21

SARAH

Estuve casi dos minutos bajo el agua. Fue de lo más estimulante sentir como todos mis músculos se destensaban y como corría un alivio casi desquiciante por mis extremidades. Me sentía purificada, etérea.

Salí de la bañera, cogí un albornoz y me dirigí al vestidor bastante contrariada. Me encantaba estar en el Edificio, una parte de mí ya se sentía como en casa, pero tenía la sensación de estar aprovechándome. Aunque me costaría abandonar aquel lugar, debía empezar a plantearme cómo sería mi vida a partir de ahora.

Suspiré y comencé a vestirme con las prendas que Patrizia, la tía de Cristianno, me había prestado de sus hijas. Ambas estaban fuera del país (una estudiaba en Oxford y la otra trabajaba en Zúrich), pero podría conocerlas en las vacaciones de Semana Santa.

Me topé con un chico al salir de la habitación. Supe enseguida quién era porque las mujeres me advirtieron de lo mucho que se parecía Cristianno a su primo. Le sonreí para disimular un poco la sorpresa que me había llevado.

—¡Vaya, nena, te ha tocado la habitación más grande! —exclamó entrando con total confianza—. Soy Mauro Gabbana.

—Sarah Zaimis —dije algo aturdida.

De pronto, me empujó contra su pecho y me estampó dos besos en la mejilla. Me envolvió el delicioso aroma de su perfume.

—Mi tía Graciella quería venir a buscarte para que bajes a cenar, pero he pensado hacerlo yo y aprovechar para presentarme —se detuvo frunciendo el ceño—. Me he presentado, ¿verdad? —Lo dijo tan enserio que dudé.

Asentí con la cabeza.

—Sí.

—¡Genial!, ¿vamos? —Su descaro me hizo soltar una carcajada. Salimos de la habitación y nos dirigimos hacia las escaleras—. Y bien, ¿cómo te encuentras?

—… confundida —resoplé. No sabía muy bien cómo definir mi estado.

—Olvidarás todo muy pronto, no te preocupes —dijo sincero.

Me hubiera gustado creerle.

—Creo que es algo más complicado, Mauro. —Se detuvo y torció el gesto recorriendo mi rostro con la mirada. Tenía tanta fuerza como Cristianno, pero con un extraño y encantador matiz risueño.

—Sarah, hay cosas en la vida que son mejor olvidar de golpe y no dejarles espacio a que infecten todo lo demás. —Descendió su tono hasta convertirlo en un susurro—. Esa clase de recuerdos se alimentan de nuestra debilidad, y no creo que tú seas débil. Puedes controlarlos, y debes.

Me hizo falta unos minutos para encontrar algo que decirle. Mauro había sido tan contundente que me resultó bastante difícil asimilarlo.

—Con consejos como este, no lo pongo en duda —sonreí de medio lado, terminando de bajar al vestíbulo.

—Y que lo digas. —Fue cariñoso al empujarme y bromear conmigo—. Cambiando de tema, Sarah, supongo que conoces a mi madre y a mi tía.

—Sí, Enrico me las presentó esta tarde.

Enrico.

Pensar en él me daba vértigo. Se había instalado dentro de mí con tanto aplomo que empezaba a dudar si sería capaz de olvidarle o, simplemente, mirarle como a un amigo. Estaba rayando el límite; si superaba la línea establecida, no habría vuelta atrás.

—Bien —continuó Mauro, ignorando mis cavilaciones. Después se acercó y susurró—: Te aconsejaría que evitaras el tiramisú.

—¿El tiramisú? —Fruncí el ceño—. ¿Por qué?

—Verás —se humedeció los labios y miró alrededor para cerciorarse que estábamos solos—, nuestra queridísima y maestra de la cocina Antonella, les ha permitido a mi madre y a Graciella cocinar, sin pensar que con ello el resto de los presentes nos morimos de hambre, ¿me sigues?

Contuve una carcajada llevándome una mano a la boca; y es que su madre y su tía acababan de aparecer y lo habían escuchado todo.

—Creo que sí —balbuceé carialegre.

—¡Genial! —exclamó—. La cocina no es su fuerte y…

—¡Mauro! —gritó Patrizia. Si hubiera sido un dibujo animado, le habría salido humo de las orejas.

—¡Mamá, tía Graciella! —Mauro casi gritó—. Le contaba a Sarah lo delicioso que está vuestro tiramisú.

Le miré de reojo reconociendo la mentira, pero asentí para cubrirle mientras retenía las ganas de reír. Aquella escena estaba siendo de lo más graciosa.

