39

SARAH

Me costó despedirme de Kathia al dejarla en el hotel Hassler. Tenía miedo de la reacción de su familia tras haber visto a Cristianno en el Teatro. Pero Valerio y su inagotable paciencia me calmaron. Él no me reprochó como lo había hecho Enrico y estaba completamente de acuerdo con que yo había perdido la cabeza al tomar la decisión de ir hasta la mansión. Pero lo refirió con palabras sutiles y armónicas.

Regresamos al Edificio. Poco a poco, Valerio fue sumiéndose en su universo y yo en el mío. Y el silencio entre nosotros se hizo mucho más evidente al entrar al salón. Ni siquiera me molesté en encender la luz.

—Le quieres. —Me inmovilizó y me cortó el aliento el sonido tan convincente de la voz de Valerio.

Fue escueto, no había necesidad de más, y supo de la veracidad de sus suposiciones en cuanto observó cómo se me tensaban todos los músculos de mi cuerpo.

—No importa —repuse, obligada y notando una extraña electricidad naciéndome del pecho.

—No te creo —replicó Valerio, poniéndose peligrosamente cerca de mí—. Él siente lo mismo.

Mantuve mis ojos en los suyos mientras sentía se me emborronaba su imagen. Que Valerio confirmara aquello terminó con todas la fuerzas que tenía. Menuda noche nos había tocado vivir.

Agaché la cabeza, cogí aire y me obligué a no llorar.

—No entiendo cómo ha podido sucederme algo así —expliqué con un nudo en la garganta.

Valerio me escuchaba atento, enfatizando con cada uno de mis gestos o palabras. Era tan delicado y excitantemente cortés…

—No existe una explicación —comentó antes de abrazarme. Su pecho estuvo cerca de hacerme creer que era el mejor lugar del mundo—. Tengo que irme, y debes prometerme que te quedarás aquí, ¿entendido? —Se alejó un tanto obligado.

—No pienso volver —dije cabizbaja.

No quería ver a Enrico y que volviera a gritarme de aquella forma.

—Llamaré en cuanto tenga noticias. Descansa un poco, por favor. —Me pellizcó la barbilla cariñosamente.

—Lo haré en cuanto sepa que estáis bien.

Se fue y yo me desplomé en el sofá.

Me sentí como si las paredes del salón fueran a engullirme. Todo me sobrepasaba, la oscuridad me consumió y el paso de los minutos acrecentaba la agonía.

A lo lejos, irrumpiendo en el silencio de la madrugada, la sirena de una ambulancia me perforó los oídos. Tuve miedo, lo sentí correteando por mis extremidades; había olvidado que existía durante los últimos días —desde que Mesut murió—, pero tornó, y no se marchó cuando regresó el silencio.

Cerré los ojos, resoplando. Perdí la noción del tiempo allí tendida, quieta, mirando al techo y dándole forma a las sombras que proyectaban las luces del exterior. No me movería porque no tenía fuerzas para hacerlo.

Pero la puerta de la entrada se abrió y aquel chasquido me incorporó de súbito. Salí precipitada del salón sin esperar encontrarme con él.

Me detuve a tiempo de ver cómo Enrico cerraba la puerta y se apoyaba en ella, mirándome iracundo. Tragué saliva, intimidada por su presencia, pero también a punto de estallar contra él. Odié que me mirara de aquella manera, como si pretendiera borrarme allí mismo. Mastiqué el deseo de lanzarme a por él y abofetearle… y besarle.

Fue él quien decidió romper aquel silencio tan grande.

—Te has puesto en peligro innecesariamente —masculló en un susurro. Escucharle me hizo acariciar un final entre nosotros—. Y has arriesgado la vida de otros.

—Lo lamento… —Se me quebró la voz.

Pero, al parecer, unas disculpas no le bastaron. Enrico se abalanzó a por mí y me estampó contra la pared poniendo sus labios a un inquietante centímetro de los míos. Desconcertada, me quedé quieta, sintiendo como sus manos apretaban mi cintura y me inmovilizaban.

—¡Podrías estar muerta! —exclamó, y percibí lo mucho que le estaba costando hablar en voz tan baja. No quería que nadie escuchara como discutíamos.

