KATHIA
Una lluvia de tiros nos rodearon conforme nos acercamos a la mansión. Había hombres disparando por todos lados, escondidos tras los coches, los muros, los árboles… Cualquier cosa valía para protegerse. Era lo más aterradoramente espectacular que había visto en mi vida.
Agaché la cabeza, llevándome las manos a las orejas, y me arrodillé entre los asientos. Mi cuerpo respondía a los estruendos con constantes sacudidas y supe que si no salía de allí, terminaría alcanzada por un balazo. A Valentino no debió de importarle porque me cogió del brazo y me apegó a él a tiempo de esquivar una bala. Mi siguiente pensamiento estuvo dedicado a su muerte, a la sangre que se hubiera desparramado de su cuerpo.
Pero no fue él quien murió; la cabeza de su chofer impactó sin vida contra el volante, provocando un giro brusco hacia la izquierda. Contuve el aliento un segundo antes de salir propulsada hacia delante. Por suerte, los asientos nos evitaron males mayores, tanto a Valentino como a mí, pero su chofer reventó el parabrisas al salir despedido. Miles de cristales nos asolaron. Nos habíamos estampado contra un robusto árbol del jardín principal.
No me detuve a pensar en nada, ni siquiera en lo mucho que me dolían los hombros o el frío que tenía. Aproveché el desconcierto de la situación para salir del coche por la ventanilla, pero tuve que hacerlo bien agazapada y pendiente de las personas que había en aquella zona de la mansión.
Me aguijoneó un dolor agudo al caer al césped. Estaba tan preocupada en no morir que no me di cuenta de lo fuerte que había sido el porrazo. Me llevé una mano al vientre y con la otra me apoyé para toser. Al levantar la vista, descubrí todo el desastre. La parcela principal estaba tomada, luchaban unos contras otros arrasando con lo que se les cruzaba en el camino. Quien era Carusso, quien Gabbana, resultaba muy complicado saberlo.
Hasta que vislumbré a Enrico. Estaba en el otro extremo, medio escondido tras un banco de piedra y descargando el arma para volverla a cargar. Cada movimiento ejecutado con precisión y una elegancia extrañamente agresiva. Su posición en aquel caos era muy compleja: no podía ponerse en contra de los Gabbana porque eran su familia, pero tampoco podía ir a su favor sino quería que los Carusso le descubrieran. Estaba atrapado y, aun así, luchaba.
Quise gritar su nombre, pero entendí que podía ponerle en peligro. Lo mejor era ir hasta él. Enrico sabría qué hacer cuando me viera y nos pondría a salvo. Cogí aire y me envalentoné hacia delante. Había que tener unas pelotas muy grandes para atravesar el jardín, pero no me quedaba otra. Así que decidí arrastrarme por el césped sintiendo la humedad de la hierba en mi estómago. Maldita la hora en que Valentino decidió excitarse en el Edificio.
Vi la oportunidad de levantarme cuando llegué junto a una arboleda, pero un fuerte peso cayó sobre mí. Valentino volvía a capturarme.
—¿Adónde te crees que vas? —protestó agarrotado, y gemí al notar su empeño por empujarme hacia él.
Dejé que hiciera y aproveché su inercia para darle un cabezazo en la boca. Su reacción fue admirar la sangre que le había provocado y después estamparme contra el árbol.
Detuve el empujón con las manos a tiempo de esquivar un puñetazo agachándome. Varios disparos resonaron en rededor y tuve la inercia de encogerme, pero, de nuevo, Valentino lo impidió. No sin antes haber respondido a los disparos.
De pronto, alguien apareció de la nada y nos arrastró consigo al suelo. Me golpeé la cabeza antes de avistar a Alex aporreando la cara de Valentino para enzarzarse en una pelea de lo más sucia.
Al mirar a mi amigo, no pude evitar pensar en Daniela. ¿Dónde estaría ella en aquel momento? ¿Cómo estaría sabiendo que su novio estaba en mitad de un tiroteo? Que duro era estar en la posición de las mujeres de la mafia.
Quise detenerles y salir de allí con Alex, evitar que pudieran hacerle daño. No quería que Daniela sufriera por él como yo estaba sufriendo por Cristianno. Pero algo llamó mi atención y me dejó inmóvil.
