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KATHIA

Las miraditas asesinas de Giovanna Carusso durante la cena me pusieron muy difícil mantener el tipo. Y es que a mi puñetera prima le frustraba muchísimo que Valentino me prestara atención. Como si yo lo deseara…

—Deberías comer —me susurró Valentino al oído.

No pude evitar mirar a mí alrededor y observar como las personas que había en la mesa engullían la comida con toda la tranquilidad del mundo. Incluso Úrsula da Fonte (la esposa de Carlo) comía con total normalidad. Ni que decir de sus malditos gemelos, Francesco y Stefano.

—No tengo hambre —protesté alejando el plato, agotada.

En otro momento, Valentino me habría obligado a comer recurriendo a la fuerza o incluso a los gritos. Pero esta vez, solo asintió con la cabeza y me envió una mirada de comprensión.

Dejó los cubiertos a cada lado del plato y se limpió la comisura de la boca con la servilleta.

Todos esos movimientos fueron escrutados al detalle por Giovanna, que se remiraba a Valentino como si en cualquier momento fuera a saltar sobre él y echarle un polvo sobre la silla.

—De acuerdo, entonces —dijo Angelo—. La ceremonia de compromiso se celebrará en el Grand Plaza.

La conversación captó toda mi atención al tiempo en que Giovanna soltaba un tenedor con furia y me miraba. Evité mirarla, concentrada en lo que acaba de escuchar.

—Solo falta ultimar los detalles, querido —añadió Olimpia—. Ya sabes, hacer unas compras.

—Claro, Olimpia —sonrió Angelo antes de mirarme de reojo—. Quiero que mi hija vaya esplendida ese día.

Tragué saliva incapaz de sentir nada; ni siquiera el dolor que me produjo hincarme las uñas en los muslos. Valentino deslizó una mano por debajo de la mesa e impidió queme hiriera.

—Es una lástima que no nos puedas acompañar —continuó Olimpia, y yo no pude resistirlo más.

Me levanté de la mesa y salí de aquel salón en dirección al pasillo. Por suerte, me había tocado una de las habitaciones de invitados que había en la primera planta, porque no estaba segura de tener fuerzas para subir las escaleras.

¿Cómo podía cambiar tanto una situación? ¿Cómo podía cambiar tanto las sensaciones? Hacía apenas unas horas estaba en el teatro, escondida en un pequeño cuarto de instrumentos, besando a Cristianno apasionadamente, cerca de hacer el amor allí mismo, lejos de sentirnos culpables. Sin embargo, ahora, éramos primos, había visto morir a mi padre y no sabía absolutamente nada de mi madre. Estaba atrapada y no encontraba el modo de salir.

«Esto se acaba, Kathia», predijo mi fuero interno, complicando aún más las cosas.

—¿Qué ocurre, Kathia? —preguntó Valentino antes de cogerme del brazo.

Ni siquiera me había dado cuenta de que me había seguido por el pasillo. Me solté y le miré con los ojos húmedos. No quería llorar, pero mi cuerpo hacía mucho tiempo que había dejado de aceptar mis órdenes; casi parecía que no estaba en él. Me sentía totalmente desprovista de mis facultades.

—¡Todo esto, Valentino! —Exclamé alzando los brazos—. No puedo creer que Carlo muriera hace unas horas y estemos en su entierro hablando de nuestra ceremonia de compromiso. Es demasiado frívolo, ¡no es normal!

Valentino volvió a poner aquella maldita cara de hombre que lo comprende todo y se acercó a mí sin importarle que yo le estuviera mirando con deseos de ver cómo se calcinaba allí mismo.

—Nada en nuestro mundo es normal, Kathia —explicó en voz baja—. Somos la mafia, no podemos permitirnos el lujo de llorar a los nuestros como hace la gente corriente. Hay que reponerse rápido y continuar. —Terminó retirando un mechón de mi pelo y enroscándolo en la oreja.

—Para encontrar un modo de vengarse, ¿no es así? —Le desconcertó por completo mi tono mordaz. No sabía qué decir, pero me lo dijo todo—. No hace falta que contestes —negué con la mano antes de darme la vuelta.

—La venganza forma parte del juego, Kathia —se justificó.

Enseguida le miré y me esforcé por transmitirle lo mucho que le detestaba.

