14

SARAH

Entré en el restaurante extrañamente inquieta. Apenas había gente, a excepción de los músicos tocando una melodía suave, dos camareros y un hombre que había sentado en uno de los reservados. Todo lo demás eran sillas vacías en un espacio inmenso y mi vulnerabilidad extendiéndose por la sala.

Me clavé las uñas en las palmas de las manos y me obligué a avanzar hacia la barra ignorando que un escalofrío me recorrería la espalda. Al principio no entendí bien por qué me detuve, pero entonces le vi y sus profundos ojos azules me cortaron el aliento.

Había escuchado millones de veces que cuando dos personas se miran de esa forma todo lo demás se detiene y desaparece, pero en mi caso no fue así. Caí al vacío a la velocidad de la luz ignorando el tremendo error que cometía.

Su belleza me había cautivado, llenándome de sensaciones y anhelando poder compartirlas con él. Me ahogué en su forma de mirarme, en la curva sensual y un poco cruel de su boca… en sus dedos acariciando el filo de su copa.

Lentamente pestañeé. Ese hombre acaba de entregarme el sentimiento más auténtico y puro que había sentido, pero mi sentido común no tardó en hacerme recapacitar, y él se dio cuenta. Toda la magia que nos había envuelto durante aquel maravilloso instante, desapareció de repente. Él apretó la mandíbula y endureció su increíble rostro; y yo bajé la cabeza y rogué que no fuera el cliente. No lo soportaría.

«Olvídalo, Sarah. No ha pasado nada», me sugirió mi fuero interno mientras me acercaba a la barra.

Me senté en uno de los taburetes, dejé la rosa roja a la vista y pedí un agua con gas. Esperaría al cliente, me marcharía de allí lo más rápido que pudiera y lo olvidaría todo. Aunque fuera imposible.

Cerré los ojos. Un aroma dulce y cítrico al mismo tiempo. Como los primeros días de una primavera lluviosa. Y un tacto delicado e intenso envolviendo mi mano.

—Sarah Zaimis —dijo una voz tras de mí.

Abrí los ojos de golpe, sobresaltada y completamente paralizada con lo que acababa de escuchar. ¿Quién podía saber mi nombre real? ¡¿Quién?! Aquello tenía que ser una maldita broma, era imposible que un cliente lo supiera.

Me inundaron tantas preguntas que olvidé por completo la cercanía de aquella persona. Su mano aún estaba sobre la mía cuando giré la cabeza y le miré. Reconocí aquella boca, la misma que me había trastornado segundos antes.

—¿Cómo sabes mi nombre? —susurré, asustada y creyendo que se alejaría. Todo lo contrario, se acercó un poco más.

—Me envía un amigo —me murmuró al oído, y pensé que si en ese momento cerraba la boca hubiera podido besar su cuello.

—Yo no tengo amigos —gruñí retirando la mano e intentando levantarme.

Era desquiciante lo confundida que me tenía aquella situación. Apenas podía pensar con claridad y su cercanía tampoco me ayudaba demasiado. No podía creer que el mismo hombre que me había paralizado con su mirada estuviera a solo unos centímetros de mí y supiera mi nombre.

Se alejó un poco, extrañado por la furia con la que le había hablado.

—Creo que sí. —Torció el gesto y continuó susurrando—. ¿Te suena Cristianno Gabbana?

Me tambaleé. Todas mis terminaciones nerviosas se paralizaron de golpe y comencé a hiperventilar. Me sentí tan inestable que creí que en cualquier momento me desplomaría.

Cristianno Gabbana. ¡Dios mío!

Aquel hombre había sido enviado por Cristianno. Se había hecho pasar por un cliente y había contratado mis servicios por un precio que sabía Mesut no desperdiciaría. Todo estaba planeado.

Había empezado a temblar y el hombre quiso sostenerme, pero le esquivé y me levanté de golpe ignorando lo mucho que le costaron a mis piernas mantenerme en pie. Me arrepentí de esa reacción en cuanto le miré. Supe que no me haría daño, que jamás me tocaría con la intención de otros, pero mi cuerpo se resistía.

