SARAH
Un aroma suave y fresco me acarició el paladar e instó a mi mente a proyectar una fantasía de lo más seductora. No eran imágenes, sino sensaciones cargadas de una intensidad prodigiosa, y muy real. Tanto, que tuve que comenzar a respirar por la boca.
Sé que estaba durmiendo, lo notaba en el peso de mis párpados, pero por un momento pensé que no era así, porque solo una caricia de verdad es capaz de producir tal sensación, tan incuestionable.
Noté un beso en la comisura de mis labios. Después, el rastro de un aliento deslizándose por mi barbilla y un ligero roce de piel en mi mejilla izquierda. Giré el rostro, adormecida, y saboreé la percepción de aquel maravilloso conjunto de caricias.
No echaría a perder aquello despertando. Estaba más que dispuesta a aferrarme a esa especie de sueño tan vívido durante horas. A menos que, abriera los ojos y descubriera que no estaba soñando.
Me moví sobre el colchón antes de reparar en cómo las sábanas resbalaban por mi cuerpo. Tuve un escalofrío ante el cambio de clima, que se intensificó con el tacto de unos dedos navegando por mis piernas. Se rezagaron en mis muslos y terminaron dibujando mi vientre con una sutileza que me hizo vibrar de deseo. Arqueé la espalda y suspiré, ansiosa por sentir más. Solo una persona me había tocado así en toda mi vida.
—Mírame. —Una orden susurrada que besó mis labios.
Obedecí, y unos fascinantes ojos azules resplandecieron al encontrarse con los míos. Me abrumaron y me hicieron rozar la insensatez. Una mirada como aquella no se disfrutaba todos los días, tan cargada de placeres prohibidos para la razón.
Me olvidé de respirar. Me olvidé de todo lo que me rodeaba, poniendo todos mis sentidos en contemplar la extraordinaria belleza de Enrico dibujándose entre la sombra y unos débiles rayos de luz que comenzaban a asomar por la ventana. Despuntaba el alba, y yo me perdía en las caricias tácitas de su mirada. No hizo falta que me tocara para que creyera alcanzar el culminación.
La tensión se hizo con mi vientre cuando se acercó a mí. Creí que iba a besarme, deseé que lo hiciera, pero se desvió del camino y volvió besar la comisura de mis labios. Fue bajando por mi cuello hasta llegar a la clavícula mientras sus manos se enroscaban en mis caderas, apretaron suavemente y me impulsaron hacia él. Coronó mi locura cuando emitió un ronco jadeo de placer al colocarme a horcajadas sobre su regazo. La fuerza con la que me sostuvo me enloqueció. Enrico me deseaba del mismo modo en que yo le deseaba a él.
Levanté los brazos y los enrosqué alrededor de sus hombros, apoyando mi frente sobre la suya. Cuanto me enervó que hubiera ropa de por medio.
—Te debo un amanecer —suspiró.
—¿Me lo… debes? —tartamudeé pensando en que todos mis amaneceres podrían ser suyos si me los pedía.
—Ayer… no pude amanecer contigo, ¿recuerdas? —Hizo una mueca.
Era difícil de olvidar. Los acontecimientos del día anterior no me habían abandonado ni un segundo y, siempre que podían, me atormentaban. No solo temía por la integridad de Cristianno, sino que Silvano estaba mal herido y continuaba ingresado en la clínica. El Edificio había sido un ir y venir de gente y, aunque nadie lo dijera en voz alta, se palpaba la tensión y las ansias de revancha. La guerra no había hecho más que empezar.
—Ven conmigo —dijo retirándome el pelo de la cara.
No lo dudé ni un instante, y me alejé de su cuerpo para levantarme. Enrico sonrió observándome con absoluta precisión.
* * *
—¿Y a dónde vamos? —pregunté para evitar pensar en el calor que se había instalado en todo mi cuerpo.
Los pensamientos no habían dejado de martirizarme desde que tomé asiento en su Bentley, y aumentaban su potencia cuando Enrico me miraba de reojo. Mis resistencias quedaron devastadas con la melodía sugerente y casi enloquecedora de Enigma y con su forma de conducir.
Aun así, algo no me permitía saborear ese momento. Era una especie de remordimiento que subía y bajaba por mi garganta y que, cada vez que cogía aire, palpitaba advirtiéndome que no desaparecería mientras estuviera junto a Enrico.