—¿Por eso mataste a mi padre?

Alzó las cejas sorprendido, pero también confundido. Acaba de decirle que fui yo la persona que estuvo persiguiendo por los laboratorios Borelli aquella tarde.

Quise continuar con mi camino, dispuesta a zanjar la conversación porque no quería escucharle. Pero volví a sentirle tras de mí, esta vez de un modo que me recordó a… Cristianno, la tarde en la que vino a cenar a la mansión Carusso con su… mí… familia. Pero el calor excitante que sentí aquella tarde cuando los dedos de Cristianno me recorrieron el brazo y su voz rozó mi cuello, no fue el mismo que estaba sintiendo en aquel momento.

—¿Me perdonarás algún día? —murmuró, con algo más que arrepentimiento.

—No lo creo…

Y salí de allí tomando el pasillo que llevaba a las habitaciones. Ni siquiera había recorrido unos metros cuando Giovanna se interpuso en mi camino con los brazos en jarras. Su rostro me dijo que tendríamos un enfrentamiento.

—No eres bienvenida aquí, Gabbana —masculló.

Extrañamente, fue muy agradable ser llamada de aquel modo.

—Lo sé. —Quise esquivarla, no quería tener un enfrentamiento con ella.

—Aun así te regocijas.

La miré extrañada. Si pensaba que disfrutaba con la cercanía de Valentino, estaba muy, pero que muy equivocada. Por mucho que Valentino se esforzara en ser un caballero, seguiría sintiéndome muy repelida a su lado.

—¿Regocijo? —Repetí, incrédula—. Toma lo que crees tuyo, Giovanna. Yo no lo quiero.

—Pero aceptas su mano —gruñó, perdía el control por momentos.

—¿Tengo elección? —Dije con una mueca—. Acabas enterrar a tu padre, muestra respeto.

La esquivé y me acerqué a la puerta de la que sería mi habitación.

—Tiene que ser duro no poder estar con la persona que amas. ¿Qué se siente? —dijo Giovanna tras de mí.

Una oleada de ira me recorrió el cuerpo y no estuve muy segura de poder detenerla. No había dicho su nombre, pero estaba metiendo a Cristianno en la conversación y eso no lo permitiría. Él no pintaba nada allí, su simple mención tenía demasiado valor para una persona como Giovanna Carusso.

La miré enfurecida.

—Dímelo tú —mascullé con toda la intención de lastimarla.

Supe que lo había logrado en cuanto se lanzó a por mí. Me cogió del cuello y me estampó contra la puerta apretando con ímpetu. No me costó deshacerme de sus manos con un ligero golpe en las muñecas, pero enseguida volvió a contraatacar, esta vez tirándome del pelo.

—¡Basta, Giovanna! —Gritó Enrico apartándola de un empujón—. Vuelve al salón.

—¡Está es mi casa! —chilló.

—¡Vuelve al salón!

Giovanna me miró una última vez y se largó pisando con fuerza.

—¿Estás bien? —preguntó Enrico cogiéndome el rostro entre sus manos.

Asentí con la cabeza, aferrándome a él. Era una estupidez frenar las ganas de llorar cuando ya estaba sintiendo las lágrimas resbalando por mis mejillas. Enrico las limpió con los pulgares antes de apoyar mi cabeza en su pecho y rodearme con los brazos.

—Quédate conmigo, Enrico —gemí cogiendo su chaqueta—. No me dejes sola esta noche, por favor.

—No, mi amor —musitó en mi frente—. Por supuesto, que no.

* * *

El sueño me arrastró al punto en el que la mente y el cuerpo ya no tienen el control. Estaba en manos de mi subconsciente, y este resultó ser terroríficamente revelador.

Todo comenzó ese día…

… en una noche de verano en Cerdeña.

Tenía prohibido salir de noche. La casa donde nos alojábamos estaba demasiado cerca del mar, y, en la madrugada, la marea subía hasta casi rozar las escaleras del porche trasero. Algo demasiado peligroso para una niña de ocho años. Aun así, ignoré las órdenes de Angelo, como casi siempre.

