SARAH
Todo estaba en silencio. La familia se había reunido en el piso de Alessio y Patrizia para cenar, y aunque me invitaron, no me vi con fuerzas para bajar. Todavía me sentía demasiado aturdida. Y esa sensación no hizo más que aumentar cuando vi a Kathia en la portada del periódico. Aquel hecho hizo que el Edificio estuviera más callado de lo normal, y que Cristianno desapareciera.
Doblé las páginas del diario y lo dejé sobre la mesa de la cocina. Necesitaba con urgencia una pastilla para la cabeza, así que me puse a buscar entre los armarios y los cajones, pero no encontré nada.
Me detuve un instante y me atusé el cabello totalmente concentrada en aquel dolor punzante. Incluso la luz me molestaba. El médico, que me había visto por la mañana, había comentado que sería normal ese tipo de resaca. El medicamento que me había administrado era demasiado potente y me haría dormir casi todo un día.
Dormir… con Enrico pegado a mí, acariciándome, perdiéndome en la simetría de su respiración. Cuando desperté ya se había ido, pero dejó su aroma impregnado en las sábanas…
—Los medicamentos están en la despensa, en una caja roja —dijo Enrico, sobresaltándome.
Había entrado en la cocina sin hacer el menor ruido y me observaba de reojo, con las manos guardadas en el pantalón de su traje negro y un rostro hermético, pero igual de hermoso que siempre. Estaba impresionante vestido de aquella forma, resaltando más que nunca sus ojos azules y su cabello rubio.
No podría cansarme nunca de mirarle.
Fui a la despensa rápidamente y aproveché para coger aire sabiendo que estaba fuera de su campo de visión. Desde allí, no podría ver lo alterada que me había puesto, y esta vez no había sido por el deseo, sino por el… amor.
Cogí el maldito paracetamol, me lo tomé y me obligué a salir de allí. Evité cruzar la mirada con él. Sin embargo, él sí lo hizo y con una fijeza que me sobrecogía.
—Te hacía en el teatro —hablé dándole la espalda. Apoyé las manos en la encimera y apreté los ojos, instándome a mantener la calma.
¿Por qué había venido? ¿Qué estaba haciendo allí? Pero todas aquellas preguntas quedaron silenciadas al notar sus manos sobre mis caderas. A diferencia de otras ocasiones, no temblé, sino que me quedé muy quieta analizando lo mucho que mi cuerpo empezaba a admirar su contacto.
Sus dedos presionaron mis muslos suavemente y comenzó a ascender mientras pegaba su cuerpo al mío. Se me erizó el vello bajo sus labios al rozar mi cuello con ellos. Qué sensación tan increíble… su aliento ardiente y presuroso sobre mi piel, su pecho contra mi espalda, sus manos enroscándose a mí cintura.
Solté un gemido y eché la cabeza hacia atrás para dejarle más espacio a su boca.
—No he querido irme sin despedirme. —La excitación de su voz me estremeció.
—Bien —dije sin aliento.
—¿Bien? —Sus labios descendieron hasta mi clavícula segundos antes de darme la vuelta.
Me dejé llevar, con los ojos cerrados, casi etérea entre sus manos. Volvió a apoyarme en la encimera y a pegarse contra mí. Acercó su cara y besó mi frente, después mis párpados… y fue bajando… la mejilla, la comisura de mis labios…
—Enrico… —suspiré, acariciando su cinturón.
A esas alturas, era una tontería disimular lo mucho que le deseaba. Me sentía descontrolada, fuera de mí. Ni siquiera escuchaba los pálpitos de mi corazón, era como si fuera un solo latido, interminable.
—Si te pidiera que me esperaras, ¿lo harías? —dijo, apretando los dientes para contenerse.
Acaricié su pecho y colé mis manos bajos la chaqueta para rodear sus hombros. La tela estaba impregnada del calor de su piel, del aroma de su perfume, y ardí en deseos de sentirlo dentro de mí…
—¿Lo harías? —repitió.
—Sabes que sí. —Logré decir pegando mí frente a la suya.
Puede que fuera una estupidez amarle, más aun sabiendo que no podría ser mío, pero fingir ese sentimiento me hacía tanto daño como reconocerlo. De todos modos, ya había caído, ¿qué más daba el dolor que pudiera sentir si aquello resultaba ser un juego para él?