—Esa es tú visión al respecto —dije, ladeando la cabeza—. ¡La mía es que la persona más importante de mi vida estaba en mitad de un fuego cruzado y odiaba que pudiera pasarle algo! —Me revolví y le empujé enviándole a unos metros de mí.

Si las miradas mataran, le habría fulminado allí mismo. Solo Dios supo cuánto le odiaba en ese momento.

—Pero, claro, tú eso no lo comprendes —mascullé—. Ni siquiera haces el intento.

Fue lo último que dije antes de dejarle allí plantado. Subí las escaleras y salí corriendo hacia mi habitación. No había nada más que decir, él había decidido por sí mismo.

Abrí la puerta de mi habitación y maldije que todo el mundo estuviera durmiendo. De lo contrario, habría dado un portazo capaz de mover los cimientos del Edificio, pero me contuve, respiré hondo e intenté cerrar la puerta sin esperar terminar arrojada al centro de la habitación. Me recompuse un instante antes de ver a Enrico.

Cerró la puerta tras de sí y torció el gesto, siniestro, añadiendo la dosis exacta entre tensión y excitación. Dejé de pensar, completamente acobardada. Llegados a ese punto, ya no sabía lo que sería capaz de hacer Enrico. Y mucho menos si me concentraba en su mirada. Puede que estuviéramos a oscuras, pero sus ojos brillaban casi crueles bajo las sombras.

—¿Crees que esto ha terminado? —Me produjo un escalofrío increíble verle caminar hacia mí, lento y aterradoramente erótico. Encogida, retrocedí al ritmo de su avance y controlé cada movimiento.

—No he sido yo la que ha elegido el final —repliqué.

—Te equivocas, Sarah. —No habría sonado tan sexual sino hubiera chasqueado con la lengua. Me topé contra el escritorio. Estaba atrapada y a él le gusto saberlo—. Esto no ha hecho más que empezar.

Una exhalación murió en su boca cuando encontró la mía. Jadeó capturando mis caderas y me arrinconó con su cuerpo colando su lengua entre mis labios. Temblé al asimilar que Enrico me besaba y que su forma de hacerlo exigía más de mí. Tiré de sus hombros y me deleité con los pequeños y suaves embates de su pelvis contra la mía. Ambos respondimos con desesperación, casi con furia, a cada una de las caricias que nos hicimos.

Deslizó sus manos por mis piernas y, sin dejar de besarme, me subió al escritorio con más brusquedad de la que pretendía. Él no supo lo mucho que me enloqueció sentir aquel golpe y se lo demostré envolviendo sus caderas con las piernas y arrastrando su cuerpo entre ellas. Le quité la chaqueta y la tiré al suelo mientras percibía su boca sobre mi cuello y sus manos navegando bajo mi camiseta. Asió la tela hasta hacerla crujir, me la arrebató y me empujó dejándome tendida sobre la mesa.

Primero me observó, caliente y con las pupilas encendidas de pasión. Después, dibujó el contorno de mi pecho, bajó premeditado hasta el borde de mis vaqueros y los desabotonó antes de deshacerse de ellos. Mantuvo su mirada sobre la mía en todos aquellos movimientos, y me prohibió intervenir. Me quería expuesta, inmóvil, dejándole hacer, y obedecí totalmente descontrolada con la idea de tenerle de aquella forma.

Poco a poco, se inclinó sobre mí. Empezó besando mí clavícula, descendió por mí pecho y terminó en mi vientre, tirando con los dientes de la goma de mi ropa interior. Escruté con la mirada cada uno de sus movimientos, pero creí alcanzar el clímax cuando le vi tan cerca del centro de mi cuerpo. Acaricié su cabello, tiré un poco y le obligué a regresar a mis labios. Me incorporé en un abrazo, cruzando sus manos tras mi espalda para quitarme el sujetador. Me necesitaba desnuda y yo me volvía loca por sentir su piel contra la mía. Así que le arranqué la camisa entre jadeos y besos urgidos. Acaricié su pecho, su vientre y bajé. Bajé hasta tocar su cinturón, y notar como sus manos se contraían entorno a mis muslos ante la idea de quedarse completamente desnudo. Tuve tiempo de arrebatárselo antes de que me cogiera entre sus brazos y me llevara a la cama.