Fuego.
La terraza estaba siendo pasto de las llamas, que crecían a toda velocidad por culpa del viento y empezaba a extenderse briosas por el porche. En pocos minutos, la mansión sería engullida y la vegetación que la rodeaba tendría una participación importante.
—¡Kathia! —Clamó Alex—. ¡Sal de aquí!
Tal vez era lo mejor, pero entonces, vi a Silvano a unos metros de mí. Acababa de matar a mi tío Carlo con una maestría increíble y no era consciente de que mi padre lo había visto y se disponía a herirle.
Sin dudarlo un instante, corrí hacia Silvano. Todo se ralentizó. Sabía que miles de balas se cruzaban en mi camino y podían matarme, pero no me importó. No permitiría que mi padre matara a Silvano. Angelo Carusso era el único culpable de aquella situación.
Llegué a tiempo de empujar al Gabbana y tirarlo al suelo. Por un instante, mientras caíamos al suelo, creí haberle salvado, pero no fue así. Silvano soltó un grito desgarrador al caer y la sangre empezó a borbotear de su pierna.
—¿Qué demonios haces, Kathia? —preguntó, lejos de preocuparse por sí mismo.
—No te muevas. —Le ignoré concentrada en su herida.
Inevitablemente, recordé a Fabio. Dios mío, parecía que el destino estuviera burlándose de mí al hacerme pasar por lo mismo una vez más. Ya era demasiado para mí saber que murió en mis brazos y que no pude hacer nada por evitarlo. Tenía su última mirada grabada a fuego en mi piel.
No, no volvería a pasar por lo mismo.
Tragué saliva, cogí a Silvano de los brazos y tiré de él. Silvano no moriría. Solo tenía un disparo en la pierna, podía salvarle. Nos escondimos tras una fuente de piedra y enseguida me dispuse a mirar la herida, pero me detuvo cogiendo mi cara entre sus fuertes manos.
—Kathia, te ordeno que salgas de aquí —espetó con algo más que autoritarismo. No supe determinar que era, algo extraño se paseaba por su mirada. Algo que le desconcertaba, y que ya había visto en los ojos de Mauro.
—No —gruñí, me alejé de sus manos y arranqué un trozo de tela de mi vestido.
—¡No permitiré que te maten a ti también! —gritó frustrado—. Eres lo único que me queda de él.
¿Qué? ¿Lo único que le quedaba de quién?
¿Qué demonios sucedía?
Me tragué el desconcierto, con el corazón a mil pulsaciones, y le hice un torniquete antes de que Diego nos encontrara. Varios disparos sobrevolaron nuestras cabezas y ambos nos agachamos cubriendo a Silvano con nuestros cuerpos.
—¡Joder! —Clamó Diego cuando pudo mirar a su padre—. ¿Quién ha sido?
—Eso no importa —dije incorporándome un poco para mirarle a la cara—. Tenemos que sacarlo de aquí. ¿Cuál es el coche más cercano, Diego?
Pero antes de contestarme, mató a un par de hombres que teníamos encima. Después, me miró, frunció el ceño y tragó saliva. Me dio la sensación que acaba de ver a un fantasma.
—El Maybach. —Se obligó a decir—. A unos metros de nosotros.
Silvano jadeó y me fijé en que el rojo de la tela con la que había hecho el torniquete era casi negro. Estaba perdiendo demasiada sangre.
—¡Tenemos que darnos prisa! —grité nerviosa, al ver que Silvano empalidecía por momentos. Tarde o temprano entraría en parada.
—¡Papá, no me jodas! —clamó Diego cogiendo a su padre de los hombros.
—No es esa mi intención, hijo.
—No te desmayes, ¿vale? Aguanta un poco, por favor. —Miró a su alrededor, buscando una salida que le permitiera poder llegar al Maybach sin correr más peligro.
—Lo intentaré —susurró Silvano, pero ambos sabíamos que eso no podía decidirlo él.
Por la mirada de su hijo, supe que se estaba planteando la idea de coger a su padre y atravesar el jardín él solo.
