CRISTIANNO
Tenaz y penetrante, el silencio gobernó entre Mauro y yo. Daba igual lo cerca que estuviéramos dentro de aquel coche o las miradas que, de vez en cuando, nos enviábamos. Ambos estábamos muy lejos el uno del otro en aquel momento.
Apagó el Maserati de su padre en el garaje del Edificio, apoyó la cabeza en el volante y suspiró con pesadez. Seguía pálido, más cansado que nunca y se movía como si cada movimiento fuera un puto suplicio.
Quise tocarle, pero me arrepentí al ver que su cuerpo se sacudía. Prefirió la distancia, y mi presencia le angustiaba demasiado. Así que le dejaría asolas. Salí del coche arrastrando las piernas y notando un intermitente dolor en las costillas. El efecto de los analgésicos menguaba. Necesitaba… descansar…
Un instante antes de entrar al ascensor, miré de reojo a mi primo y descubrí que él ya lo estaba haciendo de antes. Había mortificación en sus pupilas y una extraña desesperación que supe no podría describirme con palabras; solo podía sentirla y ahogarse en ella como lo estaba haciendo.
Me mordí el labio, consternado, y agaché la cabeza. Habíamos barajados mil soluciones, pero ninguna era buena. Excepto una… y no fue del agrado de nadie. Sería muy duro afrontar lo que se venía en encima, todos lo supimos. Pero lo que nadie imaginó fue que supondría una tortura para mí ver a Mauro de aquel modo. Si hubiera podido le habría arrancado esa angustia y me la habría metido en el pecho a puñetazos. Daba igual que yo estuviera colapsado; si Mauro sufría, ese sentimiento se multiplicaba en mí.
Un miedo fugaz me sobrevino cuando sonó mi móvil. No me hacía falta mirar la pantalla para saber quién era.
—Enrico… —suspiré—… Dime lo que sea, pero dímelo rápido.
Mauro salió como una exhalación del coche y se acercó a mí.
—Lo sabe, Cristianno. —Enrico habló timorato, y yo apreté el teléfono hasta hacerlo crujir entre mis dedos.
Lo primero que pensé cuando me enteré de la verdad es que quería ser yo quien se la contara a Kathia. No habría solucionado mucho porque le habría provocado la misma perturbación, pero tendría la certeza de que se lo habría explicado con tacto y tranquilidad. Hubiera ido tanteando sus reacciones, y, una vez enterada, habríamos tenido la oportunidad de asimilarlo juntos.
Dios mío… ¿qué estaría pensando?, ¿qué estaría sintiendo?
Que difícil era mantener la calma…
—¿Cómo… está? —susurré, entrecortado.
—Ella me ha preguntado lo mismo —reconoció.
—Eso no responde a mi pregunta, Enrico. —Solo escuché su aliento durante unos segundos.
—No…está… bien… —Respiró demasiado entre palabra y palabra. Era un claro signo de aflicción en él.
—¿Quién se lo ha contado?
—No lo sé. Pero por su estado, no tuvo que ser agradable —se quejó.
—¡Mierda! —Exclamé con un susurro—. Tuvo que ser Olimpia, estoy seguro. —Porque ella era la más cruel, ruin y perversa—. Tengo que hablar con Kathia, tengo que verla, Enrico. Por favor…
Mauro colocó una mano en mi espalda sabiendo que no me tranquilizaría, pero que me gustaría saber que estaba tras de mí.
—Cristianno…
—Sabes bien que la casa de Carlo no tiene la misma seguridad que la mansión —interrumpí exigente—, y que podría colarme en cuestión de minutos.
Enrico resopló al otro lado de la línea. Estaba indeciso, necesitaba tiempo para aclarar sus ideas y organizarse, pero yo no era capaz de permitirle ese tiempo. Me volvía loco pensar en ella. Necesitaba tenerla delante y decirle que todo saldría bien, que encontraríamos una solución y que lucharía hasta el final por encontrar el modo de estar a su lado.
—Me necesita —susurré suplicante.
—También necesita tiempo.
—Lo tendrá, pero déjame verla.
