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SARAH

El poder de las caricias de Enrico iba menguando y dando paso a la desesperación. Aunque su tacto seguía vivo en mi piel, mezclándose con el deseo de volver a sentirlo, el agua se estaba llevando su aroma. Y cada suspiro arrastraba consigo la petición de Angelo.

Ni siquiera aquella ducha fue capaz de despejarme. No podía creer que la mejor noche de mi vida hubiera tenido tal desenlace. Apenas había tenido tiempo de saborear el amanecer con Enrico cuando nos sorprendió aquella maldita orden del Carusso.

Aun no podía creerlo.

Y lo peor de todo es que Enrico no dijo nada más. No me explicó cuál sería su siguiente paso, como actuaría ante tal orden. Habría dado mi vida por saber lo que pensaba en ese momento, por saber lo que sentía. Habría dado cualquier cosa por borrar de su rostro aquella maldita expresión de tormento.

Todo era tan inconcebible, y la espera no hacía más que intensificar la confusión, aumentando la contrariedad de sentimientos.

No perdí el tiempo en secarme o siquiera cubrirme con una toalla. Me dirigí rauda al ropero y comencé a vestirme. Necesitaba saber cómo había pasado la noche Cristianno, pensar en alguna forma de ponerlo a salvo y evitar que pudiera cumplirse el presagio de su muerte.

Me mordí el labio furiosa con ese tal Angelo. No era justo para nadie que él diera esa orden. Si se trataba de poder, había otras formas de obtenerlo. Pero, claro, ¿qué se podía esperar de tal sabandija? ¿Si había sido capaz de matar a Fabio, por qué no haría lo mismo con su sobrino?

Dios mío, no quería ni imaginar cómo debía de encontrarse Enrico… o Kathia… ¿Lo sabría ella? ¿Cómo habría pasado la noche?

Alguien llamó a la puerta.

Supe que algo iba mal cuando me encontré a Graciella muy cerca del llanto.

* * *

Santa Teresa era una clínica privada que trabajaba desde hacía generaciones para los Gabbana y las familias aliadas al clan. Graciella me explicó que el padre de Domenico (el abuelo de Cristianno) creó aquel lugar con la intención de salvaguardar las vidas de los suyos. Una mezcla de tanatorio, clínica y laboratorio forense destinado a hacer la vida más… fácil y evitar tener que dar explicaciones. Los Gabbana eran la ley, así que lo que se escondía allí (o en los laboratorios Borelli) no suponía ningún problema. De vez en cuando, y para guardar las apariencias, atendían a civiles ajenos a las familias en calidad de emergencia, pero enseguida se les destinaba a otro centro. Y si alguien descubría algo, pues hacia la vista gorda o se le sobornaba, amablemente. En último recurso, se eliminaba al sujeto que no aceptaba las dos primeras opciones. Una enorme tapadera en forma de edificio renacentista cerca del Coliseo.

Renato, uno de los chofer de la familia Gabbana, detuvo el vehículo en la zona azul que había frente a la clínica. Eran poco más de las ocho de la mañana y el sol lucía pálido entre las espesas nubes. No obstante, hacía algo más de calor que los días anteriores.

—¿Quieren que las espere, señoras? —preguntó el joven chofer.

—No, no se preocupe, Renato —respondió Patrizia sabiendo que ni su cuñada ni su suegra tenían fuerzas para hacerlo—. Puede irse a su casa —añadió abriendo la puerta.

—Llámame si necesita cualquier cosa, señora.

—Eres muy amable, querido. —Le dio un pequeño apretón en el antebrazo y salimos del coche.

Me arrebujé en la chaqueta y le tendí el brazo a Graciella para que se apoyara en él. Ella forzó una sonrisa a modo de agradecimiento antes de dirigirnos hacia la clínica. Su cuñada se encargó de Ofelia. La pobre mujer hacia malabarismos por contener las lágrimas.

Por entre los árboles, pude ver que el edificio era más grande de lo que creía; tenía siete plantas y los balcones de las habitaciones exteriores lucían como los de cualquier edificio de viviendas del centro de la ciudad. Sinceramente, aquel lugar era muy hermoso.

Entramos en un gran vestíbulo, adornado con una mezcla entre museo y catedral, con imágenes religiosas pintadas en una simulación de cúpula que había en el techo y enormes alfombras extendidas en un suelo de baldosa negra y blanca.

Cuando la recepcionista (una mujer recia y bajita con rostro infantil) nos vio, enseguida se dirigió a nosotras y cogió la mano de Graciella.

—Lamento no haberos informado antes —dijo con sincera aflicción—, pero Diego me dio instrucciones específicas de no advertirlas hasta que él mismo diera la orden.

Graciella no pareció molestarse lo más mínimo. Le colocó una mano en el hombro y negó con la cabeza. Todo lo contrario le sucedió a Ofelia, me dio la impresión de que si hubiera aparecido se hubiera llevado un buen mamporro de su abuela.

