llevar por el balanceó de mi cuerpo hasta que estuve a solo unos pasos del agua. Cerré los ojos para absorber el sonido de la brisa y su aroma.

La paz fue absoluta, y creció cuando le percibí tras de mí. Comenzó tocando mi cintura hasta rodearla por completo y apoyar su barbilla sobre mi hombro. Solté una sonrisa al notar como su aliento rebotaba en mi mejilla cuando suspiró, y deseé que aquel momento se detuviera. Que nos quedáramos de ese modo para siempre, deleitándonos con aquella sensación de amor y tranquilidad infinita. No existieron presiones, no existieron problemas. Ni Carusso, ni Bianchi. Ni siquiera la mafia.

Solo existíamos él y yo. Rodeados de arena y mar.

—Voy a hacerte el amor en la arena —musitó muy bajito, con una profundidad que llegó a lo más hondo de mi corazón.

Eché la cabeza hacia atrás, incitándole a que comenzara con un beso. Enrico obedeció con parsimonia, colocando sus labios sobre los míos, lentamente. Fui yo la que se adentró en la urgencia.

Me giré hacia él, me agarré con fuerza a su cuello y me apoderé de su boca percibiendo como Enrico se dejaba llevar. Suspiró con fuerza cuando sintió como mis manos le arrebataban la chaqueta y recorrían seguras las líneas fuertes y duras de sus brazos, que se contrajeron bajo mi tacto.

Un instante más tarde, noté la espesura de la arena en mi espalda y como mis piernas le daban la bienvenida a su cintura. Lo que le siguió fueron besos intensos, insistentes, apasionados. Sensaciones que ninguno de los podríamos explicar. Pero también… cierta incertidumbre…

De pronto, se detuvo, pero no se alejó ni un centímetro de mi boca. Esperó entre mis labios, y comenzó de nuevo; esta vez con un ritmo suave, tremendamente lento y taciturno. Todo su cuerpo se armonizó con aquel beso y sus caricias pasaron de ser excitantes a ser profundas y mucho más penetrantes.

Algo no iba bien.

—¿Estás… bien? —pregunté buscando su mirada.

Daba igual lo mucho que estuviera deseando aquello, no haría nada hasta escucharle una respuesta. Y por su respiración, supe que me mentiría.

—No te preocupes —balbuceó y forzó una sonrisa—. Estoy muy bien, amor…

No, no era cierto. Habría dado cualquier cosa por colarme en su mente y descubrir que había en ella. Porque su mirada estaba cargada de un secretismo que no iba a compartir conmigo.

—Mientes…

Me estremecí, y pegado a mí cogió aire de entre mis labios.

—¿Miento también si digo que te quiero? —gimió tembloroso.

Sentí que me ahogaba.

—No lo sé… —tartamudeé notando una extraña espesura en los ojos. Me acercaba peligrosamente al llanto. Y Enrico se dio cuenta.

—Mírame… —dijo cogiéndome el rostro entre sus manos en un gesto delicado y exigente—. Prométeme que no vas a dudarlo nunca. Aunque las cosas vayan mal. Prométemelo. —Terminó ordenando.

Asentí entre lágrimas.

—Lo prometo, mi amor —aseguré antes de que volviera a besarme—. Lo prometo.

Me perdí en sus brazos, en sus besos, en la forma tan suave que tuvo de tocarme cuando me desnudó, como si fuera a desaparecer en cualquier momento. No hubo nada similar a la primera vez que lo hicimos. Absolutamente, nada comparable, ni siquiera su mirada. No era el mismo hombre que había paseado conmigo por el mercadillo Campo de’ Fiori o me había rescatado en Tokio. Era el Enrico más vulnerable que seguramente vería jamás. El Enrico que deseaba ralentizar aquello al máximo, hasta alcanzar el límite.

Quiso que fuera especial, intenso, único… que no pudiera pensar en otra cosa más que en su cuerpo pegado al mío…

… Y lo consiguió.

CRISTIANNO

No dormí ni un segundo. Fue muy frustrante creer que el tiempo pasaría más rápido si me acostaba y conseguía dormir. Pero no pensé en que nada de eso sucedería. Algo tan sencillo como cerrar los ojos y dejarte llevar por el sueño se convirtió en toda una hazaña para mí, algo materialmente imposible en los últimos días.

De acuerdo, siempre había tenido problemas de insomnio y hasta ahora los había llevado con un optimismo cojonudo, pero eso no le restaba importancia. La angustia ocupaba demasiado espacio en mi cabeza como para dedicar un hueco al descanso.

Joder, siempre me había gustado la noche; la oscuridad amenazante que lo cubre todo, la temperatura que desciende hasta calarte los huesos, las estrellas adornando el cielo —sugiriéndote que están ahí y te protegen cuando lo cierto es que estás más solo que la una y seguirás estándolo si te ocurre algo malo; ellas no van a ayudarte y tampoco quieren hacerlo—. Oh, sí, me encantaba la noche, porque mandaba en ella y era el mejor momento del día para conseguir todo tipo de… concesiones: ya fueran sexuales, económicas…

Pero esa noche me devoró, minuto a minuto, segundo a segundo. Cada instante que pasaba era más largo que el anterior. Todo lo que había planeado durante el día, la madrugada se encargó de cuestionármelo hasta el punto de no confiar en la solución. Y, poco a poco, me empequeñecí hasta convertirme una mancha insignificante dando tumbos en la cama. Esa noche en especial fue más difícil que ninguna otra. Tal vez porque mi mente no dejaba de repetirme lo que estaba por llegar y si verdaderamente, estaba preparado para ello.

