20

SARAH

Graciella me dejó a solas en el que sería mi dormitorio, tras la improvisada reunión en el salón con su cuñada y su suegra. Tomamos café, me mostraron fotografías y hablamos, pero ninguna de las tres mencionó una palabra en referencia a mi situación. Prefirieron darme margen y esperar a que yo decidiera hablar.

Después, me enseñaron el Edificio. Me resultó curioso y muy enternecedor que toda la familia se hospedara en el mismo lugar; como si no supieran vivir separados.

Tomé aire y dejé que el atardecer romano me envolviera desde aquel balcón. Era asombroso lo mucho que había cambiado mi vida en unas horas. La noche anterior me despedía de Mesut para reunirme con un cliente en un hotel de Tokio. Y ahora estaba en Roma, respirando como nunca antes lo había hecho y rodeada de gente generosa. Absolutamente, todos los Gabbana fueron cordiales conmigo. No sé cómo supieron que necesitaba protección, pero cuando Enrico me presentó, no dudaron en dármela. No hicieron más que halagarme y hacer que, por primera vez desde que el turco me arrastrara con él, me sintiera parte de algo.

Aun así, me sentía irremediablemente inquieta. No quería que mi presencia les perjudicara.

—La ciudad eterna. —Me incorporé de un brinco al escuchar aquella voz tras de mí—. No importa desde donde la mires, siempre transmite la misma pasión.

Cristianno.

Corrí en su busca y me lancé a sus brazos con tanta fuerza que a punto estuvimos de caer.

—Dios mío, qué ganas tenía de verte. —Exclamé notando como él me elevaba.

—Y yo a ti, nena —murmuró, tremendamente cariñoso, antes de dejarme en el suelo.

Cristianno capturó mi rostro entre sus manos, apoyó su frente en la mía y cogió aire con los ojos cerrados.

—Me has asustado, ¿lo sabías? —dije pegado a mí.

Envolví sus muñecas y acaricié sus pulgares.

—Lo siento —dije cabizbaja—. No sabía qué hacer…

Empezaba a oscurecer cuando Cristianno me soltó y me llevó hacia los divanes que había en una esquina de la terraza. Tomamos asiento y me observó atento. El mar azul de sus ojos volvió a fascinarme como el primer día. Recordaba lo guapísimo que era, la impetuosidad de su mirada, la potencia de su presencia, pero había olvidado que lo era mucho más.

—No sé cómo voy a agradecerte todo esto, Cristianno —comenté acariciando su mejilla. Me besó la palma de la mano—. Lo que has hecho por mí es…

—… Nada. No es nada, Sarah —me interrumpió.

—Lo dices como si no tuviera que preocuparme.

—Así es —respondió rotundo.

Cogí aire y miré hacia el horizonte. Mesut se colaba en mis pensamientos siempre que tenía oportunidad y eso sucedía constantemente.

—Está ahí fuera, Cristianno. Sé que me está buscando.

Se acercó a mí, lentamente.

—Ahora estás en mi territorio, Zaimis —susurró—. No tiene nada que hacer aquí.

Torcí el gesto, completamente embobada con su rostro.

—Continuas siendo el mismo, Gabbana. Tan protector e imperioso.

Tuvo una forma agotada y ensombrecida de pestañear, y me di cuenta de lo mucho que había crecido en las últimas semanas. Supe que habían tenido que pasar muchas cosas para que Cristianno hubiera cambiado tanto.

Agaché la cabeza.

—Hiciste demasiado para conocerme tan poco —comenté—. Enviaste a Enrico, me salvaste de nuevo y eso es mucho más de lo que esperaba.

—A veces, conoces a las personas con solo mirarlas. Eres transparente, lo supe en cuanto te vi. —Me retiró el pelo y lo enroscó tras mi oreja.

Sonreí de medio lado. Que dijera aquello acrecentaba el respeto y cariño que le tenía. Di gracias por haber tenido la ocasión de conocerle, de poder estar sentada frente a él.

—La clase de persona que soy… —resoplé—. Hace tiempo que dejé de saberlo.

Cristianno me obligó a mirarle.

—Yo te lo diré: eres preciosa, inteligente,… —Su voz se fue apagando al darme un beso en la frente. Cerré los ojos al notar el suave y cálido contacto de sus labios.

—Haces que me sienta tan bien —reconocí escondiéndome en el hueco de su hombro.

Pero mi situación no era lo único importante.

—Cristianno —murmuré en su cuello.

—Mmm… —ronroneó.

—Sé lo de Kathia… —Noté la tensión en sus brazos y enseguida me le miré—. No quiero ser indiscreta, pero Enrico me contó… —Me detuve en cuanto vi cómo sus ojos se dilataban. No parecía gustarle ese tema de conversación—. Olvídalo, no debería haber dicho nada… —Negué con las manos.

