KATHIA
Valentino había dicho la verdad, mataría a Cristianno si volvía a acercarme él. La cuestión era, ¿por qué no lo había hecho ya? Había tenido la oportunidad.
La penumbra de la limusina me ocultaba. Hacía un rato que el dolor y las lágrimas quedaron sepultados bajo el odio. Me sentí inerte, como si me hubieran inyectado una dosis de autocontrol frío y casi maligno. No supe comprender lo que se estaba gestando en mi interior, pero no lo impediría. Aquella noche sería muy larga.
Tan concentrada estaba en encontrar la forma de arrebatarle la vida, que ni siquiera fui consciente de que había empezado a hablar.
—Necesitaste a cinco hombres para reducirle —dije de pronto. La ira borboteaba en mi boca, empujándome a hacer cualquier cosa. Llenándome de coraje—. Eres un cobarde.
—Puede —sonrió—, pero no soy yo quien está saboreando el asfalto de la Piazza della Reppublica.
Súbitamente, dejé de tenerle miedo. Puede que más tarde me arrepintiera, pero ahora aprovecharía esa ocasión.
Valentino se incorporó, tomó una copa vacía y la llenó de champán.
—Ay, Kathia… Si supieras toda la verdad, te arrepentirías de amarle —comentó.
—Lo dudo —negué.
—Ya lo veremos.
Entrecerré los ojos escudriñando los suyos. Por un momento, le sentí acorralado y eso me gustó, pero también me confundió.
—¿Qué pretendes? —quise saber.
—Divertirme —sonrió.
—¿Lo has logrado?
—Ya lo creo.
La furia ardió en mi pecho y me lanzó a darle un manotazo en la mano. Con brusquedad, la copa impactó en su cara haciéndose añicos y provocándole un pequeño corte en la mejilla. Ahora tenía casi la misma herida que él le había hecho a Cristianno. Se quedó inmóvil, sin saber cómo digerir lo que acaba de ocurrir.
Pero para eso estaba allí Thiago, ¿no? Él respondería si Valentino no lo hacía y así fue. Me estampó un bofetón en la boca. La fuerza me empujó contra el asiento y sentí la sangre en mi boca, pero, lejos de tragármela, decidí escupir. Saliva y sangre impactaron en su cara. Se llevó la mano al rostro y se retiró el mejunje mirándome iracundo. Si volvía a pegarme, no dudaría en responder.
—¡Basta! —Clamó Valentino tocándose aún la pequeña herida—. ¿Estás satisfecha? —preguntó.
Me recompuse en el filo del asiento y comencé a pensar en el siguiente paso. Rápidamente, miré la manilla de la puerta. Estaba más cerca de mí que de Valentino, así que si me movía con rapidez podría abrirla y lanzarme a la carretera. Mientras ellos respondían, tendría varios segundos para incorporarme y salir corriendo en busca de Cristianno. Sencillo, muy sencillo. Pero en teoría.
Resoplé. Sería capaz de hacerlo porque me obligaría.
—¿Sabes qué voy a hacer, Valentino?
—Sorpréndeme, mi amor.
A priori, explicarle mis intenciones era de necios. Pero, bien mirado, era una estrategia perfecta. No creerían lo que iba a hacer y se confiarían. Esos eran los segundos que yo necesitaba para actuar.
—Voy a darte una patada en la boca —torcí el gesto—. Después, sangrarás y, mientras tanto, abriré la puerta y saltaré de la limusina. Lo mejor de todo, y aunque no lo reconozcas en voz alta, es que ambos sabemos que soy capaz de hacerlo. —Terminé sonriendo.
Y ellos enseguida me imitaron. Llenaron la limusina de carcajadas. Como predije, se confiaron y me permitieron calcular mis movimientos. Aquellos zapatos Dior que llevaban harían muy bien su trabajo.
El panel que nos separaba del conductor bajó en cuanto Valentino presionó un botón.
—¿Lolo, sabes lo que acaba de decir nuestra querida Kathia? —dijo Valentino al chofer. Todavía estaba limpiándose las lágrimas que le había provocado reír tan plenamente.
«Continúa, sigue dándome tiempo, sabandija», pensé.
—Estoy deseando oírlo, jefe.
—Va a darme una patada y después saltará del coche.
De nuevo carcajadas, esta vez mucho más sonoras. Excelente.
—Y lo mejor de todo es que cree que lo conseguirá —se mofó Thiago.
—Creo que tu muñequita ha visto demasiadas películas —añadió el chofer sonriente.
Me uní a sus risas; incluso aplaudí.
—¡Qué tonta! —exclamé—. ¿Cómo iba yo a hacer eso?
Se acabó el tiempo.
Borré la sonrisa de mi cara, apoyé las manos en el asiento y me impulsé hacia delante. Le di una patada a Valentino en la barbilla, dejándole sin respiración y provocando que le castañearan los dientes. Fue un golpe seco y rápido, extraordinario. Que hizo que la sangre empezara a manar ágil de su boca.