—Maldito… —murmuró—. Ese nieto mío debería saber que tal situación debe informarse de inmediato.

—Ofelia, no se ofenda —habló la recepcionista—. Lo he visto más como un gesto de protección. Era madrugada cuando Silvano entró por esas puertas. No quiso molestarlas.

—Es mi hijo, no hubiera molestado —continuó protestando.

Graciella no parecía por la labor. Es más, dudé de si estaba prestando atención a las quejas de su suegra. Había sido una noche realmente dura para todos, pero para ella debía estar suponiendo mucho más. Habían herido a su marido y a su hijo pequeño.

—Ofelia, tranquilízate, por favor —medió Patrizia, que se acercó a la mujer y la cogió de la mano—. Indícanos donde se encuentra Silvano, señora Arrigazzi.

—En la 31, planta 4 —indicó.

Graciella se tensó de súbito y tragó saliva buscando de soslayo mi mirada. Fue un gesto que duró unos segundos, pero supe con ello que algo le había inquietado. Me acerqué más a ella.

—Pero ¿eso es cuidados intensivos? —se obligó a preguntar.

Apretó mi mano, clavándome ligeramente las uñas.

—No se alarme, Graciella. Solo es precaución. De hecho, fue su hijo Valerio quien lo decidió.

—Entonces, ¿no es grave, verdad? —pregunté instintivamente. La mujer me miró alzando las cejas, algo desconcertada—. Disculpe, señorita, no me he presentado. Soy Sarah Zaimis, una amiga de la familia.

Le ofrecí la mano y ella enseguida respondió agitando el brazo con ímpetu.

—Sarah es como de la familia —añadió Ofelia tocando mi brazo a tientas.

—¡Oh, vaya! Yo soy Verónica Arrigazzi. Encantada de conocerte —sonrió—. Respondiendo a tu pregunta, señorita Zaimis: no, no es grave dentro de la importancia que tiene un disparo en la pierna. —Lo dijo con tal naturalidad que no me creí capaz de soportarlo. Aquello era demasiado—. Y, ahora, si me acompañan, las llevaré hasta la habitación.

No me hizo falta mirarnos para saber que parecíamos muertos vivientes. Verónica, con su animoso comportamiento, aniquiló nuestras energías.

CRISTIANNO

La última imagen que tenía de ella era en el lavabo, protegiéndome del fuego cruzado que se había desatado en mi habitación.

Cuando me escondió en una de las esquina, me acarició la mejilla y recordé ver cómo le titilaban los ojos, confusos y llenos de miedo. Aun así, destellaban tras su gris plata y me miraban como si la vida fuera a escapársele en cualquier momento. Experimenté el mismo dolor que la embargó a ella.

Cerré los ojos y los apreté con fuerza negando con la cabeza. Odiaba pensar que ese podía ser el último momento en que nos habríamos mirado con amor, siendo solo Cristianno y Kathia… Sin más. Tal vez ese había sido el final de nuestra historia y ninguno de los dos nos habíamos dada cuenta; porque cabía la posibilidad de que Kathia no soportara la verdad. Ella no estaba acostumbrada al ritmo frenético que imponía la mafia —por muy bien que lo hubiera encajado todo hasta ahora— y tantos sucesos podían acabar abrumándola. Tal vez, hasta el punto de hacerle dudar sobre sus sentimientos hacia mí.

No estaba preparado para que Kathia se alejara, pero si eso era lo que deseaba…, la dejaría ir… Aunque mi vida se fuera con ella.

Contuve el aire unos segundos y lo solté con una sensación de vacío enorme en el pecho. Estaba en la terraza de aquel cuarto piso de la clínica, inhalando la nicotina de un cigarro mientras observaba la actividad de la gente que se movía por la calle. Consumiéndome en los pensamientos.

Todo se desmoronaba.

Y yo caía empicado por un precipicio que no tenía fin.

La situación pesaba demasiado para que la cargara una sola persona. Pero yo era el único que tenía la solución; ardía en mis manos como puro fuego.

Era la única salida, no había alternativa.

Debía afrontar los hechos y admitir el deslace; siempre había estado ahí pero me había esforzado en ignorarlo. Si ahora me sentía colapsado, yo mismo me lo había buscado por no querer darme cuenta de cómo terminaría todo.

Pero, aunque todos esos pensamientos ocupaban gran parte de mi mente, la necesidad de hablar con Kathia, de verla una vez más, se imponía. Deseaba tener la oportunidad de decirle que, aunque las cosas se habían dado de esa forma, yo seguía amándola incluso con más fuerza.

Tiré el cigarro y miré al cielo. Que diferente debían verse las cosas desde allí arriba…

Los suaves dedos de Sarah impidieron que fuera más lejos.

La miré de súbito esforzándome por no ver a Kathia en su rostro.

