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SARAH

Resultaba muy difícil controlar mis emociones mientras corría por el pasillo. A cada paso que daba, más intensa se hacía la sensación de ansiedad. No solo mi mente reclamaba estar un minuto a solas con él, sino todo mi cuerpo. De acuerdo, le había tenido hacía apenas unas horas y sabía que estábamos en mitad de una situación muy complicada como para andar pensando en amoríos, pero necesitaba mirarle a los ojos y saber que estaba bien. Que tenía alguna idea en mente para arreglar el desastre que Angelo Carusso se había empeñado en provocar. Necesitaba mirarle y saber que encontraría una salida para Kathia y Cristianno… y para nosotros.

Me detuve al final del pasillo con el corazón latiéndome en la garganta. Apoyé la palma de las manos en la pared para coger aire y miré a mí alrededor. No había rastro de Enrico, así que eché a correr de nuevo, pero en dirección a los ascensores.

Allí estaba, de espaldas a mí, con las manos escondidas en el bolsillo de su pantalón y la cabeza ligeramente cabizbaja. Odiaba verle tan sumido en sus pensamientos.

Entró en el ascensor.

—¡Enrico! —le llamé y él se detuvo, dejando que su cuerpo oscilara hacia un lado mientras giraba la cabeza para mirarme. Pero no vi sus ojos, los tenía cerrados, y cogió aire de una forma hechizante.

El típico hormigueo, que siempre sentía cuando estaba cerca de él, no tardó en instalarse en mi vientre, pero esta vez fue un poco agónico, negándome saborear cualquier emoción.

Entonces, me miró. Deslizó sus ojos zafiro por todo mi cuerpo con una parsimonia que rozaba peligrosamente el erotismo. Un suspiró entrecortado acarició mi lengua.

De repente, las puertas comenzaron a cerrarse. Enrico alargó un brazo, me cogió de la muñeca y tiró de mí al interior del ascensor. Me lanzó contra su pecho al tiempo en que me apoyaba en la pared metálica y pulsaba el botón que nos suspendería en mitad del trayecto. El suelo vibró en consecuencia de la maniobra, pero apenas tuve tiempo de sentir el vértigo; Enrico me besó, arrinconándome con su cuerpo. Fueron mis impulsos quienes tomaron el control y supieron cómo reaccionar ante la situación.

Me aferré a sus hombros en cuanto sus besos comenzaron a bajar por mi barbilla, hasta la clavícula. Su aliento acarició mi piel mientras sus dedos se colaban bajo mi camiseta. Los míos, en cambio, decidieron navegar por el filo de sus pantalones.

Enrico jadeó y tuve un pequeño espasmo al notarle casi tan cerca como en la madrugada.

—Me vuelves loco —gruñó excitado.

Cogí las solapas de su chaqueta y le exigí más de su boca.

—No dejes de besarme. —Se me erizó la piel cuando sus manos llegaron a la curva de mis pechos y rodeó el torso hasta cubrir mi espalda. Sin saber cómo, levanté una pierna y rodeé su cintura. Enrico respondió aferrándose a mis caderas y apretándolas ligeramente.

La alarma del ascensor comenzó a sonar, interrumpiéndonos. Di un salto, llevándome las manos al pecho para controlar el susto. Enrico sonrió y volvió a acercarse a mí, tirando de la cintura de mi pantalón. Apoyó su frente en la mía y resopló.

—¿Volverás? —murmuré en sus labios antes de morder suavemente uno de ellos.

—No deberías preguntármelo.

El ascensor se tambaleó y comenzó a bajar. Me abracé a Enrico para aprovechar los últimos minutos que nos quedaban juntos.

—Dime que estás bien —dije en su cuello mientras él me acariciaba el pelo—. Y que encontrarás la forma de solucionar esto.

—Estoy bien y encontraré la forma de solucionar esto.

—Creí que mentirías mejor —sonreí mirándole de reojo.

Tuvimos que separarnos en cuanto las puertas se abrieron; él con resistencia, yo con apatía. Forzó una sonrisa observándome con fijeza, pero a mí me importaron más los insignificantes pasos que nos alejaban. Me sobrevino la incertidumbre de no poder estar junto a él. Enrico pareció descubrir esos pensamientos y entrecerró los ojos y torció el gesto apesadumbrado. Le negué con la cabeza indicándole que no se preocupara por mí.