Enseguida, me abalancé hacia la manilla de la puerta y la abrí dispuesta a lanzarme, pero Thiago se lanzó a por mí cogiéndome de los hombros. En acto reflejo, y aprovechando el empuje, lancé la cabeza hacia atrás y golpeé su cara. Aquello indujo a que mi salto de la limusina fuera muy inestable. Impacté contra el suelo y rodeé varias veces antes de rebotar bruscamente contra el bordillo de la acera.
Un dolor agudo se extendió por todo mi cuerpo, pero no me detuve a pensar en ello. El placer que me produjo haber logrado aquella hazaña fue superior a cualquier otra emoción. Había tomado una decisión y había actuado en consecuencia. Me sentí llena de adrenalina.
Cogí aire, me incorporé de un salto y miré a mí alrededor ignorando el chirrido de los frenos de la limusina. El tiempo de reacción del que disponía mientras el puñetero chofer de Valentino maniobraba era limitado. Y la distancia que me separaba de la Piazza della Repubblica, bastante amplia.
Empecé a correr antes siquiera de proponérmelo, pero la presión de los zapatos de tacón al avanzar hacía que perdiera el equilibrio, me ralentizaban. Me los quité tambaleante, reconociendo que estaba en la Via del Babuino y que acortaría si tomaba las calles pequeñas. Esquivé los vehículos que venían en mi dirección ignorando las piedrecillas del asfalto que me clavaba en la planta de los pies, y agradecí profundamente que el maldito Bianchi se decantara por aquel vestido. Pude correr cómoda y empleando mi velocidad sin ningún impedimento. Mi respiración brotaba escandalosa e intermitente. Ni siquiera podía oír con normalidad. Pero no bastaba… Tenía encima a la limusina y era cuestión de tiempo que me acorralaran.
«¡Ni hablar!», gritó mi fuero interno. No me había tirado de un coche en marcha para terminar capturada de nuevo.
Me escabullí por un callejón que me llevó a la Via de Tritone cuando un coche rojo apareció de pronto. Venía de hacer un derrape y se tambaleó cuando frenó bruscamente para evitar arrollarme. Una humareda blanquecina me envolvió y me desplomé contra el capó, ahogada y cagada de miedo.
El conductor comenzó a acelerar sin soltar el freno, exigiéndome tácitamente que me apartara. Y quiso hacerlo, enserio, pero mi cuerpo se bloqueó. Por un momento, la situación se tornó desbordante.
Entonces, descubrí unos ojos azules. Me miraban perplejos, completamente sorprendidos y perdidos en la confusión de los míos. Mauro soltó el volante y se humedeció los labios con lentitud, pensativo, como si supiera porque yo estaba allí.
Le vi salir del coche antes de sentir que alguien me capturaba del cuello y me empujaba hacia atrás. No tardé mucho en comenzar a notar la falta de oxígeno y me removí colocando los pies sobre el capo del Audi de Mauro. Tal vez si me impulsaba, podría coger aire. El sonido de varios disparos resonó cerca de nosotros y caí de espaldas sobre el pecho de aquel esbirro. La desorientación aflojó sus dedos y pude ver que se trataba de Thiago.
Le vi morir antes de que Mauro me arrastrara de la cintura. Acto seguido, una lluvia de balas nos abordó. No sé cómo lo hizo, pero Valentino había pedido refuerzos y más de diez hombres nos estaban disparando.
—¡Joder! —gritó Mauro lanzándonos junto a su coche. Abrió la puerta del copiloto y nos escudamos tras ella mientras se preparaba para disparar—. ¡Cúbrete, Kathia! —clamó sin saber que ya lo estaba haciendo.
—¡Son demasiados, Mauro! —Grité resguardando mi cabeza con las manos—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Quise tirar de él cuando descubrí un arma sobre el asiento. La alcancé, sin dudar ni un segundo, y la cargué del mismo modo que Mauro sabiendo que estaba años luz de lograr su habilidad. Estiré los brazos contrayendo los codos y disparé alcanzando a uno de ellos. Mauro me miró sorprendido y yo le devolví la mirada alucinada.
Maldije la forma en que me reencontré con Mauro y maldije también el momento en que Cristianno decidió que no soportaba pasar más tiempo sin verme. Si hubiéramos sabido esperar, tal vez, no habríamos estado en aquella situación: él inconsciente y herido y yo en pleno tiroteo con su primo. Aquello superaba cualquier guion.
—¡Sube al coche! —gritó Mauro, empujándome. Lo extraño fue que continuó haciéndolo y terminé en el asiento del conductor—. ¡Arranca! ¡Arranca! ¡Vamos! —volvió a gritar sin dejar de disparar.