Me escabullí, en cuanto supe que todo el mundo dormía, y me senté junto a la orilla del mar, dejando que el agua acariciara mis pies desnudos. Siempre me había gustado esa sensación, hacía que, por un momento, no pensara en otra cosa más que en la suavidad con la que el agua me tocaba. No me gustaba el mar, me aterraba la inmensidad del océano, pero cada noche me escapaba y me sentaba en la arena porque era la única forma de sentir que encajaba y que pertenecía a algún lugar. Siendo tan pequeña no debería haber pensado y sentido de esa forma, no debería haber estado tan sola. Los Carusso nunca me trataban como a Marzia y ni siquiera se molestaban en mostrarme algo de cariño. Por eso envidiaba lo unida que estaba la familia Gabbana…

Me concentré en el halo de luz plateada que irradiaba la luna sobre el agua. Diminutas partículas serpenteaban alrededor y ondeaban con la suavidad de las olas. Corría una brisa suave, muy ligera y algo fresca que arrastraba un aroma a sal, cautivador.

Cerré los ojos, aspiré con fuerza y hundí mis manos en la arena. Cogí un puñado y dejé que resbalara de mis dedos y cayera sobre mis pies. Me gustaba el cosquilleo que me provocaba el agua cuando se acercaba y limpiaba la arena de mi piel.

Sonreí.

—Se lo voy a contar a Ángelo —cuchicheó una vocecita tras de mí.

Hice un mohín maldiciendo mentalmente que Cristianno me hubiera pillado. Él era mi perdición, el único Gabbana que no soportaba. Y sabía que era recíproco. Nos odiábamos, nos hacíamos la vida imposible y aprovechábamos cualquier ocasión para meternos en problemas.

En ese momento, el problema lo tendría yo si él se iba de la lengua.

—¿Qué vas a contarle? —inquirí mirándole de reojo.

La sonrisita que tenía en su maldita boca y aquella miradita de perversa diversión que dominaba sus ojos azules, peligrosamente bellos, me indignaron. Tanto que ni siquiera me di cuenta de que se sentaba a mi lado.

—Que te has escapado —reconoció encogiendo las piernas al sentarse.

Apoyó los codos en las rodillas y miró al horizonte. El viento revoloteó en su cabello negro y, por un instante, no me molestó reconocer lo guapísimo que era. Tenía un perfil que rozaba la perfección, y me hizo pensar en cómo sería cuando tuviera unos años más. Si con nueve era tan impresionante… con dieciocho… Dios, con dieciocho amargaría la existencia de cualquier mujer, sería un maldito rompecorazones.

Resoplé furiosa por lo que acaba de pensar.

—Pues yo se lo diré a Silvano —advertí.

—¡Bah!… Mi padre no me castigará.

Sí, eso ya lo sabía.

—Eres imbécil…

—Y tú una repelente…

No lo aguanté más y le di un codazo. Él no tardó en responder, solo que prefirió tirarme del pelo. Intenté esquivarle y recogérmelo, pero no me dejó y continuó pellizcándome los brazos mientras se reía. Le divertía chincharme, y a mí me exasperaba saber que disfrutaba.

—¿Por qué no paras de una vez? —protesté—. ¡Vete! Déjame sola.

—No, vete tú… Si quieres estar sola, vuelve a tu estúpido internado.

—Serás… —Me lancé a por él. La fuerza del empujón lo tumbó sobre la arena y yo aproveché para colocarme encima y abofetearle—. ¡Te odio, Gabbana! —exclamé aún más furiosa porque no dejaba de reír.

—¡Y yo ti, Carusso! —añadió antes de apartarme.

El impulso me llevó a sentarme sobre sus piernas. Cristianno se incorporó apoyándose en los brazos y se acercó a mí. Ya no había diversión en su cara ni en su mirada, sino más bien incertidumbre… Incluso… timidez. Se ruborizó y tragó saliva antes de cogerme del brazo con delicadeza. Algo que me sorprendió porque siempre había sido muy bruto conmigo.

—¿Puedo hacer una cosa? —preguntó temeroso.

—¡No! —refuté—. Suéltame. —Pero apretó aún más, inmovilizándome—. ¿Por qué eres así conmigo?

—No lo sé…

Ahora era yo la que tragaba saliva: por su cercanía y por la forma que tuvo de acariciar mi brazo.

—¿Qué es lo que querías hacer? —dije sin saber muy bien porque me interesaba.

—¿Qué?