—No se trata de lo que yo decida…
—¡No puedo quedarme aquí sabiendo que está pasando por esto ella sola, Enrico! —grité con un extraño sollozo.
La caricia de Mauro se hizo más fuerte. Se colocó frente a mí y me miró fijamente, instándome a que mantuviera la calma. Enrico no tenía la culpa…
—Lo siento —balbucí—. Esto es…
—Lo sé, Cristianno —medió Enrico, comprensivo. Y cogió aire hondamente—. Haré lo que pueda para que os veáis, pero, mientras tanto, mantente al margen. Quiero que sigas mis instrucciones, ¿me has entendido?
—Que espere tus instrucciones —repetí frotándome la frente.
—No te estoy prohibiendo ver a Kathia, Cristianno. Lo que te pido es tiempo para arreglar un encuentro que no os perjudique.
Claro, eso lo comprendía. El problema estaba en si lo comprenderían mis impulsos o mis emociones o…
—Está bien… —repuse auto convenciéndome—. Haré lo que tú digas.
—¿Lo prometes?
—Prometer, ¿eh? —Torcí el gesto haciendo una mueca con los labios.
—Cristianno, no me jodas… me cuesta mucho fiarme de ti cuando se trata de Kathia. Necesito una promesa.
El muy cabronazo estaba tan poco convencido como yo. Era como si pudiera leerme la mente vía telefónica.
—También puedo incumplirla —reconocí, porque eso era exactamente lo que estaba pensando.
—No, no lo harías. Tus promesas valen demasiado, y lo sabes.
Mierda.
Cierto, una promesa valía demasiado, y Enrico era muy listo al hacerme prometer. En cambio, las palabras no valían nada. Una palabra tenía unos segundos de vida y después se esfumaba.
—Te doy mi palabra.
KATHIA
—El señor es misericordioso y contempla el alma de las personas, más allá de sus actos. —El sacerdote pregonaba con los brazos abiertos y mirando al cielo.
Había más de cien personas congregadas alrededor de aquel ataúd que, irónicamente, continuaba abierto. Dentro yacía Carlo, con las manos cruzadas sobre el vientre y los ojos cerrados. Su piel pálida se extendía más allá de la frente, mezclándose con los pobres hilos de pelo ceniciento que le adornaban la cabeza. La muerte aún no se había apoderado de él, pero empezaba a mostrar signos escalofriantes. Los presentes lo contemplaban como si fuera un monumento y chismorreaban entre ellos haciendo poses por si acaso les cazaba alguno de los periodistas que había asistido. Otros (Olimpia di Castro, por ejemplo) se limitaban a mirarse las uñas y bostezar pronunciadamente. Por eso fue tan frustrante que me llamaran la atención cuando no quise prestar atención…
Cogí aire y tragué saliva. Recordaba la noche en que me colé en aquel cementerio con… Cristianno.
«Cristianno.»
Su nombre acarició mi paladar con más delicadeza que nunca, provocándome una apacibilidad extraordinaria. ¿Cómo lograba Cristianno que sintiera aquello si ni siquiera estaba allí? Era asombrosamente desconcertante. Sobre todo cuando me abordó la urgencia de perderme en él.
Los dedos de Valentino se enroscaron a los míos. Aquel gesto fue el que me abstrajo de la batalla que se estaba dando en mi interior, y me quedé mirando nuestras manos entrelazadas. Jamás encajarían como lo hacían los dedos de Cristianno al enredarse con los míos. Tuve un desagradable escalofrío… Mi mente me torturaba con recuerdos y después me despreciaba. Me prohibía pensar en Cristianno para después bombardearme con los momentos que había pasado a su lado. ¿Debía o no alejarme él? ¿Debía o no intentar olvidarle?
Sí… pero no… No quería y no podía… Cristianno tendría que poner fin a esto…
—Padre, acoge este espíritu y guíalo hacia la luz —continuó el sacerdote—. Límpialo de todo pecado y haz que tenga una eternidad pura y en armonía. Despidámonos de Carlo Carusso y recemos por la salvación de su alma.