Agachada y aferrada al volante esquivando los disparos, le envié una mirada interrogante. Las manos me temblaban y era incapaz de mantener el arma. Sin contar con que todo estaba cubierto de cristales y me los estaba clavando. Aquel maravilloso vehículo sería pasto del desguace en minutos.
—¡¡Por Dios, Kathia, arranca!! —chilló.
¡Yo no sabía conducir en esas circunstancias! ¡Nos estrellaríamos!
—No podré hacerlo, Mauro. ¡Ah! —vociferé al tiempo en que una bala pasaba por encima de mi cabeza.
Él se detuvo, me cogió del mentón y me obligó a mirarle.
—Sí que puedes. Ahora, arranca.
Sin más, presioné un botón que había en el salpicadero y aceleré provocando que el motor rugiera agresivo; por suerte, era un vehículo automático. Eché marcha atrás mientras giraba con premura y coloqué el coche recto dándole la espalda a los disparos. La luna trasera estalló en mil pedazos y nos encogimos. Pero, milagrosamente, nos saqué de la calle a una velocidad de infarto y arrasando con algún que otro contenedor.
—¿Crees que nos seguirán? —pregunté, mirando de un lado a otro y notando unos calambres en las piernas.
—No lo dudes —dijo Mauro. De pronto, asomó medio cuerpo por la ventana y comenzar a disparar—. ¡Tienes que intentar despistarlos, Kathia! —exclamó entre gritos.
«Piensa, Kathia, ¡piensa!», me dije.
—¡Solo se me ocurre una cosa! —Una auténtica locura que ni siquiera sabía si podría hacer. Se necesitaba demasiada destreza al volante. Destreza de la que yo, por supuesto, carecía.
Pero, en una situación como aquella, ¿qué más daba? Me dejaría llevar por mis impulsos.
—¡Pues adelante! —me exigió Mauro, asombrosamente ofuscado en alcanzar a alguien con sus disparos.
Alargué el brazo y le cogí del cinturón, arrastrándolo al interior del coche. No le sentó bien que hiciera aquello, pero no quería verle saltar por los aires. Sería lo más probable en cuanto hiciera lo que iba a hacer.
—Prepárate para disparar a las ruedas en cuanto te diga —dije introduciéndome en una calle demasiado transitada por peatones. Si la memoria no me fallaba, estábamos a unas calles del edificio.
La gente se apartaba gritando y lanzándose al suelo. Arrasé con algún que otro puesto de venta ambulante y ciertos objetos se colaron dentro del coche. Era lo malo de no tener cristal delantero.
—¿Cuál es la idea? —preguntó extrañado.
—Tener puntería —grité asimilando que, si mi plan surtía efecto, provocaría un accidente en cadena.
«Puedo hacerlo, puedo hacerlo», me dije, como si fuera un mantra.
De pronto, frené y giré el volante hacia un lado. Lo hice de una forma tan imprevisible y brusca que casi nos estrellamos, pero logré mantener el coche. Lo único que contaba en aquel momento era que lo estaba haciendo, y punto.
Ojalá Cristianno hubiera estado allí con nosotros.
Detuve el vehículo tras el derrape y mastiqué la adrenalina al ver que había conseguido quedar frente a nuestros enemigos.
—¡Ahora, dispara! —ordené a Mauro.
Efectuó ocho disparos, cuatro a cada neumático delantero, y suficientes para que diera una sacudida y chocara contra las paredes como si fuera una peonza. Varias chispas saltaron de las llantas al rayar el suelo. Los coches que le seguían chocaron contra él, justo como esperaba. ¡Lo habíamos logrado! y me quedé contemplando la escena tras soltar un grito de satisfacción muy parecido a una carcajada.
—¡Sal de aquí, corre! —exclamó Mauro al ver que los esbirros y Valentino salían de sus vehículos.
Tras unos minutos en silencio y saboreando la agotada calma que se había establecido en dentro de coche mientras no alejábamos, me sobrevino el miedo.
Tanto se me notó, que Mauro terminó por coger mi mano y apretarla lo suficiente para que dejara de temblar. No me vi capaz de abandonar la vista de la carretera para mirarle (eso ya era pedir demasiado), pero expresé de sobra lo que estaba pensando.
—Está en el Edificio, amor —murmuró.
Ahogué una exclamación. ¿Así que Mauro sabía lo que había pasado? ¿Sabía que su primo estaba herido?
—¿Cómo…te has… enterado? —tartamudeé aguantando las lágrimas.
Cabizbajo, Mauro apretó los ojos con fuerza y suspiró.
—Nos llamó y nos dijo la dirección —explicó tímido.
No fui consciente de que había tomado la dirección al Edificio Gabbana hasta que me detuve en la Fontana.
Miré a Mauro y aseguré su mano con más fuerza.
—No me sueltes —farfullé.
—No pensaba hacerlo.