—Buenos días, señor Materazzi —dijo un hombre vestido con un traje que me recordó a principios del siglo XX.

Me ruboricé de inmediato y agaché la cabeza totalmente acalorada. No esperé encontrarnos con nadie.

Enrico le miró y asintió con la cabeza a modo de saludo mientras el hombre entraba en el ascensor.

—Señorita —me saludó—. ¿Suben o bajan?

—Solo sube la señorita, señor Salvi —contestó Enrico saliendo al vestíbulo.

Volvió a mirarme y yo tragué saliva, clavándome las uñas en las palmas de las manos. Sentí cierta impotencia por no poder actuar como realmente deseaba. Enrico estaba casado y todo el mundo lo sabía.

—¿A qué piso va, bella? —preguntó el hombre.

—Cuarta planta, por favor. —Forcé una sonrisa—. Hasta pronto, Enrico —añadí cabizbaja, a modo de despedida.

Pero él cogió mi mano y la apretó ligeramente antes de llevársela a los labios. No desvió la mirada de mis ojos, no le importó que le vieran. Ignoró todo lo que nos rodeaba mientras deslizaba mi mano hacia el centro de su pecho.

Un impulso hizo que deshiciera el paso que nos separaba, y me acerqué a su oído, rocé el lóbulo de su oreja y musité:

—Te pertenezco. —Enrico ahogó una exclamación.

Si aquella era una forma de decirle Te quiero, entonces me pasaría el día repitiéndoselo.

—Espérame… —susurró antes de besarme en la sien.

Observé como se alejaba hasta que las puertas del ascensor me lo permitieron.

KATHIA

Mi amor se tambaleaba… Las barreras ya eran demasiado altas como para que pudiéramos sortearlas. Ni Cristianno ni yo dudamos en emprender aquel camino, juntos. Jamás pusimos en tela de juicio nuestros sentimientos porque estábamos muy seguros de ellos, pero habíamos llegado a un punto en que era casi imposible avanzar, nos habían herido demasiado. Entendí que el amor no bastaba, y eso debía empezar a asimilarlo…

… Aunque no quisiera…

Un dolor agónico se había adueñado de mis funciones vitales, arrasando cada rincón como si fuera ácido. Todas y cada una de las partes de mi cuerpo estaban a la meced de las palabras de Olimpia. No entendía nada, y lo había entendido todo…

Me había pasado media vida intentado comprender el desapego que recibía de mi familia. Nadie me daba la bienvenida cuando regresaba de Saint Patrick en verano. A nadie le importaba que fuera una niña feliz la mañana de Navidad. No les importaba los increíbles resultados académicos que obtenía, simplemente para llamar su atención, o la cantidad de reconocimientos que me había llevado a lo largo de mis años en el internado. Siempre tras la estela de Marzia.

No les había importado nada de mí, porque no era una de ellos.

Un espasmo me contrajo y me llevé las manos al vientre creyendo que el malestar desaparecía. Pero el dolor es un sentimiento que tiene vida propia. Él decide cuando abandona tu cuerpo y, casi siempre, lo hace cuando está realmente seguro de que te deja una herida muy difícil de curar. Mientras tanto, solo era un saco de huesos, cubierto de sangre y forrado de carne.

Insignificante. Confusa. Aterrorizada. Perdida. Humillada. Insegura.

Sola…

… y enamorada de mi primo.

«Soy una Gabbana. Soy venganza»

Unas manos rodearon mi cintura y me levantaron del suelo con suavidad. Supe de quien se trataba por el aroma de su perfume.

Valentino.

—Aunque no lo creas, no me gusta verte así —dijo manteniéndome erguida entre sus brazos. Cada caricia se contrastó con los recuerdos que tenía de él intentando violarme. Nunca antes me había tocado con tanta delicadeza.

—Aléjate de mí —balbuceé apartándome de él, inestable. Aún no estaba preparada para caminar.

Odié que Valentino me viera en aquel estado, tan vulnerable y expuesta. Tan accesible a sus perversiones. Intenté ocultarme tras el cabello, dándole la espalda, pero no fue suficiente.

—No estoy disfrutando con esto, Kathia. —Se quejó tras de mí.

Me recompuse el albornoz antes de mirarle por encima del hombro.

—Eres tan insolente… —gruñí.

De pronto, él se acercó a mí, me cogió de los hombros y me exigió mirarle. Ninguno de sus movimientos me hirió, pero bastaron para que notara como el suelo volvía a oscilar. Lamenté reconocer que su cuerpo fue un gran apoyo.