Le cogí del brazo y tiré de él para que me mirara.
—Diego, tenemos que pedir ayuda —le insté.
Asintió varias veces y tensó su cuerpo, listo para echar a correr.
—Espera aquí. —Y se fue mientas disparaba.
—Háblame, Silvano. —Acaricié su frente—. Cuéntame cómo conociste a Graciella.
—La conocí en… Terracina —jadeó con una ligera sonrisa en los labios. Cerró los ojos y asió mi mano—. Ella me miró con sus ojos amatista… y sonrió… Supe en ese instante que debía pasar el resto de mi vida a su lado.
Me contagié de ese amor en cuanto abrió los ojos. Descubrí a Cristianno en ellos y fue imposible retener la lágrima que se deslizó por mi mejilla. Silvano la capturó con sus dedos.
—Eres preciosa… —gimió.
—Estoy hecha un desastre —resoplé.
Los labios se le habían resecado demasiado, agrietándose en las comisuras. Alcé una mano, la colé en la fuente y humedecí mis dedos con el agua. Enseguida, derramé unas gotas en su boca al tiempo en que Diego se hincaba de rodillas a mi lado, jadeando por la carrera. No venía solo, Valerio apareció imitando su gesto.
—Eric está en el coche —dijo mayor de los hermanos cogiendo un brazo de su padre—. No podrá aguantar mucho así que tenemos que darnos prisa.
—Kathia, ve detrás de mí y no te separes, ¿de acuerdo? —añadió Valerio cogiendo el brazo que quedaba libre.
—Entendido. —Asentí y me preparé para levantarme—. ¿Quién nos cubrirá?
—Todos —contestó Diego—. Acabo de avisar a Enrico y Alex.
Cogieron a su padre en brazos mientras yo me colocaba tras Valerio. Desde allí, pude coger la cabeza de Silvano e impedir que se esforzara por erguirla.
Salimos del refugio de la fuente y corrimos hacia la calle agazapados. Las balas impactaron en el suelo, a nuestros pies, y varios hombres se interpusieron en nuestro camino, pero todos ellos fueron cayendo. Nos estaban cubriendo bien. Aunque mi atención no estaba puesta en la gente que quería matarnos, sino en la cantidad de cadáveres que había en el suelo.
¿Aquello era lo que mi amor por Cristianno había provocado? ¿Así sería nuestras vidas si me mantenía fiel a mis sentimientos, siempre en peligro y con la muerte acechando? ¿Podía el amor justificar todo aquello?
Quise ser engullida por la tierra.
Enrico tiró de mí para abrazarme en cuanto llegamos al coche.
—Tengo que sacarte de aquí —murmuró con voz agotada, apegado a mi cuello.
Olía a pólvora, a sudor… pero continuaba predominando ese aroma cítrico y fresco que siempre le acompañaba. Sus brazos me hicieron pensar por un segundo que no estábamos allí, sino lejos. En un lugar inalcanzable.
—¡Le han dado un paliza, Enrico! —Lloré entre jadeos.
—Lo sé, mi amor —susurró antes de apartarse—. Pero se pondrá bien.
De pronto, su mirada se perdió tras de mí antes de que un coche negro se detuviera a nuestro lado. Enrico se quedó paralizado y supe que fue sincero cuando días antes me dijo que se había enamorado de Sarah.
¿Sabría él que era recíproco? Porque Sarah bajó de aquel coche y miró a Enrico como si no existiera nada más en el universo.
SARAH
No sé qué me hirió más: si ver a Kathia tan destrozada o a Enrico mirarme con tanto reproche.
Eric se montó en uno de los coches que nos rodeaban y aceleró. Habían herido a alguien y debía ser grave porque fue extraño ver lo endemoniadamente rápido que salió de la calle. El humo de sus ruedas distorsionó la visión.
Mauro se removió y cargó el arma antes de mirarme.
—¡Enrico! —exclamó Mauro saliendo del coche demasiado decidido—. ¿Quién va en ese coche?
Pero su compañero solo tenía ojos para mí, unos ojos extrañamente oscuros y amenazadores.