No se tumbó conmigo.

Colocó los brazos, uno a cada lado de mi cabeza, y esperó a que yo le indicara el camino. Abrí lentamente las piernas, muy despacio, deleitándome con el sonido excitado de su respiración. Enrico se volvía loco por tomarme y a mí me volvía loca saberlo.

Tragó saliva, flexionó los brazos y rozó mis labios con la punta de su lengua. No hice nada, extasiada como estaba con su aliento, con el tacto húmedo de su boca y las caricias de sus dedos, cada vez más intensas. Dejando un rastro de interminable lujuria sobre mi piel.

Pero deseé más, mucho más. Deseé sentirle dentro de mí, y él lo supo. Acomodó su pelvis sobre la mía, suave y febril al mismo tiempo, y culminó el momento, inundándome de mil sensaciones. Empezó con una embestida parsimoniosa que acogí con un jadeo. Las líneas de los músculos de su espalda poderosas bajo la palma de mi mano, mis uñas hincándose delicadas en su piel.

Y después se detuvo a mitad del camino, acarició mi rostro y me miró.

—Te pertenezco, Sarah —susurró en la oscuridad antes de hacerme el amor enloquecedoramente lento y excitante.

* * *

El amanecer acarició mi cuerpo desnudo, colmándome de placer. Dormía, pero era consciente de los dedos de Enrico jugando sobre la piel de mi espalda. Subían hasta mi nuca y bajaban perezosos hasta la curva del final.

Fue extraordinario experimentar su cuerpo, el dulce dolor que deambulaba por mis piernas, el delicioso cansancio. Habíamos hecho el amor una y otro vez, sin apenas pararnos a coger aliento y recuperar fuerzas. Me había entregado a él y él se entregó a mí. Borró todo rastro de mi pasado con solo una caricia y provocó que mis recuerdos partieran de ese momento. Todo lo demás, no existiría, no habría otro hombre en mi memoria.

Me resistí a despertar, pero Enrico lo impidió con un beso en el hombro. Abrí los ojos lentamente y le cacé observando mi cuerpo. Tardé unos segundos en darme cuenta de que estaba desnuda ante él y de que no había nada que me tapara. Me ruboricé de súbito, y a Enrico le hizo gracia.

—No esconderás nada que no haya visto ya. —Susurró apoyado su cabeza en una mano—. Llevo toda la noche observándote.

—¿Toda? —Alcé las cejas, incrédula.

—Toda.

—¿No has dormido?

—He preferido observarte dormir…

Me tapé la cara con las manos, repentinamente avergonzada.

—Es diferente cuando hay luz… —Mi voz sonó hueca.

Enrico acarició mi vientre y me atrajo hacia su pecho.

—Y me deja ver lo hermosa que eres —gimió antes de apartarme las manos de la cara.

—Exagerado.

—Cobarde.

Casi creí que era mío y no de otra mujer. Casi creí que aquel era nuestro hogar y que amanecíamos en nuestra cama, que él me pertenecía… Puede que Enrico lo hubiera mencionado mientras hacíamos el amor, pero ambos supimos que no era del todo cierto. No podía pertenecerme un hombre en su situación.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté aferrada a su pecho, repentinamente desolada.

—No lo sé —murmuró y acarició mi cabello.

Hubo un cambio súbito en su respiración, se había acelerado y el corazón le latía aprisa. De pronto, acercó su cara a la mía y me besó. Pero aquello no dejaba de ser una locura. La situación había empeorado porque los sentimientos eran más fuertes que nunca. Ahora comenzaba la peor parte del camino y no había marcha atrás. Ni para él ni para mí.

—Ha sido la mejor noche de mi vida —admití evitando su mirada—. Pero… no puedo evitar sentirme… culpable.

—Te arrepientes —espetó él cerrando los ojos en un gesto sorprendentemente doloroso.

Fue más de lo que pude soportar, porque, un gesto de solo un segundo de vida, lo cambió todo. Me incorporé de golpe y alcancé la sábana para taparme. Enrico no me miraba a la cara, sino que observaba concentrado la curva de mi cintura, dándome la impresión de que asimilaba algo. Tal vez, que se avecinaba una conversación obligada que ninguno de los dos queríamos mantener.

