KATHIA
Sibila terminó de colocar los alfileres que me ajustaban la falda. Valentino había encargado un vestido de la firma Costello Tagliapietra para que yo lo llevara puesto expresamente la noche del sábado en la ópera. Era un atuendo rojo sin escote, que se ceñía a los brazos y a la cintura y exhibía la espalda en toda su plenitud. Sensual, ligero y absolutamente perfecto, si mi madre hubiera acertado con la talla. Por eso llevaba más de tres horas encaramada en aquel taburete, observando cómo Sibila hacia los arreglos y como Valentino me desnudaba con la mirada.
—¡Listo! —Exclamó Sibila alzándose del suelo—. Estás increíble.
—Mucho más que eso —añadió Valentino caminando hacia mí. Olvidando mi repulsa, cogió mi cara entre sus manos—. Brillarás por encima de cualquier mujer. Y te envidiarán, por supuesto. —No pude esquivar un beso.
Me soltó y se acercó a la mesa para servirse una copa.
—¿Por qué iban a envidiarme? —pregunté, limpiándome la boca.
—Vas conmigo, amor —sonrió e inmediatamente cambió de tema—. Todas las personalidades más importantes de la región asistirán a la toma de cargo de mi padre. Por fin podrá utilizar Roma a su antojo… —comentó orgulloso.
Y yo decidí jugar a tocarle las pelotas. Si de tan buen humor estaba, lo soportaría. Así que sonreí y entrecerré los ojos, mirándole de arriba abajo y encargándome de poner una mueca indescifrable para él. Culminé mordiéndome el labio.
—Me pregunto entonces porque me has encerrado aquí si sabías que terminaríamos volviendo a Roma días después. —Incluso yo me sorprendí de la frialdad y el veneno que llevaban mis palabras. A Valentino se le resecaron los labios y bebió sediento de su copa mientras yo recogía mi falda y bajaba del taburete—. Que pérdida más lamentable de tiempo. Sobre todo porque has logrado que te odie aún más.
Esperé a que él reaccionara, y no se demoró mucho tiempo. Se acercó a mí, me empujó contra su pecho y soltó un ronquido de excitación.
—No te esfuerces, Kathia. Me calientas del mismo modo cuando eres insolente.
Mostré los dientes al reconocer que quería mi boca.
—Cuidado, puedes perder el labio en el proceso —mascullé.
—Probemos, entonces. —Soltó una sonrisita—. Tal vez me guste.
Sibila carraspeó evitando el contacto.
—Tenemos que elegir un peinado, señor Bianchi. Así que, si quiere que vaya espléndida, tendrá que dejarnos a solas, ¿comprende? —Plantó a Valentino severa e incisiva. Le sonreí cuando Valentino se alejó de mí a regañadientes.
—Suelto —masculló.
—¿Cómo dice? —preguntó Sibila.
—Quiero que lo lleve suelto. Que le repose en las caderas. Así no tendré que preocuparme en soltárselo cuando la lleve a la cama. —Se aseguró que su comentario nos aplastara antes de irse.
Cada una de sus palabras llevaba implícita una promesa. No pospondría por más tiempo hacerme suya y le daría igual que fuera forzado. Comprendí que eso era exactamente lo que Valentino había estado esperando. De algún modo, haberlo hecho en Pomezia no tenía trascendencia. Prefería saber que Cristianno estaba al alcance de descubrirlo o incluso de ser testigo de ello.
Exhalé… y cerré los ojos, negando.
Temí regresar a Roma.
SARAH
Tanta tranquilidad durante el día, me tenía espléndidamente agotada. Supongo que se debía a que no estaba acostumbrada a ello.
Por la mañana, obligué a Cristianno a desayunar conmigo. No había pegado ojo y un café caliente le sentó bastante bien. Después, me vi arrastrada a una divertida competición de billar que duró cerca de tres horas y que, por supuesto, perdí. Mauro era muy habilidoso y Cristianno demasiado tramposo —las bolas rayadas desaparecían misteriosamente—. Más tarde, conocí al resto de sus amigos: Eric, Alex y Daniela. Y sin darnos cuenta, pasamos el día juntos. Estuve hablando horas con Daniela mientras los chicos lo hacían entre ellos. Me lo contó todo: desde cómo se conocieron Kathia y Cristianno, hasta la muerte de Luca hacía apenas dos días.
Con todo…, no dejé de pensar en Enrico. Me arrepentía muchísimo de haberle dicho que se alejara de mí, pero más me dolió que lo cumpliera. No había aparecido en todo el día por el Edificio y, si lo hizo, no se dejó ver. En ocasiones, me costó horrores disimular las miradas hacia la puerta del piso, esperando que apareciera. Cristianno pudo darse cuenta.