—Llevo dos semanas sin saber de ella. Si no fui a Tokio fue porque me surgió un contacto. Resultó ser una trampa. —Cerró los ojos, tomando aire después de tragar saliva. No supe que hacer, como consolarlo. Verle así era demasiado… para ambos—. No sabes lo mucho que la necesito, Sarah.

Casi tenía grabado el nombre de esa chica en la piel. Todo su cuerpo irradiaba las ansias de sus palabras.

De repente, pensé en Enrico y en el anillo que le ligaba a una mujer. ¿Cómo sería ella? ¿Cómo lo habría conquistado? ¿Qué iba a hacer yo con aquellos sentimientos?

—Lo solucionarás —admití, deshaciéndome de mis pensamientos y acariciando las manos de Cristianno—. Tú siempre lo solucionas todo.

—Hay cosas que no, Sarah. —Negó con la cabeza y se mordió el labio—. Kathia vuelve a Roma y ni siquiera sé si seré capaz de encontrar la forma de verla.

De un impulso, le obligué a mirarme. No permitiría que se viniera abajo.

—No eres pesimista. Sabes bien que hallarás esa forma, solo tienes que ser paciente.

—Estoy cansado de serlo —protestó, más niño que nunca—. Quiero que llegue el día en que todo esto acabe. En que podamos estar juntos y salir a la calle sin tener que esconder lo que sentimos.

Tampoco era pedir demasiado.

—¿Sabes lo que pienso? —Me inundó un enorme placer cuando Cristianno cerró los ojos al escucharme hablar—. En la suerte que tiene Kathia de tenerte. Eres un hombre maravilloso.

CRISTIANNO

Cerré la puerta de la habitación de Sarah y me dirigí al despacho de mi padre con el ronroneo de sus palabras paseándose por mi cuerpo. Hablar con ella de Kathia me había herido más de lo que creí. Hasta ese momento no había hecho más que escudarme tras la ira y la rabia; había matado, había torturado… todo por encontrarla. Pero Sarah había mirado más allá de esos sentimientos. Había hurgado en mi interior sin saber que sacaría a flote el dolor que me producía no tener a Kathia.

Mi padre decidió que Sarah podía quedarse indefinidamente. Dispondría de todo lo que necesitara y tomaría las decisiones que ella viera más convenientes. Tanto si se quedaba, como si no, contaría con el respaldo de mi familia. Algo que a las mujeres les hizo muchísima ilusión. Después de todo (como mi padre decía), ellas eran las que mandaban.

El problema con Mesut era lo que más preocupaba. Mi padre había hecho sus investigaciones y, al parecer, el turco estaba en paradero desconocido. Se había ido de Tokio y era imposible localizarle. Aunque sabíamos que, de una forma u otra, solucionaríamos la situación.

Después llegó el turno de hablar del regreso de Kathia. En esa conversación todos supimos que lo mejor era que me mantuviera quieto y muy callado.

—Según me han informado en la mansión, llegará el viernes —explicó Enrico, mirándome de reojo—. Adriano Bianchi jura el cargo de alcalde por la mañana y el sábado asistirá a la ópera. Ese evento contará con todas las personalidades políticas de la región y algún que otro dirigente del país.

Mi padre resopló, cansado de la situación. Si por él hubiera sido, habría eliminado a los Carusso en solo unas horas y habría solucionado el problema de raíz, pero no era tan sencillo y todos lo sabíamos. Debíamos esperar y tejer con cuidado cada uno de nuestros pasos. Muchas de las personas, en las que más confiábamos, nos habían traicionado y no podíamos actuar a la ligera.

—Bien, mantennos informados, Enrico —dijo mi padre, pellizcándose el puente de la nariz—. Tu ayuda en este tema es primordial. Dependemos de ti en muchos aspectos.

—Sabes que siempre podéis contar conmigo, Silvano. Siempre.

—Lo sé, hijo, lo sé. —En ese momento, al ver como mi padre se acercaba a mí, como si yo fuera el centro de su universo, tuve la sensación de que estábamos solos en aquel despacho—. Kathia dormirá en Roma en tan solo tres días.

Nuestras miradas se encontraron y reconocí que aquello lo dijo para tranquilizarme. Pero no surtió efecto.

—¿De qué me sirve si no duerme conmigo, papá? Las cosas no serán diferentes con su regreso —protesté antes de salir de allí.

Cerré la puerta, avancé unos pasos y me apoyé en la pared apretando los ojos con fuerza. Decidí que lo mejor era encerrarme en mi habitación, pero Enrico me detuvo.

—Déjame, Enrico —le esquivé—. Sé que quieres apoyarme, pero ahora necesito estar solo, ¿de acuerdo? —Fui distante al hablarle.

—En tu caso, la soledad no es la mejor opción —medió.

—Como si no lo supiera…