Me siguió, moviéndose lento y pesado y dejando un espacio considerable entre nosotros.

—Estás loco si piensas que me arrepiento —declaré.

—Pero…

—… estás casado. —Odié el gusto amargo que me dejaron esas palabras—. Marzia es tu esposa, es ella la que comparte tu cama todas las noches. Yo solo podré hacerlo algunas veces. —Con suerte.

—No eres mi amante, Sarah —masculló a mis espaldas.

—¿Entonces que soy? —reproché y me giré hacia él.

Nos escrutamos con la mirada; en la suya frustración y atices irascibles; en la mía, seguramente, miedo y desesperanza. Hacía apenas unas horas ninguno creímos que terminaríamos mirándonos de aquel modo, tan lejos y cerca, al mismo tiempo, el uno del otro.

—No lo comprendes —susurró y decidió tomar asiento al filo de la cama.

—Explícamelo —le insté.

—No la quiero —dijo de pronto, sin apenas dejarme tiempo a terminar. Me miró encolerizado, me cogió del brazo y me acercó a él—. No soporto tenerla cerca, aborrezco todo de ella, pero debo mantener este enlace. Es la única alternativa para… —se detuvo, respiró hondo y agachó la cabeza.

—¿Para qué? —quise saber. Pero él no contestaría—. Tus secretos… —siseé—. Hace unas horas me sentí tan cerca de ti que pensé que sería imposible que algo se interpusiera entre nosotros…

No hizo falta terminar la frase porque Enrico la comprendió muy bien. La distancia cada vez cobraba más protagonismo y ninguno de los dos sabíamos cómo erradicarla.

—No estoy anteponiendo mis problemas a esto, Sarah —gruñó.

—Y yo no te estoy pidiendo que los dejes a un lado, siquiera que abandones a tu mujer —dije—. Solo deseo que compartas conmigo eso que te atormenta.

Era tan simple que incluso costaba entenderlo. Puede que no estuviera en disposición de pedir es tipo de explicaciones, pero las necesitaba. Quería ayudarle a que sus tormentos fueran más livianos, y que determinara qué había entre nosotros.

—No puedo… —negó en un murmullo.

—Entonces, esto no va a ningún lado… —Me traicionaron mis impulsos.

—No vuelvas a decir eso. —Me cogió de los hombros y me zarandeó—. Nunca pienses que no me importas.

—No he dicho eso —musité a un suspiró de su boca.

—No has dejado de repetirlo desde que empezamos esta maldita conversación. Solo lo has disfrazado con otras palabras.

—¿Qué quieres de mí, Enrico?

—Tiempo, Sarah. Deja que cierre esta etapa de mi vida… —Apoyó su frente sobre la mía y cogió aire—. Solo espérame.

Me dejaba al margen de sus secretos, esquiva mis preguntas, pero me necesitaba casi tanto como yo a él. Enrico no me diría nada hasta saber que yo no correría peligro. Fue inevitable pensar en los Carusso y en que ellos tenían todo que ver en sus proyectos.

Cogí aire y asentí lentamente.

—Te esperaré. —Acaricié sus mejillas cuando él cerró los ojos y soltó el aire contenido—. Te esperaré, mi amor, pero debes hacerme una promesa.

—¿Cuál?

—No te pongas en peligro, por favor. —Enrico soltó un gemido, me tumbó en la cama y se colocó sobre mí.

—¿Crees que dejaría esta vida sabiendo que tú estás en ella? —murmuró—. Te pertenezco, Sarah, recuérdalo. —Todo mi ser se estremeció con el beso que siguió a sus palabras. Le abracé y supe que había sido profundamente sincera cuando dije que le esperaría. Esperaría el tiempo que hiciera falta si con ello lograba amanecer a su lado el resto de mi vida.

El sonido de su móvil nos interrumpió. Enrico se detuvo en mis labios, resopló y se obligó a levantarse. Pude ver todas las líneas de su cuerpo desnudo dibujándose entre la penumbra.

Cogió el teléfono y descolgó mientras tomaba asiento.