—Me has preguntado si podías hacer una cosa…

—Es una tontería… —sonrió sin ganas.

—Vale.

Quise apartarme de él cuando de golpe me cogió de la cara y me soltó un beso rápido. El contacto de sus labios fue minúsculo, pero suficiente para que sintiera por primera vez ese cosquilleo en mi vientre. Acababa de recibir mi primer beso… ¡de Cristianno!

—Me has… besado —tartamudeé desconcertada.

Cristianno agachó la cabeza, avergonzado.

—Lo siento —susurró.

—No ha estado tan mal… —dije, ruborizada.

Dios mío, aún era demasiado joven para vivir una situación como aquella.

—Mauro me dijo que era asqueroso.

—¿Y tú qué piensas?

—Que… me ha… gustado —dijo, mirándome al fin.

—¿Quieres… quieres repetirlo?

Asintió lentamente mientras acercaba su cara a la mía. Antes de sentir el contacto, noté como su aliento acelerado me acariciaba la barbilla y no pude evitar sonreír por dentro. Nunca había imaginado que Cristianno estuviera a punto de besarme por segunda vez.

—¡¿Pero qué demonios estáis haciendo?! —exclamó alguien sobresaltándonos.

Cristianno dio un brinco y yo caí hacia atrás, mojándome el trasero. El pecho se me desbocó y las mejillas me ardieron.

—¡Tío Fabio! —gritó Cristianno más nervioso que nunca.

—¡Responder a mi pregunta!

—Lo siento, Fabio —balbuceé notando como la lengua me pesaba una tonelada por el bochorno.

Aunque, por otro lado, agradecí que fuera Fabio quien acababa de cazarnos en un momento tan comprometido.

—Más lo vais a sentir si se entera Angelo… No volváis a hacerlo, ¿de acuerdo? Eso no está bien entre… —se detuvo de súbito y empalideció. Tardó varios segundos en recomponerse y hablar y supe que había sido porque estaba pensando que decir—… entre vosotros.

—¿Por qué? —refunfuñó Cristianno.

—Vuelve dentro, Cristianno.

—Pero…

—¡Vuelve dentro! —ordenó Fabio.

Cristianno le hizo caso a regañadientes. Se levantó, sacudió la arena de sus pantalones cortos y se dirigió a la casa blasfemando por lo bajo.

En cuanto estuvimos a solas, Fabio se puso de rodillas y me cogió de los brazos. Captó toda mi atención dándome un zarandeo.

—Kathia, tienes que prometerme que no volverás a hacer eso. Al menos, no con Cristianno, ¿entendido? Un beso con él no es algo… —volvió a pensar en la palabra adecuada—… apropiado. Además, eres una niña.

—¿Podré besarle cuando sea mayor? —quise saber

—Nunca, pequeña, nunca —me advirtió—. Quiero que olvides que esto acaba de pasar. Prométemelo, Kathia, prométeme que vas a olvidarlo.

—Te lo prometo, Fabio.

—Bien. Ahora vuelve a la cama, y cumple tu promesa, pequeña.

Olvidarlo.

Debía olvidarlo.

Entré en mi habitación y me apoyé en la puerta después de hacer maniobras para cerrarla sin hacer ruido.

—Kathia… —Cristianno apareció entre la penumbra.

—¡Cristianno! —me sobresalté.

Demasiadas emociones para una sola noche.

—Quiero que sepas que… —musitó acercándose a mí—… me ha gustado que seas la primera chica a la que beso.

Me ruboricé y sonreí tímidamente.

—Yo pienso lo mismo.

—Vale, pero no te lo flipes —dijo volviendo a su tono de voz tirano.

—Estúpido. —Le empujé.

—Eso está mejor —sonrió mirándome como si estuviera a años luz de él—. Porque te haya besado no significa que deje de hacerte la vida imposible —añadió, pero algo de mí sintió que mentía.

—Pues vete preparando, ahora será peor que antes.

Pero a la mañana siguiente, me llevaron de vuelta a Viena. No volví a veranear en Cerdeña, no volví a ver a Cristianno hasta ocho años después. Me olvidé de aquellos días… me olvidé de aquel beso, me olvidé de lo que sentí por él.

Un golpe secó se coló en mi sueño.

Empecé a despertar.