En realidad, no era tan adulto para afrontar algo tan drástico. Era un paso muy grande, que una vez dispuesto, se requería de tenacidad y consecuencia. Puede que me considerara un hombre, que hubiera hecho cosas de hombre y que la experiencia que me acompañaba fuera la de un hombre, pero solo tenía dieciocho años y, por primera vez en toda mi vida, sentí la necesidad de comportarme como tal. Como un maldito niñato sin apenas responsabilidades, y no como una persona preocupada por cubrir bien sus espaldas y la de los suyos.

Sí, era miedo. Por mí, por mi familia… por ella.

Kathia.

No me gustaba sentirlo. Eso indicaba fragilidad y no se me ocurría peor momento para demostrarla. Había llegado hasta ese punto y debía afrontarlo… pero si lo pensaba demasiado, simplemente, me aterrorizaba.

Respiré hondo sin sentir la ligereza del aire entrando en mis pulmones. No fue un gesto placentero. Ni respirar podía permitirme…

«Solo quedan unas horas, Cristianno. Resiste», me exigió mi fuero interno, coincidiendo con la vibración de mi móvil. Cuando miré la pantalla y vi el nombre de Enrico parpadeando en el centro, supe que la conversación que iba a mantener con él iba a robarme el poco control que pudiera tener.

—Dime… —Se me contrajo el vientre.

Pero Enrico no habló enseguida. Se detuvo a coger aire entrecortadamente, algo que me indicó la poca confianza que tenía puesta en aquel encuentro.

—Enrico —le insté.

—Kathia estará en la tienda Versace, en Via Bocca di Leone, a las once —dijo—. Valentino se ha empeñado en la compra de un vestido para la… ceremonia de compromiso.

La ceremonia de compromiso.

Mierda.

Cerré los ojos notando una extraña pesadez en los párpados. Yo no sería quien esperara a Kathia en el altar, y esa certeza fue demasiado dura. Tanto que incluso me mareó.

—¿Cuándo será? —inquirí, levantándome de la cama y caminando hacia el escritorio.

—Ya lo sabes, Cristianno —aseveró Enrico sin ánimo; para él tampoco estaba siendo agradable mantener aquella conversación.

—No, no lo sé —gruñí.

Cogí un cigarro y lo encendí dándole una fuerte calada.

—Esa actitud no te ayuda en nada —espetó y yo solté el humo y me concentré en las formas que se dibujaron a un solo palmo de mi cara.

—¿Qué actitud?

—Desafiante y arrogante.

—¿No ha sido siempre así?

—Sí, pero no está bien que lo mezcles con el odio. —La densidad del silencio que siguió zumbó en mis oídos. Todo se impregnó de ira. Sí en algún momento pensé que sería capaz de resistir aquello, me equivocaba.

Claro que sabía cuándo era la maldita ceremonia, incluso sabía el lugar, pero necesitaba escucharlo de la boca de otra persona para cerciorarme de que no estaba viviendo una pesadilla. Algo innecesario y que demostraba lo masoquista que me estaba volviendo. ¿Qué necesidad había de martirizarse?

—¿Cómo llego hasta ella? —pregunté dejando a un lado mis divagaciones.

Después de todo, aquella conversación no estaba destinada a hacer análisis de mi estado de nervios. De pronto, me sobrevino otra sensación de pavor… ¿Y si Kathia decidía alejarse de mí?

Enrico carraspeó.

—Marisa, la encargada de la tienda, dejará la puerta del almacén abierta. Entrarás por ahí y te esconderás en un cuarto que hay continuo a uno de los probadores. Ella se encargará de que Kathia entre en él. Tu solo tendrás que esperar allí dentro y salir cuando tengas la certeza de que no corres peligro —explicó, y yo fruncí el entrecejo a lo último que dijo.

—¿Qué peligro podría correr?

—No estará sola, Cristianno. —Porque Valentino iría con ella.

Estuve cerca de estrellar el móvil contra la pared, de liarme a patadas con todo el mobiliario que me rodeaba. Que aquel hijo de puta rondara por la tienda, complicaba demasiado mi encuentro con Kathia.

—¿De cuánto tiempo dispongo? —mascullé conteniendo mi furia.

—Sería demasiado sospechoso que Kathia tardara en probarse un vestido, ¿no crees?

Apreté los ojos y me mordí el labio. Me parecía muy frustrante tener que ver a mi novia a escondidas y con limitación de tiempo.

—No tendría que ser así —gemí más para mí que para él.

—Lo sé —suspiró y pretendió que su voz no sonara demasiado titubeante a continuación—. Procura no meterte en problemas, por favor.

No haría nada que pudiera ponerle en peligro.

—Por supuesto que no. —Nada de juego de palabras. Me desplomé en la cama y miré al techo pellizcándome el entrecejo—. Enrico… lo conseguiremos, ¿verdad? —dije asustado.

—Ese es el plan —confirmó.

El corazón comenzó a latirme en la boca.