—Te advertí que no te enamoraras de él… —protestó y me asoló la furia.

No sé cómo encontré el modo de alejarme de él y abofetearle. Solo fui consciente de ello cuando le vi girar la cara bruscamente. Valentino respiró hondo, desplomó sus hombros, abatido, y regresó a mi mirada, extrañamente afligido.

—¡¡¡No hables de él!!! —chillé—. ¡Dejad de mencionarle, por Dios!

—Hice lo imposible para que te alejaras, para que lo olvidaras…

—Basta. —Me llevé las manos a la cabeza y presioné con fuerza. Iba a estallarme.

—… Me obligaste a actuar como un monstruo, sabiendo que con ello me ganaba tu odio. —Continuó volviendo a avanzar hacia mí. Retrocedí con cada uno de sus pasos—. Y, aun así, no fue suficiente. Luché por evitar esto, Kathia. No sabes cuánto me duele decirte ahora lo equivocada que estabas. —Terminó haciendo una mueca de tristeza.

Fruncí el ceño intentando comprender su actuación. Me observa apesadumbrado y su tono de voz era suave y delicado, incluso cariñoso. ¿Cuántas veces más me sorprendería su actitud?

—Se te da muy bien ser un monstruo —dije, confusa.

—No me dejaste alternativa.

—¡¿Por qué demonios has venido aquí?! —volví a gritar.

Apreté los dientes, cerré los ojos y negué con la cabeza a punto del colapso. No era un buen momento para las declaraciones de principios, porque todo lo que me dijera Valentino añadiría más desorden a mi mente. Nada tenía coherencia si salía de su boca…

«Dios mío… esto no tendría que estar pasando.»

—¡Te equivocaste, Kathia! —exclamó intentando cogerme. No puede evitar volver a sentirle cerca.

—Él es tan víctima como yo… —sollocé.

—Pero su amor es enfermizo…

—No… Solo quieres confundirme, pretendes volverme loca.

—Te equivocas —murmuró, y me quedé suspendida entre su cuerpo y la pared—. No sabes cuánto me costó hacerte daño.

Su mirada no era la misma, su voz no era la misma, todo él no era el mismo. Su habitual maldad le había abandonado y terminó de trastornarme.

—¿Intentas justificarte? —pregunté, incrédula.

—Nunca me has mirado como a un hombre…

—Basta, no sigas…

—… Nunca has dejado que te muestre mis sentimientos. —Apoyó su frente en la mía y cerró los ojos con fuerza—. Te quiero, no hay mentiras en esto que siento.

Mi corazón dio un vuelco y enseguida me recorrió una sensación de vértigo increíble. Todos mis momentos con… Cristianno se reprodujeron en mi mente, abrumándome. Murmuré su nombre y lo más doloroso fue que ardió en mi piel con la misma intensidad de siempre. Seguía amándole y sabía que ese amor que sentía por él jamás desaparecería, aunque no pudiera… tenerle.

—Jamás serás él… —susurré sintiendo las lágrimas resbalar por mis mejillas lentamente.

—No es eso lo que pretendo —negó con suavidad cogiendo mi rostro entre sus manos—. Deja que me acerque a ti, deja que te enseñe que hay formas mejores de amar que las que él te ha ofrecido. Sé que puedo hacerte feliz. Déjame intentarlo, Kathia —terminó suplicando.

¿Podría? ¿Olvidaría a Cristianno? ¿Sería capaz de dejarle ir? ¿De comenzar una relación con otra persona? ¿Podría llegar a sentir algo por Valentino? No, no podría… ¿o sí? ¡Dios mío, estaba a punto de desmayarme! ¡¿Qué me estaba pasando?! ¡¿Por qué no podía pensar con cordura?! Era como si estuviera encerrada en una prisión mental que no me dejaba exteriorizar todo el maldito daño que Valentino me había hecho. Dios, no podía tener justificación.

—Es imposible… —jadeé.

—Esperaré —continuó—, te daré el tiempo que necesites. Tú impones el ritmo, mi amor. No haré nada que no quieras hacer, hasta que me lo pidas.

«No volveré a tocarte… hasta que tú me lo pidas. Aunque me muera de ganas.», Recordé a Cristianno la mañana en la playa. Hizo la misma promesa que acababa de hacer Valentino.

