28

KATHIA

—Tengo que irme, amor —dijo Enrico, dándole el último sorbo a su copa de vino.

Era más de media noche y los demás hacía rato que se habían retirado. Nos habíamos quedado a solas en la terraza de la cocina y aproveché para preguntar y saber lo que había ocurrido en mi ausencia, pero Enrico no me contó nada. Se limitó a guardar silencio o cambiar de tema. Lo que significaba que habían sucedido cosas que era mejor que yo no supiera. Para protegerme, para que no me preocupara, logrando así el efecto contrario.

—¿No vas a dormir en la mansión? —pregunté, repentinamente asustada.

Aquel ya no era mi hogar, no me fiaba de mi familia. Enrico era el único en quien podía confiar y me produjo pavor que fuera a marcharse.

—Tengo que informar a los… —Se detuvo inseguro y mirando alrededor.

Solía hacer ese gesto constantemente. Lo curioso de todo aquello era que yo no me había dado cuenta de su auténtico contexto hasta que me enteré de todo. No era desconfianza, sino prevención.

—Entiendo. —Asentí—. Enrico, ¿qué me ocultas? —Su rostro se tensó en cuanto pregunté—. No contestas a mis preguntas, no me cuentas nada y has discutido con Marzia cuando habéis hablado por teléfono.

—Eso no es extraño.

—Tu voz —señalé—. Hablabas diferente…

Enrico se quedó pensativo. Yo ya sabía que era introvertido, pero jamás le había costado hablar conmigo.

—Estamos… atravesando una crisis —terminó por admitir.

—Lleváis en crisis desde que os conocisteis —protesté—. Dime la verdad.

—¿Qué quieres que te diga, Kathia? Sabes la verdad perfectamente. Sabes lo mucho que me cuesta estar con tu hermana. ¿Por qué quieres que te lo recuerde?

Fruncí el ceño. Verle tan contenido, me produjo inquietud. Sus problemas no solo se reducían a Marzia, y ambos lo sabíamos. Había mucho más.

—Algo ha cambiado en ti —susurré cabizbaja.

Él se acercó a mí, me cogió de los hombros y me obligó a mirarle.

—Kathia, has estado en paradero desconocido durante diez días, es lógico que haya cambiado —explicó.

Por supuesto. Todos lo habíamos hecho, pero lo que más me impresionó fue descubrir que él no había sabido donde estaba. Aquello confirmaba que mis esperanzas porque Enrico apareciera en Pomezia eran vanas.

—Lo siento —musité, acomodándome en su pecho, y él me besó tiernamente.

—Mi amor, prometo que estaré aquí en cuanto amanezca.

Asentí notando como los latidos de su corazón iban ascendiendo y como sus brazos se tensaba en torno a mi cuerpo. Estaba nervioso, pero ¿por qué?

—Se llama Sarah —murmuró—. Acabo de conocerla.

Abrí los ojos, desconcertada. No me había dado mucha información, pero supo que bastaba con aquello para que lo entendiera a la perfección.

Aun así, supe que confirmaría lo que yo ya empezaba a suponer.

—Me he enamorado de ella. —Fue más un gemido que un susurro—. Te quiero, pequeña. —Se fue, dejando uno de sus mayores secretos en mis manos.

SARAH

Era consciente de que el dolor había menguado, pero apenas tenía fuerza para abrir los ojos. Me sentía perezosa, como si mi cuerpo pesara una tonelada. Y tremendamente cómoda en mi letargo. Si me resistía a despertar, fue porque me sentí muy cerca de él.

De pronto, me sobresalté. Alguien me acariciaba y temí que fuera Mesut, pero me equivoqué. Enrico me observaba en la oscuridad de la habitación, sentado en el filo de una silla que había puesto junto a mi cama. Entreabrió los labios al verme despertar y una expresión de excitación cruzó su mirada.

—Hola —musitó. Curiosamente, no dejó de acariciarme.

—Hola. —Creí que me evaporaría.

Aun me sorprendían las sensaciones que me provocaba tenerle cerca, y, con el tiempo, más difícil se hacía disimularlas. Quise emplear las pocas fuerzas que tenía para incorporarme, pero me lo impidió.

—No hace falta que te incorpores —dijo, acercándose más de lo que esperaba,… Menos de lo que quería.

Entonces, sentí una punzada en el entrecejo, justo en el maldito centro. Fue tan aguda y fugaz que me entraron ganas de vomitar.

—Me duele la cabeza —protesté llevándome una mano a la frente.

—El doctor te ha inyectado un calmante.

—¿Estás seguro que no es un somnífero para caballos? —Pregunté presionando los ojos, pero me obligué a abrirlos en cuanto escuché su sonrisa—. Me muero de sueño.

—Duerme.

«No, bésame», dijo mi fuero interno.

—No quiero —negué.

—¿Por qué?

—Porque estás aquí. —Jamás habría dicho eso de haber estado en mis cabales. Prácticamente, confesaba mi amor por él…

Sorprendiéndome de nuevo a mí misma, acerqué una mano a su cara. El tacto suave y terso de su piel me estremeció; más aún cuando le vi cerrar los ojos y respirar entrecortado. Repasé su nariz con los dedos y bajé hasta el inicio de sus labios. Él los abrió y rozó mis nudillos con toda la intención. No me contuve al acariciarlos, y los perfilé sin darme cuenta que me había acercado demasiado a ellos.

—Necesito mirarte —susurré. Y todo terminó ahí.

Noté que había dejado de sentirse cómodo, pero aun así no se quejó. Él había sido quien había aparecido en mi habitación en mitad de la noche, quien se había sentado junto a mi cama y me había observado dormir antes de despertarme con una caricia. Hubiera sido una hipocresía que se quejara porque yo hubiera decidido actuar igual que él.

Enrico exhaló y miró hacia el balcón. La luz de la luna lo inundaba todo y provocó que el azul de sus pupilas resplandeciera y se tornara plateado. Ya solo faltaban los fuegos artificiales en torno a él; aquella maldita medicina era espectacular.

—Quédate conmigo. —Me arriesgué a pedirle.

Después, cerré los ojos y resoplé orgullosa de tener el suficiente sedante en las venas como para impedirme pensar en la estupidez que acaba de cometer. Ya tendría tiempo de arrepentirme cuando amaneciera. Cambié de posición y le di la espalda antes de verle marchar.

Pero no lo hizo. La cama se tambaleó suavemente y, poco a poco, fue acomodando su cuerpo junto al mío. El corazón se me disparó cuando noté que una de sus piernas se abría hueco entre las mías. Apoyó su pecho en mi espalda y rodeó mi cintura con un brazo.

—No me moveré de aquí, ¿de acuerdo? —susurró dejando que su aliento acariciara mi nuca. Aquello era mucho más de lo que podía soportar.

—Mientes, pero no me importa. —Porque me bastaba con saber que había decidido quedarse.

No resistí mucho más y cerré los ojos.

—¿Sarah? —suspiró Enrico.

—¿Humm…?

—¿Cuándo has llegado a conocerme?

—El primer día, el primer minuto. —Y me dormí entre sus brazos, perdida en su respiración y en la delicadeza de sus caricias.

Soñé con él. Soñé que me amaba, y pensé que, algún día, Enrico podría llegar a hacerlo de verdad.