—¿Qué demonios…? —gruñó Angelo, sentado al lado de Valentino. Le enervaba que aquel cura estuviera refiriéndose a su hermano de ese modo—. Toni, ¿de dónde has sacado a ese maldito sacerdote?
El esbirro que había tras él se encorvó para hablarle por lo bajo.
—Señor, era el único que aceptó un soborno.
—Me cago en… —El Carusso se agitó—. Haz que termine de una vez el sermón y que cierre esa bendita boca que tiene, si no quiere que se la cosa con una bomba dentro. ¡Qué fastidio! Tenemos a toda la prensa. Solo falta pregonar: «¡Esto es la mafia, caballeros!»
Como si ya no lo supieran.
—Tranquilízate, Angelo —intervino Valentino—. Si no estás satisfecho, siempre podemos hacerle una visita.
Genial, ahí estaba el gilipollas de siempre. Eso era mucho más lógico en él.
—Es lo que haré si no termina en breve. No quiero que manche el funeral de mi hermano pequeño con habladurías sobre la salvación de su alma —espetó clavándole al cura una mirada sentenciadora—. Bastante calvario supone enterrarle sabiendo que ha muerto a manos de un Gabbana.
Un arrebato de furia me estalló en la boca.
—¿Quieres decir que no tendrías el mismo dolor si hubiera muerto por culpa de otro? —intervine en un tono de lo más irónico.
Valentino y Angelo me clavaron la mirada: el primero lo hizo con una especie de súplica, el segundo con algo más que altanería. Pero, lejos de intimidarme, me erguí y alcé el mentón. Si querían un enfrentamiento, lo tendrían, desde luego.
El rostro de Angelo se iluminó con una sonrisa hipócrita. Definitivamente, lo mejor que me había pasado en la vida era no ser hija suya.
—Kathia, querida, eres una belleza cuando te mantienes callada —dijo.
—Claro, papá —continué mordaz. Algo que, por descontado, le fastidió muchísimo.
Se inclinó hacia mí, sin importarle que entre nosotros estuviera Valentino, y entrecerró los ojos creyendo que me atemorizaría. En parte, lo consiguió, pero no se lo demostraría.
—No juegues conmigo, Gabbana —masculló.
Le imité y me incliné hacía él unos centímetros, sintiendo como la mano de Valentino pasaba de estar entre mis dedos, a rodearme la cintura.
—No sabes lo bien que suena eso, Carusso. —Me levanté y abandoné el funeral sin esperar que llegara a su fin en ese momento. Resoplé frustrada.
No había recorrido ni unos metros cuando Valentino surgió tras de mí y me cogió del brazo con una suavidad que me crispó los nervios. Era muy desconcertante que me tocara de aquella forma cuando la noche anterior me estaba disparando por las calles de Roma.
—Kathia, por favor… —susurró, y yo me di la vuelta de golpe.
—¿Qué coño quieres? —mascullé.
—Lo dejé bien claro esta mañana en el hotel.
—¿Y eso borra todo el daño que me has hecho? Que equivocado estás, entonces. —Me deshice de él y fui directa al coche.
Cerré la puerta y observé desde el asiento como la gente se desperdigaba por el cementerio, en dirección a sus coches. Les observaba ausente, concentrada en la fiereza que fluía dentro de mí.
Hasta que me erguí de golpe con el corazón latiéndome en la lengua.
Por un segundo, solo por un segundo, creí ver a Cristianno tras la arboleda que había a pie de la colina.
CRISTIANNO
Valentino estuvo unos segundos muy cerca de ella. El muy cabrón la capturó del brazo y le habló cordial y suavizado mientras la observaba con la promesa del amor más fiel y sincero que un hombre pudiera entregarle a una mujer. Pero ella no sucumbió a esa magia. Masculló algo y se fue hacia el coche.
Pude ver su rostro antes de que cerrara la puerta. Estaba tan pálida y con unas ojeras tan pronunciadas que ni siquiera el maquillaje que llevaba lograba disimularlo. Me hirió no poder atravesar aquello que nos atormentaba junto a ella.
Que diferente habrían sido todo…
Di un paso al frente y salí de mi escondite.
Se me contrajo el vientre al toparme con su mirada.