Se desvió de la calzada para entrar en un aparcamiento subterráneo que había cerca de la Piazza Navona. Cogió el ticket, me miró de soslayo y sonrió de medio lado antes de humedecerse los labios de una forma dolorosamente lenta.
¡Genial!
—Enseguida lo sabrás —murmuró con voz ronca, acelerando el coche suavemente.
«Dios, que guapo es», pensé.
Detuvo el coche en una de las plazas reservadas, cogió aire y frunció los labios antes de mirarme. Lo hizo con titubeo, como si deseara decirme algo, pero no supiera que palabras escoger. Me transmitió incertidumbre.
Acercó su mano a la mía y perfiló mis nudillos, concentrándose en su gesto. De pronto, el sonido de su móvil nos interrumpió.
—Joder… —masculló echando mano a su bolsillo—. Discúlpame un momento, cariño.
—Claro… —Fue lo único que pude decir.
Enrico descolgó el teléfono y se lo llevó a la oreja. Las facciones sensuales de su rostro se tensaron hasta endurecerse y comenzó a apretar la mandíbula mientras escuchaba atentamente lo que la persona que había al otro lado de línea le decía.
Le miré intermitentemente; no quería invadir su privacidad. Pero, por otro lado, era imposible no prestar atención estando con él en el interior de su coche.
—Pues retenlo hasta que llegué —dijo entre dientes—. ¿Crees que me importa quién es su maldito abogado, Oscar?… Exacto, me da igual. Le quiero encerrado en mis calabozos, y si ocurre lo contrario, os meteréis en problemas, ¿me has entendido? ¿Qué?… No me importa… Sí… Y yo soy el comisario del distrito de Trevi, si digo que se queda, se queda y punto… —Hablaba con severidad—. Tenemos setenta y dos horas de arresto, Oscar. Aún le quedan cuarenta y ocho… Pues esperas… No tardaré, ciao. —Colgó y resopló con fuerza—. Lo siento.
Negué con la cabeza y toqué su hombro, acercándome un poco a él.
—¿Ocurre… algo? —murmuré.
—Nada que no pueda solucionar —contestó al mirarme.
—Parecías enfadado.
—Estaba enfadado. No sabes lo mal que me sienta la incompetencia.
—Bueno, acabo de verlo —bromeé notando como su rostro se calmaba y terminaba sonriente.
—Vamos —dijo haciendo ademán de salir del coche—. Quiero estar un rato contigo antes de irme.
No me permití maravillarme con lo que acababa de decir porque no habría podido moverme del asiento. Así que, respiré hondo, tragué saliva con más evidencia de la que preferí mostrar, y salí del coche. Segundos después, Enrico colocó una mano en la parte baja de mi espalda, ignorando lo que aquello desataba en mi interior, y me guio fuera del aparcamiento.
Recorrimos varias calles hasta llegar a la Piazza Campo de’ Fiori y encontrarnos de frente con un de los mercadillos más populares y pintorescos de Roma. El ritmo ya era frenético, y apenas eran las ocho de la mañana.
Miré a Enrico y sonreí. Pero esa sonrisa no duró demasiado. El remordimiento retornaba, justo en mi vientre, y crecía por momentos, cubriéndome de una vulnerabilidad muy desagradable. Pensar que podían vernos juntos, en las consecuencias que podía acarrearnos, me exasperaba e intercedía en el placer que me producía aquel instante con él.
Enrico percibió el cambio, me cogió de la barbilla y me obligó a mirarle.
—¿Qué ocurre? —preguntó frunciendo el ceño.
Pensé en guardar silencio o fingir, pero era demasiado tarde… y él demasiado listo. Tanto que ni siquiera me dejó contestar. Asió mi mano, encajando sus dedos entre los míos, y tiró de mí esquivando a la gente que comenzaba a agolparse en los pasillos del mercadillo. Le seguí caminando a trompicones, trastabillando con los pies de las personas que pasaban por al lado. Apoyé una mano en su espalda y pude ver por encima de sus hombros que el gentío se hacía mucho más grande delante de nosotros.
Entonces, Enrico decidió colocarme delante de él. Apoyó sus manos en mis caderas y acercó su cuerpo hasta dejarlo completamente pegado al mío. Comenzó a guiarme con suaves empellones mientras sus dedos jugueteaban con la cinturilla de mi pantalón y su aliento me acariciaba la nuca.