Tragó saliva, extendió su mano y me pidió permiso con una mirada penetrante.

—¿Me acompañas? —dijo bajo. Sentí humedad en las mejillas cuando asentí.

Miré su mano y tomé aire antes de cogerla. Él se encargó de que nuestros dedos se entremezclaran, acercándose a mí lento, sin dejar de observarme. Una mirada más como aquella y lograría que me volviera loca por él.

Nos guió al ascensor e indicó al botones el número de la planta a la que nos dirigíamos mientras yo me apoyaba en la pared y me limpiaba las lágrimas. Pensé que soltaría mi mano, pero tiró de ella y me apegó a él todo lo que pudo.

—Deja de llorar, por favor —susurró, y tuve un estremecimiento que duró todo el trayecto desde el ascensor a su suite.

Me quedé contemplando la ciudad a través de los ventanales del salón en cuanto entramos. Nevaba con más fuerza y algunos copos se quedaban pegados al cristal. Me acerqué y dibujé uno de ellos.

—No enciendas luz. —Le pedí sin saber muy bien porqué antes de volver a notar su presencia tras de mí. Comenzaba a fascinarme tenerle tan cerca.

—¿Me entregas tu abrigo? —preguntó al tiempo en que yo obedecía.

Él sonrió cuando vio el pañuelo anudado en mi muñeca.

—¿Puedo? —sugirió antes de tocarme.

Le mostré mi muñeca y dejé que me quitara el pañuelo. Lo tiró al suelo antes de darse la vuelta y tomar asiento en el sofá. Le seguí y me senté frente a él sin poder evitar maravillarme con las líneas de su cuerpo bajo aquel traje gris. Se cruzó de piernas, apoyó el codo en la rodilla y se llevó el dedo índice a los labios. Todo ello con movimientos lentos y excitantes.

Suspiré. No era buena idea enamorarme de él sin saber siquiera su nombre.

—Necesito pedirte algo, Sarah —dijo algo ronco. Tragué saliva, indecisa, pero terminé aceptando—. Tienes que contármelo todo, por favor.

¿Qué? ¿A qué se refería con todo? De repente, me horrorizó la idea de explicarle lo que había vivido, lo mal que lo había pasado. Me aterraba… decepcionarle y… que su mirada se convirtiera en hielo al saber la verdad.

—Yo… no… no puedo… —tartamudeé, inquieta. No sabía si levantarme o continuar sentada.

Él decidió incorporarse.

—Sarah, sé que no me conoces, que esperabas encontrar a Cristianno en lugar de un desconocido —indicó paciente—. Pero estoy aquí por él, para ayudarte.

En realidad, si Cristianno hubiera aparecido me habría sorprendido igual. Ni siquiera él sabía toda la verdad, solo la imaginaba porque sabía quién era Mesut Gayir.

—No tendría que haberle llamado —susurré pensando en la enorme estupidez que había cometido al marcar el número de Cristianno. Ahora, no solo era yo la que tenía problemas, sino que le había involucrado a él y a ese hombre que me observaba atento a un metro de mí.

—Te arrepientes porque tienes miedo —siseó y quiso volver a coger mi mano, pero se arrepintió en el último instante—. Nunca podrías tener problemas estando conmigo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —Casi jadeé.

—No estaría aquí de lo contrario. —Toda su presencia me abrumó de golpe. Era incapaz de hablar, de encontrar la forma de explicarme, y su cercanía no me lo ponía nada fácil.

Pero hablé.

Le conté que mi madre siempre había sido una persona que no le importaba hacer daño a la gente. Que se convirtió en una adicta a las drogas y se llenó de deudas cuando apenas tenía quince años. Fue entonces cuando comenzó a trabajar para Mesut Gayir. Se quedó embarazada de un cliente y me entregó a su madre para que cuidara de mí, porque yo era un estorbo para ella y su estilo de vida.