—¿Kathia? —interrumpió Enrico entrando en la habitación con rostro escéptico.

Que mi cuñado tuviera aquella expresión, no era buena señal, y me hizo pensar en la impresión que le estábamos dando Valentino y yo, juntos. Él creyendo que lograría una respuesta de mí. Yo, masticando la enajenación.

Enseguida di un salto y me alejé de Valentino. No quería que Enrico me mirara de aquel modo porque nada de lo que pensaba era cierto.

—Enrico y tu don de la oportunidad —resopló Valentino al ver cómo me alejaba de él.

Enrico fingió una sonrisa y se puso a caminar, circunspecto, por el salón. Dejando que su cuerpo oscilara intencionado. Lo que hizo que su presencia fuera aún más fuerte.

—En fin… os esperaré abajo —dijo Valentino, obedeciendo la orden tácita que acababa de recibir de Enrico.

Súbitamente, me alegré de que se marchara.

Tras su marcha, reinó el silencio y las miradas escrutadoras de Enrico. Me analizaba y veía en mí el rastro de mil lágrimas y la peor noticia que había recibido en mi vida.

—¿Cómo ha sido? —Quiso saber, algo tímido y contenido.

—Cruel… doloroso —gemí—. ¿Lo sabe él? —No hizo falta que respondiera… Todo su cuerpo lo hizo por él. Y yo cerré los ojos queriendo borrar aquel maldito día—. ¿Desde cuándo? —pregunté temblorosa.

—Desde hace una hora —afirmó Enrico tragando saliva.

Le di la espalda y miré el horizonte por los ventanales.

—¿Cómo… está? —Se me cerró la garganta.

—Perdido. Asustado… —Le percibí tras de mí—… Enamorado de ti.

Las últimas palabras me devastaron y comencé a llorar.

—Dios mío… ¿Qué clase de final es este? —Pensé en voz alta.

Entonces, sentí las manos de Enrico sobre mis hombros y su pecho acariciando mi espalda. Suspiró, me retiró el pelo y besó mi nuca.

—¿Quién ha dicho que sea un final? —murmuró.

—Es mi primo… hasta un necio vería que no podemos estar juntos… —Me alejé de él para poder mirarle a los ojos.

—¿Y tú, lo crees así? —protestó y yo negué con la cabeza. La presencia de Enrico me empujaba a los brazos de Cristianno. Estuve cerca de salir corriendo e ir en su busca.

—No estoy preparada para creerlo… —gimoteé.

—Entonces, ignora lo demás…

—No puedo —me negué, insegura—. Esto tiene que acabar, asumámoslo cuanto antes.

Mentira.

Enrico me escudriñó con la mirada durante unos minutos. No habló, no se movió, no hizo nada más que extender un silencio entre nosotros que me erizó la piel y me provocó demasiadas dudas.

—Nunca pensé que serías tan débil —espetó

—¡¿Acaso tengo elección?! —Me envalentoné hacia él, con mil reproches luchando en mi paladar.

—¿Se lo dirás mirándole a los ojos? —Me encaminó a que imaginara el momento, a que viera a Cristianno ante mí esperando una decisión que jamás podría tomar en su contra—. ¿Podrás acercarte a él y decirle que se ha terminado? —Enrico me dio la espalda y puso los brazos en jarras, desesperado—. No dejes que Valentino hable. Estás demasiado vulnerable.

Se refirió al instante en que entró en la habitación y me vio entre los brazos del menor de los Bianchi. No se planteó si yo había deseado o no esa cercanía. Simplemente, me acusó creyendo que estaba más cerca que nunca de caer en sus redes.

—Crees que podría convencerme, ¿no es cierto? —dije incrédula y un tanto decepcionada.

Enrico me cogió de la mano, tiró de mí y acarició mi mejilla antes de hablar. Pudo darse cuenta de mi reserva, en ese momento, hacia su tacto.

—Eres fuerte, amor, pero hasta cierto punto.

—¿Cómo te atreves? —rezongué.

—Escúchame bien —cogió mi rostro entre sus manos—, decidas lo que decidas, pienso estar a tu lado, ¿me has entendido? Estaré a tu lado, siempre. —Terminó murmurando. Y yo volví a llorar.

—No está bien que le desee como lo hago… —jadeé.

—Tampoco que sea recíproco —me abrazó—. Vístete, tenemos que ir al entierro de Carlo.