—¿Qué sucede, Angelo? —dijo al instante.

Me encogí a su lado observándole atenta. Primero, todo su rostro se tensó, después palideció y, por último, soltó un sopló entrecortado que me heló la sangre. Algo iba mal, muy mal. Angelo había dicho algo que trastornó demasiado a Enrico. Por primera vez, vi miedo en su rostro, inseguridad. Pavor.

Sus hombros temblaron en una fuerte sacudida e inmediatamente me incorporé y toqué su mano. Estaba allí con él, permanecería a su lado, pero dudé si aquello sería suficiente en aquel momento.

—Entendido, Angelo —repuso y colgó.

—¿Qué ocurre? —pregunté temerosa. Pero Enrico parecía estar muy lejos de aquella habitación—. ¡¿Qué pasa, Enrico?!

—Angelo… —Se detuvo a coger aire, pero no le bastó—… Me ha pedido que elimine a Cristianno.

Eliminar. Desparecer. Matar.

Angelo supo bien a quien darle esa orden.

—¡Dios mío! —jadeé.

CRISTIANNO

Mauro fue lo primero que vi cuando desperté. Estaba sentado al lado de mi cama, con los brazos apoyados en las rodillas y mirando el suelo como si estuviera esperando encontrar la respuesta a algo en las malditas baldosas. Estaba hecho un desastre y, extrañamente, olía a pelea y pólvora.

Levanté la cabeza, asimilando que no estaba en mi habitación y que mi madre dormía en el sofá con la ropa salpicada de sangre. Algo había sucedido mientras yo dormía, y en cuanto lo supiera cogería al cabrón que osó tocar a mi madre y lo destriparía.

—Cuidado —siseó Mauro, cogiéndome de los hombros. No me di cuenta de que estaba incorporándome—. ¿Estás bien?

—Como una rosa —ronroneé.

—Que gilipollas —sonrió mi primo, volviendo a su asiento mientras yo me colocaba frente a él con las piernas encogidas—. En serio, ¿cómo estás?

—Enserio, Mauro, solo tengo un pequeño dolor de cabeza. —El tratamiento de mi tío había hecho bien su función, como siempre, y tan solo me había dejado algo abrumado—. ¿Qué ha pasado?

—Te dieron una paliza.

—Cuéntame algo que no sepa —resoplé—. Como, por ejemplo, ¿por qué estás hecho un desastre? O ¿por qué mi madre tiene sangre en la ropa?

—No es suya

—Ah, y ¿de quién coño es? —Estaba empezando a ponerme un poco nervioso con la actitud esquiva de Mauro. Respondía a mis preguntas, pero no me explicaba nada y se me hacía muy difícil entenderle.

Cogí un vaso de agua que había sobre la mesita de noche.

—De varios esbirros de Valentino —admitió y después me atraganté.

—Puedes repetir… —dije ahogado mientras él me palmoteaba la espalda.

—Kathia estuvo aquí… —Bien, ahora sí que había despertado de golpe—. Valentino trajo compañía y se la llevó por la fuerza, pero antes perdió a casi todos su hombres en el intento. El abuelo y yo los eliminamos —explicó Mauro, cabizbajo y conteniendo la respiración. Aquel gesto me indicó que estaba esperando mi reacción. Por tanto, ahí no quedaba la cosa—. Hubo una reyerta en la mansión.

—¿Pero qué coño…? —Me detuve mirando al techo—. No me jodas.

—Tío Silvano lo preparó. Creí que iba a darle un infarto cuando te vio tumbado en la cama —añadió, más atormentado que otra cosa.

Mi primo no solía inquietarse con aquella clase de situaciones. En realidad, a él le gustaban, disfrutaba con la acción tanto como yo y no le importaba participar en un dispositivo en plena madrugada. Parecía pesado, ausente, incómodo en sí mismo. Sus ojos me ocultaban algo importante. Algo… trascendental.

—Recuerdo a Kathia y también que me arrastró al lavabo. Pero todo lo demás… —me pellizqué el entrecejo—… está borroso

—Me dirigía a la mansión cuando la encontré descalza y perseguida por un séquito de tipos armados.