Vivimos de pensión en pensión hasta que mi abuela logró encauzar nuestras vidas. Pero un día, recién cumplidos los dieciséis, los hombres de Mesut entraron en nuestra casa y nos dijeron que mi madre había muerto de una sobredosis y que había dejado deudas pendientes. Mataron a mi abuela delante de mí y me llevaron con ellos.

Llegados a ese punto, fue imposible seguir. Se me instaló un nudo en la garganta que me oprimía y me asfixiaba. Debía terminar con aquello por el bien de todos. Así que me limpié las lágrimas, me levanté del sillón y decidí coger mis cosas y largarme de allí. Pero él lo intuyó un instante antes, y me retuvo anteponiendo su cuerpo.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó evitando que cogiera mi abrigo.

—Veinte —murmuré nerviosa, retirándome el pelo de la cara—. En noviembre cumplo veintiuno. —A mi respuesta debería haberle seguido un silencio, pero no fue así—. ¿Cuántos tienes tú? —Habría sonado menos estúpido si no hubiera terminado mirando su boca.

—Varios más —sonrió, pero dejó de hacerlo casi al instante—. Vendrás conmigo —añadió tajante.

Esta vez fui yo la que sonrió, y decidí alejarme.

—Ni siquiera sé tu nombre…

Caminó hacia a mí, lento, demasiado erótico. Tanto que no pude resistirme y le di la espalda, mirando la ciudad.

—Enrico Materazzi. —Su voz… me acarició la nuca.

—Pensé que eras un Gabbana —susurré cabizbaja y con los ojos cerrados.

—Lo soy. —Me obligó a mirarle cogiéndome de la barbilla delicadamente—. Solucionemos esto. Vendrás conmigo, a Roma. Me encargaré de Mesut en cuanto estés a salvo

—¿A salvo? —dije incrédula.

Desde luego, este hombre no tenía ni idea.

—Sí, a salvo —confirmó cuadrándose de hombros—. Deja que yo me encargue, solo necesito que vuelvas conmigo. —Dios, mirándome de aquel modo, parecía casi invencible.

Por un momento pensé que podía vencer a Mesut. Pero ¿y si ponía a Enrico en peligro? De acuerdo, no le conocía, pero no estaba dispuesta a que le hicieran daño por mi culpa. De ningún modo. Aquel era mi infierno y no tenía por qué arrastrar a nadie más conmigo.

—No, ni hablar. Es una locura —me negué agradeciendo que estuviéramos a oscuras. Me inundó el miedo.

—Mesut nunca podrá ponernos en peligro ni a mí ni a ninguno de los míos —manifestó Enrico exigente y seguro de sí mismo.

—Cómo se nota que no le conoces —sonreí de mala gana, desviando la cabeza.

—Cómo se nota que no me conoces. —Nos miramos fijamente—. Conozco a Mesut muy bien. Sé perfectamente cuál es su estilo, Sarah. Pero no soy yo quien debe temerle —explicó hablando bajo.

—Mesut no teme a nadie —repuse.

—Me teme a mí y a cualquier Gabbana. —Si el turco debía temer a Enrico, significaba que este último tenía mucho más poder. Entonces ¿cómo era posible que un hombre peligroso fuera tan… maravilloso?

Mi mente se silenció en cuanto Enrico apoyó su frente en la mía. Algo en lo más profundo de mi interior me exigió retirarme y le obedecí, pero no antes de deleitarme con su aliento acariciando mis labios. Que estuviera actuando de ese modo, me dejaba con la incertidumbre de saber si él sentía lo mismo que yo. Pero no dispuse de más tiempo para pensar en ello, y me alejé.

—Debo irme.

Me puse el abrigo mientras caminaba hacia la puerta.

—¿Adónde, Sarah? —preguntó consternado.

—No preguntes más, Enrico. Te agradezco mucho que hayas venido hasta aquí con buenas intenciones… Pero…tengo que irme… Lo siento. —Y salí de allí, obligándome a no mirar atrás. Porque si lo hacía… regresaría junto a él.

Había terminado con mi vida en el instante en que le vi.