Ya había caído la madrugada cuando decidí bajar a tomar un té. No me apetecía dormir todavía. Sabía que soñaría con él y aún no estaba preparada. Pero aunque quise ir hasta la cocina, apenas crucé el salón.
Una ráfaga nocturna vino de la mano de un sonido distante. Todo provino de la biblioteca. Me asomé con cautela y vi como las cortinas ondeaban por el aire. Me adentré con la idea de cerrar las ventanas, pero me detuve en cuanto le vi. Enrico estaba sentado junto al cenador de la terraza, cabizbajo con los codos apoyados en las rodillas.
Salté hacia atrás, precipitada y con el corazón amenazando con salírseme. Maldita sea, incluso estuve a punto de caerme al suelo al toparme con la esquina de una mesita de café.
¿Cómo no me había dado cuenta de su presencia? ¿Cuánto tiempo llevaría en el Edificio? ¿Cómo pude pedirle que se alejara de mí…?
Contuve el aire y decidí acercarme a él. Ahora que había recapacitado, Enrico merecía unas disculpas por mi comportamiento injusto la noche anterior. Pero conforme me acercaba, supe que… jamás podría ser su amiga. Por mucho que lo intentara, le deseaba demasiado.
—Hola —susurré. Ni siquiera me di cuenta de cómo había llegado hasta él.
Enrico me miró con una expresión a medio camino entre la confusión y la satisfacción.
—Hola —dijo, enloquecedoramente lento.
Sus labios se quedaron entreabiertos e hicieron una mueca de lo más insinuante. Irremediablemente, pensé en cómo sería el tacto de su boca sobre la mía.
Mantuvo la mirada al frente mientras yo tomaba asiento a su lado, y unió sus manos entrelazando los dedos un tanto nervioso. Me gustó poder percibirlo.
—Dijiste que me alejara de ti. —Soltó, de pronto, algo ronco.
Esas palabras me atravesaron y volví a maldecirme por haberlas dicho. Clavó sus ojos en los míos. Esperaba una contestación y la quería cara a cara. Así que alcé el mentón y me envalentoné, respondiendo a sus miradas.
—Mentí.
Tardó unos segundos en reaccionar ante la rotundidad de mi voz, pero después sonrió satisfecho. Exhalé al tiempo en que sentía un inmenso calor expandirse por mis mejillas. Genial, acaba de ruborizarme, y a Enrico le gustó. Lo que intensificó aún más mi sonrojo.
Agaché la cabeza y volví a toparme con el anillo. Enrico se dio cuenta y escondió la mano.
—¿Dónde está? —pregunté—. Quiero decir… tú… esposa.
—Portofino —contestó.
—¿No está en Roma? —Fruncí el ceño.
—No.
—Pero…
—Hace dos semanas —me interrumpió—, los Carusso descubrieron que Kathia y Cristianno estaban en el aeródromo de los Gabbana, para dejar la ciudad juntos —explicó y yo inmediatamente reconocí la historia. Daniela me la había contado esa tarde y no había parado de mirar a Cristianno de reojo, imaginándomelo en aquella situación—. Se plantaron allí y los amenazaron de muerte, pero Silvano llegó a tiempo gracias a la llamada que hice. Sirvió para salvarles la vida a los dos, pero poco más. Marcello, un primo de Kathia, se abalanzó a por ella impidiendo que escapara. No sé cómo, Kathia logró liberarse y se vio obligada a matarle. —Cerré los ojos. Kathia solo tenía diecisiete años y había tenido que matar para conservar su vida—. Por eso Marzia, mi mujer, está en Portofino y no aquí.
Esperé unos segundos antes de hablar. Ya había escuchado esa parte, pero incluso más me impactó escucharla de sus labios.
—Supongo que perder a un familiar es demasiado duro…
—Era su amante, Sarah —corrigió Enrico—. Llevaban dos años juntos.
Bien, aquello si era una sorpresa. Le miré conmocionada con la confesión.
—¿Qué? No pueden, son familia
—Como si eso importara —suspiró Enrico, levantándose del asiento.
Me dio la espalda y se atusó el cabello con las dos manos. Sé que no era el momento, que la conversación que estábamos manteniendo no dejaba lugar a las reflexiones sobre la apariencia física de Enrico, pero no puede evitar observarle con deseo. Esa noche también llevaba traje, al menos, el pantalón. La camisa se le ceñía a la cintura y marcaba notablemente la línea de sus hombros y brazos. No podía creer que su mujer, esa tal Marzia, pudiera serle infiel.