—Serás… —Patrizia intentó darle un pescozón, pero Mauro la esquivó—. Debí decirle a la enfermera que pasara directamente a la cesárea. Los fórceps debieron presionarte demasiado el cerebro.

—Bueno, mamá no se puede tener todo. O inteligencia o físico.

—Calla de una vez si no quieres estar comiendo tiramisú durante un año.

—Hecho.

Graciella negó con la cabeza observando cómo se adentraban en el salón. Después, se volvió, cogió mis manos y las apretó dulcemente. Sus dedos eran cálidos, de esos que te proporcionan seguridad con solo rozarte.

—Quería agradecerle todo lo que han hecho…

—… Querida —me interrumpió—, no tienes que agradecer nada. Nos encanta tenerte aquí, Sarah. Solo queremos que descanses y, sobre todo, comas algo. Estás muy delgada. —Me cogió del brazo y comenzó a caminar sabiendo que la seguiría—. Hoy me he permitido el lujo de cocinar. Antonella casi nunca me deja tocar los cacharros de la cocina —explicó mientras atravesábamos el salón.

Tras recorrer el pasillo, entramos en el comedor. Todo mi cuerpo se entumeció de golpe al descubrí que Enrico estaba allí. Hablaba con Silvano y Alessio, sentado al lado de ambos y compartiendo una complicidad que no había visto antes. Parecía cómodo y relajado, demostrando que, aunque no fuera un Gabbana, se sentía como tal. Justo como me dijo en Tokio.

Me miró. Solo lo hizo unos segundos, pero bastaron para hacerme temblar. Graciella debió pensar que aquella sacudida se debía a que estaba siendo observada por todos, pero se equivocó.

—¡No os quedéis mirando como pasmarotes! —reprendió acompañándome a mi asiento—. Vais a asustarla.

Un murmullo de sillas y de afirmaciones inundó la sala. Puede que Graciella fuera una mujer, pero allí, en su casa, era la que mandaba. Nadie osaba llevarle la contraria.

Percibí la ausencia de Cristianno al tomar asiento junto a Mauro y el mayor de los hijos de Silvano; Diego, sino recordaba mal.

—¿Dónde está Cristianno? —pregunté por lo bajo.

—No tiene hambre —dijo masticando—. Es mejor dejarle solo.

—Kathia…

—Exacto. —Frunció el rostro. Él también sufría por ellos, y me di cuenta de lo unida que estaba aquella familia.

—Espero que estés cómoda en tu habitación, Sarah. Apenas tuvimos tiempo de prepararla —intervino Silvano, realmente preocupado por mi bienestar—. Podemos cambiarte, si lo deseas. Solo tienes que decírmelo.

—No se preocupe, estoy muy cómoda. —Mi habitación era enorme, tenía vestidor, lavabo y una terraza de ensueño. ¿Cómo no iba a estar cómoda?

—Por Dios, trátame sin formalismos. Ya tendré tiempo de ser viejo.

Todos reímos al ver el rostro dramático de Silvano.

—Tienes cincuenta años, papá. No eres muy joven, que digamos —bromeó Valerio, otro de los hermanos de Cristianno. Después me miró y me guiñó un ojo.

—Pienso cortarte la cabeza si vuelves a mencionar mi edad —soltó una carcajada que se expandió por todo el comedor—. Un hombre debe tener sus secretos.

—¿Desde cuándo hay secretos en esta familia? —sugirió Graciella sonriendo a su esposo.

—Cierto, cariño.

De pronto me sentí vulnerable, y supe por qué antes de levantar la cabeza. Enrico estaba completamente concentrado en mí. Su intensidad se paseó por mi cuerpo y se me olvidó que, las personas que nos rodeaban, podrían darse cuenta de lo fascinada que estaba con él.

«No puedo creer que me esté pasando esto», me dije.

—¿Y cuánto te pagaban? —me preguntó la única mujer de aquella mesa a la que no me había presentado. Estaba sentada entre Enrico y Valerio, enfrente de mí.

No fui consciente de lo que pretendía saber hasta que descubrí que todos, sin excepción, palidecieron. Otros, en cambio, se quedaron boquiabiertos, como fue el caso de Mauro o Alessio. Pero el más afectado de todos resultó ser Valerio. Por su expresión, supe que habría preferido que la tierra se lo tragara en ese instante.

—Paola, por favor… —masculló, sin encontrar valor para mirarme. Ella era su prometida.

—No te preocupes, Valerio —dije todo lo comedida que pude—. No tiene importancia. —Creí que terminando con una sonrisa, todo quedaría zanjado… pero me equivoqué.