—Si piensas que voy a esconder lo que siento por ti, te equivocas. —Fue un susurro lo que más tarde se convirtió en un beso en la curva de mi cuello y a punto estuvo de hacerme caer—. No eres mi amante, Sarah.
Hubiera sido más sencillo continuar caminando sino hubiese rematado todo lo que dijo mordisqueándome el lóbulo de la oreja. Aquellos movimientos me sepultaron en mis agitaciones, y jadeé bajo su sonrisa afónica. Fue en aquel instante cuando recapacité. Enrico no era tonto, sabía lo que hacía al decidir pasear conmigo. Si a él no le importaba que pudieran descubrirnos, ¿por qué debía preocuparme a mí? Tenía aprovechar aquellos minutos con él, porque no sabía cuándo volverían a repetirse y porque merecíamos desconectar de la cantidad de problemas que nos acechaban.
Giré la cabeza hasta sentir el calor de sus labios a solo unos centímetros de los míos.
—¿Va a detenerme, comisario? —ronroneé con un ligero tono bromista.
—No me tiente, Zaimis —murmuró Enrico, demasiado erótico.
El gemido que ahogué provocó una carcajada en él.
—Me encanta cuando haces eso.
—¿Ruborizarme? —Alcé las cejas.
—Exacto.
—Deberías decir que te encanta saber que tienes la situación completamente dominada.
—Eso también.
—Egocéntrico.
—No sabes cuánto —sonrió antes de detenernos frente a un pintoresco local de estilo irlandés llamado Dolce—. Hemos llegado.
Entrar fue una tarea muy complicada. El interior estaba lleno de gente hablando a gritos y tomando sus desayunos a un ritmo frenético, pero a Enrico no pareció importarle. Me cogió de la mano y me orientó hacia una mesa que había al otro extremo de la cafetería abriéndose paso hábilmente.
—¡Hugo, lo de siempre, doble! —gritó a un camarero antes de llegar a la mesa.
—¡Hecho, Materazzi! —respondió el camarero hablando por encima de todas las cabezas.
Tomé asiento sobre el alféizar de una ventana acomodado con unos cojines y me concentré en la calle y en el ajetreo que tenían los puestos. Me parecía increíble estar allí…con Enrico. Puede que para cualquier pareja aquello fuera algo de lo más normal, pero para mí era una situación extraordinaria que jamás había experimentado.
El tacto de sus dedos sobre los míos me hizo mirarle.
—Solía venir aquí a desayunar con… Fabio… —dijo, costoso y un tanto apesadumbrado—. Dejé de hacerlo cuando él… murió.
Apreté su mano y me incliné hacia él.
—Podrías haberme llevado a otro sitio.
—No. —Espetó—. Este lugar es especial para mí y quiero compartirlo contigo.
Sonreí mientras imaginaba a Fabio sentado en una de esas mesas desayunando y hablando tranquilamente con Enrico.
—Le querías —afirmé.
—Como a un padre —aseguró con voz ahogada.
Decidí que era el momento de cambiar de conversación. Para Enrico, ese lugar tenía un significado especial, y ya era demasiado difícil estar allí como para acrecentarlo hablando de… Fabio. No había tenido el placer de confraternizar con él, pero le había conocido y, lo más importante de todo, le respetaba. A mí también me costaba asimilar que no volvería a verle.
—¿Siempre quisiste ser inspector de policía? —pregunté curiosa.
Enrico sonrió al darse cuenta de mis pretensiones.
—En realidad, me parecía una profesión muy conveniente —respondió con destreza.
—¿Qué quieres decir? —inquirí interesada.
Pestañeó un par de vez y frunció los labios de una forma muy peculiar. Si mis observaciones no fallaban, aquella era una forma de decirme que la respuesta era algo compleja.
—Nos beneficiaba. Si estás dentro de las autoridades, tienes más poder y dispones de privilegios.
Interesante. No tenía ni la menor idea de cómo funcionaba la mafia, pero, estaba claro que infiltrarse en la policía era algo sobradamente inteligente. De ese modo, se tenía todo controlado, que, a fin de cuentas, era lo que más importaba.
—Creo que lo he entendido —repuse antes de que el camarero llegara a nuestra mesa.