—¿Cuándo has llegado? —pregunté.

—Hace un rato. —Y se lanzó a mí con fuerza—. Estás bien… —jadeó en mi cuello.

Todo lo bien que podía estar en un momento como aquel. Respondí a su abrazo antes de mirarla.

Sarah entrecerró los ojos por el reflejo del sol y acarició mi cara a dos manos.

—¿Sabías que es mi prima? —Solté de pronto, sin pensar en que su cuerpo se contraería entre mis brazos.

—¿De quién hablas? —preguntó temerosa, aunque supo perfectamente a quien me refería.

—Fabio tuvo una hija hace diecisiete años… —Esquivé sus ojos… cuando el peso fue insoportable.

—Kathia… —balbuceó llevándose la mano a la boca y dejó que una exclamación muriera entre sus manos—. Dios mío…

Tras su reacción, reinó el silencio entre nosotros, alimentado solo de miradas clandestinas y gestos de abatimiento. Me exasperó la importancia que cobró todo al admitirlo en voz alta ante ella.

La desesperación se impuso y le di una patada a la baranda.

—Esto es imposible —mascullé dándole la espalda a mi amiga. Por un segundo, creí que me evaporaría.

—Pero la sigues amando —repuso Sarah con voz gutural. Escucharlo de sus labios, fue mucho más turbador de lo que esperaba.

—¿Crees que debería sentirme culpable? —pregunté mirándola de soslayo y arrastrando las palabras.

—No.

—Una respuesta demasiado corta para un problema tan grande.

—¿Prefieres que te mienta? —Se acercó a mí—. Las preguntas más complicadas deben tener una réplica simple. De lo contrario, supondría un problema. —Fue tan contundente su forma de hablar, que terminé extenuado.

Apoyé mi frente en la suya y me abastecí de su equilibro capturando sus manos.

—Tu amor por ella es lo más sólido que tienes ahora, Cristianno. No lo cargues de incertidumbre. Ya tienes demasiada.

Llevó sus manos a mi pecho y lo acarició, subiendo hasta mi cuello. Me dejé llevar y terminé enterrando mi cara en el hueco de su hombro y apreciando el calor de su cuerpo cuando volvió a abrazarme. Ese sencillo gesto, hizo que por un segundo no pensara en nada más que aquel instante. Encontré alivio en los pequeños dolores que me embargaban.

Hasta que se alejó. Toda esa calma que me había transmitido, se disipó rápidamente. Tragó saliva mirando fijamente por encima de mi hombro y contuvo todo lo que pudo las respuestas que intentaba emitir su cuerpo. Supe casi de inmediato que Enrico estaba tras de mí, porque Sarah solo actuaba de esa forma cuando él aparecía.

Le encontré tremendamente cansado, con los ojos adormecidos y hundidos en unas ojeras muy marcadas. Incluso la habitual línea recta de sus hombros había desaparecido.

—Cristianno… —murmuró mirando a Sarah de reojo… Algo había sucedido entre ellos, algo demasiado intenso—… tengo que volver al hotel. Angelo quiere que organice su traslado a la casa de Carlo. Se instalarán allí después del entierro.

Enseguida fruncí el ceño y noté como mi pecho volvía a convertirse en una piedra. Luché por mantener la calma que Sarah me había infundado segundos antes, pero supe que no ganaría esa batalla.

—¿Su cuerpo todavía está caliente y ya lo quieren meter bajo tierra? —dije irónico—. Es muy curiosa la eficacia Carusso.

—A mi parecer, es un problema menos —espetó Enrico guardándose las manos en el bolsillo de su pantalón.

Cierto, si se miraba desde esa perspectiva.

—¿La casa de Carlo en Patri? —pregunté incauto.

Que los Carusso fueran a instalarse en las inmediaciones de Carlo, con su esposa, sus malditos gemelos y Giovanna, era una muestra de lo empeñados que estaban en demostrar que las cosas seguían estando bajo sus órdenes. Pero, aunque Angelo se sentara en el salón de su hermano y continuara con su rutina habitual, la realidad sería bien distinta. Ellos estaban tan dañados como nosotros.

—Exacto —admitió Enrico, alzando las cejas. Él ya había pensado lo mismo que yo—. Al menos, hasta que la mansión Carusso este rehabilitada en un par de semanas.

—Bien.

—Llamaré después. —Miró a Sarah una vez más—. Sarah… —murmuró a modo de despedida.

—Enrico… —dijo ella un instante antes de que él desapareciera. Después, resopló entrecortadamente y miró al suelo buscando esconderse. No necesitaba que me dijera con palabras lo mucho que necesitaba ir tras él.

Sonreí al cogerla de la barbilla y obligarla a mirarme.

—Ve… —La forma que tuve de hablarle, no le dejó espacio a decidir.

Asintió, me dio un beso en la mejilla y fue tras Enrico.