—Solo es una pregunta, mi amor —se quejó Paola antes de volver a mirarme—. Me refiero, a que tus servicios debían ser bastante suculentos tratándose de la prostitución de lujo, ¿no es así? —añadió, esperando impaciente mi respuesta.

Me hundí en la silla, saboreando la saña de sus palabras concentrada en su mirada castaña. Paola quería humillarme, y lo había logrado. Tragué saliva, desvié la mirada, coloqué las manos sobre la mesa y me levanté de la silla.

—Si me disculpáis… —Hablé pidiéndole permiso a Silvano. Este comprendió lo que le estaba pidiendo y asintió. Fue entonces cuando abandoné el comedor.

De fondo, se quedaron las réplicas de Valerio, el murmullo de desconcierto de los demás comensales. Y el sonido de una silla rechinando.

Pero dejé todo atrás en cuanto llegué al vestíbulo. Aquella chica logró dejarme aturdida, no comprendía porque me había hablado de ese modo. Solo se limitó a observarme como si yo fuera el ser más desagradable.

Todos aquellos pensamientos quedaron reducidos a cenizas cuando alguien me cogió del brazo y me detuvo a medio subir la escalera.

Perdí el equilibrio y terminé contra el pecho de Enrico.

—¿Adónde vas? —preguntó con voz grave y autoritaria; aprecié su enfado y también su aroma puro y vibrante.

—A la habitación —contesté alejándome subiendo varios peldaños—. Voy a cambiarme y después me iré.

Enrico se interpuso en mi camino.

—No —gruñó.

—No puedes obligarme a nada. Lo sabes —dije entre dientes.

—No te irás, Sarah.

Quise apartarle, pero él capturó mi muñeca y volvió a estamparme contra su pecho. Luché por soltarme, pero me engañaba a mí misma sino admitía lo mucho que me gustó esa posesión.

—Enrico, suéltame —mascullé, y el obedeció frunciendo los labios y cambiando el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

Suspiró

—¿Eso es lo que quieres en realidad, Sarah? —En su voz ya no había rudeza, sino una ligera y extraña incertidumbre.

—Que sabrás tú de lo que quiero —resoplé, esquivándole.

Volvió a cogerme, pero todo fue diferente esta vez. Rodeó mi cintura y tiró de mí con rapidez. Cuando reaccioné, estaba apoyada en la pared con sus labios a solo unos centímetros de los míos y todo su cuerpo pegado a mí. No quedaba espacio entre nosotros.

—Me lo pones muy difícil. —Fue un murmullo erótico, que resbaló lentamente por mi boca y me cortó el aliento. Noté como se contraía mi vientre y como el corazón me latía en la lengua.

—Entonces, deja que me vaya —jadeé.

—No. Podría concederte lo que quisieras, pero no eso. —¿Cómo se suponía que debía reaccionar antes aquello? Fue un tormento continuar erguida.

—¿Por qué? —pregunté sin esperar haberlo dicho en voz alta.

Para mi asombro, Enrico respondió como nunca hubiera esperado.

—No lo sé.

—¿Puedo pedirte lo que quiera? —Torcí el gesto, dudando si la excitación me dejaría hablar—. Cuidado, Enrico, puede que te sorprenda saberlo.

—Tal vez no. —Si esperaba noquearme con aquel comentario, lo consiguió—. Tal vez… quieres lo mismo que yo.

Cerré los ojos un instante, reteniendo las ganas de besarle y saboreando su aliento acelerado. Aquel momento era encantadoramente tenso, una muestra de su evidente sensualidad, pero era una pérdida de tiempo desearle, una forma gratuita de sufrir. Jamás podría tenerle…como deseaba.

—Me quedaré, pero con una condición… —gemí.

—¿Condición?

—Has dicho que podrías concederme lo que quisiera, ¿no? —remarqué—. Quiero que… te mantengas alejado de… mí.

«Miente mejor, Sarah.»

Cuando dejé de sentir su cuerpo contra el mío, me inundó una sensación de vacío enorme. Enrico había obedecido, aunque resultaba satisfecho. Su rostro se había truncado y me mostró lo mal que le había sentado que le pidiera aquello.

Vale, ahora venían las malditas preguntas. ¿Cómo debía tomarme su reacción? ¿Qué habría hecho de haberle besado…?

—¿Solo eso? —quiso saber, controlándose al máximo.

Asentí, incapaz de responder.

—Bien… está bien. Lo haré. —Me miró una última vez antes de irse.

Me apoyé en la pared y cerré los ojos reteniendo las ganas de ir tras él.

Que maravilloso que había sido sentir su absoluta cercanía.