¿Qué? ¿Pero qué coño…? ¡Oh, joder!

—La traje al Edificio sin contar con que nos seguirían —continuó—. Se armó una buena en tu habitación. Por eso recuerdas el lavabo, ella te escondió allí para que no pudieran herirte.

A esas alturas, ya estaba hiperventilando y con las pulsaciones martilleándome en la boca del estómago. Siempre había sabido que Kathia era valiente y atrevida, pero aquello superaba su activa personalidad. Ponía sobre la mesa la posibilidad de que Kathia, algún día, terminara arriesgándose demasiado por mí… Ese era el riesgo que a mí me ahogaba.

—¿Dónde está? Necesito verla, necesito… —Intenté levantarme, pero Mauro lo impidió.

—Para Cristianno. No sabemos cómo están las cosas. —¿Y desde cuando le importaba eso a él?

¿Qué demonios me ocultaba? ¿Qué sabía que impedía que me mirara con normalidad?

—Tengo que ir a por ella —gruñí.

—No… Antes tenemos que hablar. —Por fin me miró y no me gustó como lo hizo—. Antes tienes que saber ciertas cosas.

—¿Qué pasa? —Una pregunta trémula y miedosa. A Mauro le costó respirar. Me estaba volviendo loco—. Joder, dime que pasa… —exigí.

—Tu padre… Angelo le disparó. La bala le alcanzó en la pierna.

Noté como la sangre comenzó a abrasarme y como el dolor de cabeza rozaba lo insoportable. Mi padre herido, por un… Carusso. El descontrol que me sobrevino me mareó e hizo que me costara hablar. Concebía mi vida junto a Kathia —siempre junto a ella—, pero sabiendo que contaba con el sustento de toda mi familia. Ya había perdido a mi tío y me costaba mucho asimilar que no estaba a mí lado. No podría soportar perder también a mi padre… de la misma forma que perdí a Fabio.

—Le operaron de urgencia esta madrugada —añadió Mauro—, perdió mucha sangre. Estará ingresado en Santa Teresa unos días…

Angelo Carusso había condenado a mi padre a llevar un bastón de por vida.

Eché una ojeada a mi madre. Estaba encogida en el sofá con los brazos alrededor del cuerpo y dormía apacible e ignorante. Todo apuntaba a que todavía no sabía que su esposo había acariciado la muerte.

—¿Lo sabe ella? —pregunté.

—No —negó Mauro con la cabeza—. Tío Silvano nos pidió antes de entrar en el quirófano que no dijéramos nada hasta la mañana.

Me sostuve la cabeza, estaba a punto de estallarme.

—Tengo que ir. —Me levanté de la cama.

—Hay más, Cristianno…

Claro que había más, su actitud me lo gritaba constantemente, pero necesitaba ver con mis propios ojos que mi padre estaba bien.

—No me importa. Luego hablamos —repliqué.

—Como quieras.

Al bajar las escaleras, nos topamos con Enrico. Su aspecto inquieto y soñoliento me indicó que había pasado la noche con Sarah. Y pude confirmarlo en cuanto me miró, confuso y algo incómodo. Después, estudió mi cuerpo en busca de las heridas, pero solo se encontró con algunos aruñazos.

—¿Estás bien? —pregunté al percibir su extraño nerviosismo.

—Debo preguntar lo mismo —forzó una sonrisa—. Acabo de llamar a Silvano, nos está esperando. Tenemos que hablar.

—¿Tú también? —Torcí el gesto—. ¿Qué demonios pasa?

—Aquí no, Cristianno. —Enrico me hablaba a mí, pero miraba a Mauro. Se estaban diciendo millones de cosas y no les importó que yo estuviera observándoles. Aquel asunto debía ser demasiado para que ambos se estuvieran comportando de aquella manera—. Vámonos.

Enrico salió primero.

—No son buenas noticias, ¿verdad? —le pregunté a Mauro, que se quedó rezagado.

—No, no lo son, pero sigo estando a tu lado —suspiró y me acarició el hombro antes de seguir a Enrico.

Un extraño peso, tan caótico como desconcertante, me aplastó. Fuese lo que fuese lo que tenían que decirme, supe que me dejaría completamente trastornado.