—Y tú lo sabías —murmuré, más para mí que para él.
—Por supuesto —añadió.
—¡Pero es tu mujer! —Exclamé, levantándome.
Enrico se giró y me miró, curioso. No esperaba esa reacción en mí y mucho menos descubrir que me había molestado. Sonrió, pero esa sonrisa no llegó a sus ojos.
—Ya te dije que eso no significa que la quiera. —Se acercó, caminando lento—. Mira, Sarah, tú no lo entenderías, pero cuando perteneces a la mafia hay cosas que superan al amor, cosas mucho más importantes. No te detienes a pensar en lo que hace tu mujer… Ni siquiera piensas en las carencias que eso conlleva.
—¿Mucho más importantes que casarte con alguien que no quieres? —Protesté consciente de su cercanía—. ¡Por Dios, estamos hablando de matrimonio! —Negó con la cabeza.
—No me importa, Sarah. Para mí no es más que… —Se contuvo y me dejó con la incertidumbre de saber lo que iba a decir.
—¿Qué? —le insté.
—Es difícil…
—Tus secretos… —murmuré cabizbaja, recordando la conversación que tuvimos en el jet, antes de aterrizar en Roma.
Sin esperarlo, apoyó su frente en la mía y subió sus dedos por mis brazos, hasta detenerse en los codos. En un principio, me tensé. No esperé que me acariciara en un momento como aquel, pero, poco a poco, me abandoné al calor de sus dedos. Enrico tenía un efecto narcótico sobre mí.
—Te estás acercando peligrosamente a mí, Sarah. —El susurro me acarició las mejillas—. Ven conmigo.
No encendió las luces cuando entramos, recordando que yo prefería la oscuridad. Sonreí, observando cómo se movía preciso hasta llegar a una estantería. Manipuló algo y segundos después sonó una melodía que inundó toda la sala. Miró al techo con los ojos cerrados y se impregnó de la delicadeza de aquella pieza. Me maravilló observar sus movimientos.
Fue hasta la puerta, la cerró y volvió a mí. Tanta intimidad me abrumó y no supe cómo responder hasta que me extendió la mano. La tomé y dejé que me acercara a su pecho. Rodeó mi cintura, colando una de sus piernas entre las mías, y comenzó a moverse lentamente al ritmo de la música.
Me esforcé en mantener la calma. Pero estaba tan concentrada en ello, que le pisé los pies.
—Lo siento —siseé, avergonzada.
—No —sonrió Enrico. Se aferró más a mi cintura y dijo—: Comencemos de nuevo.
Cerré los ojos y me concentré en el sonido de su respiración, lenta y armónica. Apoyé la mejilla en su hombro y dejé que sus manos me transportaran lejos. Me estremecí cuando noté sus labios acariciando mi cabello.
—Es una música preciosa…
—Alexander Desplat, Sunrise on Lake Pontchartrain —murmuró, aún pegado a mi cabello—. Es un compositor francés de música cinematográfica.
—Te gustan las bandas sonoras —dije, orgullosa de saber algo de él.
—Ya sabes uno de mis secretos. —Se estaba sincerando, por eso estábamos bailando, rodeados de libros y un viento frío que no sentía.
Nunca creí que llegaría a experimentar tales emociones. Y mucho menos albergar deseos por un hombre. Considerando la vida que había llevado, eso era impensable. Pero Enrico no era como los demás. Él no me estaba obligando a nada que yo no quisiera hacer y no me había juzgado. No me miraba como a un objeto, simplemente… me miraba. Puede que terminara haciéndome daño amarle, pero me quedaría con ese momento.
Enrico se detuvo paulatinamente, buscó mi mirada y acercó una mano a mi mejilla. Me acarició, apartando un mechón de pelo y enroscándolo tras la oreja. Sus dedos perfilaron mi mandíbula y fueron a parar a la curva de mi cuello.
—Eres preciosa, ¿lo sabías? —murmuró muy bajo.
Contuve una exclamación y tragué saliva con descaro. Pero me olvidé de avergonzarme cuando sus pupilas centellearon. Rozó mi nariz con la suya y entreabrió sus labios. Estuve tan cerca de sentirlo que noté hasta un escalofrío.
Pero fue un espejismo.
Ese beso no llegó.
Enrico exhaló y se alejó de mí. La distancia me dejó aturdida y sentí ese frío que segundos antes no percibía.
—Tengo que irme —dijo un instante antes de salir de la biblioteca.
Me dejó a solas, con la música sonando de fondo y la oscuridad consumiéndome.