—Silvano —contestó al pasar por su lado antes de llegar a mí. Las balas dejaron de existir. Nada me produjo más respeto que verle caminar de esa forma—. ¿Qué coño haces aquí? —Supe de su furia en cuanto le escuché hablar.
Tragué saliva y sujeté el arma con fuerza al borde de desplomarme.
—¡¡Contesta!! —chilló dando un puñetazo a la carrocería del coche.
Me sobresalté y le miré con los ojos tan abiertos que creí que se me saldrían de las órbitas. Debería haber hablado, pero se me olvidaron todos los motivos por los que había ido hasta allí.
Enrico frunció los labios y dio un paso al frente. Su nariz casi rozó la mía y noté como su aliento rebotaba en mis labios con fuerza. Estaba enfurecido y no le importaba que a mí me intimidara aquella parte de él.
—No sabes el error tan grande que acabas de cometer —masculló en un susurro.
—Yo… solo quería…
—Me importa una mierda lo que querías, Sarah.
Aquel no era el Enrico que conocía. Aquel era un hombre duro, agresivo, cruel. Sus ojos deseaban hacerme daño. ¿Por qué?
—Lárgate de aquí —repuso.
—¿Qué?
—Vete —repitió y se apartó.
—Enrico… —Intenté cogerle del brazo.
Él se apartó y decidió gritarme.
—¡¡¿Sabes lo que has hecho?!! ¡¡Estás poniéndonos en peligro a los dos!! —Me cogió de los hombros y me empujó contra el coche—. Si me descubren, si alguien se da cuenta de que… —Se detuvo y miró el suelo.
Deseé poder tener el valor de mandarlo a la mierda y salir de allí. Pero mi corazón quiso más.
—¿De qué, Enrico? —Le insté a continuar. No podía callar ahora—. Has tenido el valor de humillarme, ¡termina!
Que injusta resulté y que tarde era ya para remediarlo. Mauro llevaba razón cuando me dijo que esperara en el edificio. Yo nada podía hacer allí.
—Yo no te he humillado —negó.
—Prácticamente.
Varios disparos resonaron a nuestro alrededor e impactaron en las ventanas reventando los cristales. Enrico me estampó contra su cuerpo y nos tiró al suelo. Me arrebató el arma de las manos, se colocó de rodillas y comenzó a disparar mientras yo me cubría los oídos. Escuché mis jadeos más vivos que nunca.
—¡Valerio, sácalas de aquí, ya! —gritó Enrico, refiriéndose a Kathia y a mí.
Ella estaba junto a los hermanos Gabbana y Alex tras un muro a unos metros de nosotros.
—¡No! —grité al ver cómo Alex protegía a Kathia mientras la arrastraba hacia nosotros. En menos de unos segundos, se reunieron con nosotros tras el Ferrari.
Kathia y yo nos miramos con intensidad, compartiendo cada partícula de nuestros sentimientos. Ella también tenía miedo, estaba desconcertada, aturdida, perdida. Ojalá hubiera podido abrazarla y borrar todo aquello de su mirada.
—¡Lleva a Kathia al hotel Hassler! —le gritó Enrico a Valerio sin dejar de disparar.
—¿Al hotel? —preguntó Kathia.
—Tu madre y tu abuela están allí. Angelo las envió en cuanto comenzó el ataque —explicó.
Valerio se subió al coche, contorsionándose para evitar los disparos y sabiendo que Kathia le seguiría y se haría un pequeño ovillo en el asiento. Debería haber hecho lo mismo, pero fui incapaz de moverme y de dejar de observar a Enrico.
—No me iré sin ti. —Pensarlo fue menos intenso que decirlo en voz alta.
Enrico me miró de súbito y dejó que por su cara se pasearan miles de emociones. Se me encogió en el vientre.
—Métete en el coche —masculló, extrañamente contenido.
—No.
—¡Joder! —exclamó y se lanzó a por mí. Me cogió de la cintura y me lanzó dentro del vehículo, violentamente. Cerró la puerta y miró a Valerio—. Vete… —ordenó.
Me quedé mirándole mientras salíamos de la calle dando tumbos. Su imagen se perdió en una fina capa de polvo blanco. Y comencé a llorar sintiendo como Kathia me abrazaba, y lloraba conmigo.