—Te dejo esto por aquí, Enrico —dijo sonriente.
—Gracias, Hugo —respondió, se levantó de la silla y tomó asiento justo a mi lado. Cogió uno de los dulces que había en el plato y me lo acercó—. Prueba esto.
Le di un mordisco. El azúcar en polvo que cubría el dulce se deshizo en mi boca y se mezcló con el aroma del relleno. Tenía un sabor intenso y suave al mismo tiempo, tanto que me hizo cerrar los ojos. Era una delicia.
—Está buenísimo —musité descubriendo que la mirada de Enrico estaba fija en mi boca.
Se acercó lentamente a mí y capturó mis labios entre los suyos. Apretó con delicadeza y lo dibujó con la punta de la lengua. Todo mi cuerpo se tensó y la excitación eclipsó el sabor de aquel dulce. Aquel ardiente beso de Enrico pudo con todo.
—Tenías restos de azúcar en el labio —murmuró cuando se alejó sonriendo con picardía.
Claro, por una parte era lógico que sonriera porque debía tener un aspecto deprimente con la boca abierta y mirándole de hito en hito. Pero no era justo que me hiciera aquello sabiendo lo que me provocaba su cercanía. Carraspeé e intenté serenarme.
—Volviendo a la conversación que estábamos manteniendo…
La mirada de Enrico no pareció satisfecha. Él estaba orgulloso de ser comisario y mafioso al mismo tiempo, podía verlo en sus ojos, pero no se sentía cómodo admitiéndolo en mi presencia.
—Sarah… —replicó removiéndose en el asiento—, sé que es difícil para ti asimilar todo esto y estarías en todo tu derecho si decides que no te convengo, pero…
Acerqué una mano a su boca para impedirle que continuara hablando. Él abrió los ojos sorprendido por mi reacción y tragó saliva sin saber muy bien qué hacer.
—Te gusta ser lo que eres. —Admití por él, porque sabía que le costaría mucho reconocerlo en voz alta—. Te gusta lo que haces y disfrutas sabiendo que tienes el poder, lo he visto en tu mirada. Para colmo, se te da a las mil maravillas. Sí, no lo comparto y puede que no me convenga, pero es demasiado tarde. —Deslicé mis dedos por su barbilla y los coloqué en el reverso de su mano sin apartar la mirada de sus ojos—. Te pertenezco, ¿recuerdas? —terminé susurrando.
Parpadeó lentamente, dándome la impresión de que memorizaba cada una de mis palabras. Como si creyera que no volvería a escucharlas. Que equivocado estaba si era cierto que lo pensaba…
Se inclinó hacia mí y apoyó su frente en la mía.
—¿Lo recuerdas tú? —susurró.
—A… todas… horas —balbuceé cerrando los ojos.
Acaricié su pecho y me detuve justo encima de su corazón. Latía con fuerza, precipitado, pero no había rastro de esa agitación en su rostro, solo en su aliento. Noté la resistencia de sus manos cuando las apoyó en mis muslos y como presionaba mi piel con las yemas de los dedos, impaciente por pasar al siguiente paso. Una sensación que, de sobra, compartí. Yo sentía, exactamente, la misma urgencia por unirme a él.
—Quiero besarte —jadeé en sus labios, aferrándome a su chaqueta. Llenó de pequeños besos la piel que iba de la comisura de mis labios al oído.
—Hazlo.
—No, aquí no —suspiré mostrándole el camino hacia mi cuello.
No tardé ni un segundo en notar sus besos sobre la clavícula, y como sus manos subían misteriosamente por mis costillas.
—Dime dónde, Sarah —mordió suavemente mi cuello—. Solo dímelo y te llevaré hasta allí.
—Llévame al mar… —gemí—… y bésame en la orilla…
Gruñó con satisfacción y se alejó de mí antes de levantarse y colocarse bien la chaqueta de su impecable traje azul oscuro. Se mordió el labio sabiendo que aquel gesto terminaría de excitarme.
Tragué saliva cuando me ofreció su mano y me envió una mirada cargada de complicidad.
Solo nosotros dos sabíamos lo que estaba ocurriendo y que lo que estaba por venir.
Sus dedos me guiaron fuera del local.
Ni siquiera la brisa fresca de finales de febrero me calmó.