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SARAH

El chofer de Mesut detuvo la limusina en la entrada del hotel Península y advirtió a su jefe, pero este estaba más pendiente de mi absoluta quietud.

—Procura no aburrirle con tanto silencio —dijo refiriéndose al cliente con el que iba a reunirme—. Odiaría tener que devolverle el servicio.

Se supone que debería haberme sentido herida por el comentario, que tendría que haberle mirado ofendida una vez más, pero no podía dejar de pensar en que, cuando terminara la noche, abandonaríamos Tokio. Cristianno no tendría forma de encontrarme y yo no sabía si volvería a tener oportunidad de hablar con él.

Sin embargo, puede que fuera lo mejor. Las cosas debía estar en su sitio: el suyo era Roma y el mío junto a Mesut Gayir. Debía empezar a aceptarlo.

Quise salir del coche cuando el turco me cogió del brazo.

—¿No vas a despedirte? —La primera vez que me dijo eso tuve que besarle, y eso era exactamente lo que estaba esperando ahora. Tragué saliva y obedecí sabiendo que no tenía alternativa. Le besé—. Buena chica.

Cerró la puerta y esperé bajo la nieve a ver como el coche se incorporaba al tráfico y desaparecía. Mientras tanto, maldije, porque tenía los labios maquillados y no podía limpiarme. No esperé más tiempo, entré y me acerqué a recepción.

—Bienvenida al hotel Península de Tokio. ¿En qué puedo servirla? —dijo la mujer japonesa con una acento inglés extraordinario.

Forcé una sonrisa y le entregué la tarjeta que me había dado Mesut. La mujer comprendió enseguida por qué estaba allí y su amable rostro desapareció. Sus ojos se tornaron acusadores y me hicieron sentir sucia; de ese tipo de suciedad que no puede eliminarse con agua. Me hubiese gustado decirle que no era esa clase de mujer, que estaba allí obligada. Pero seguramente me diría que escapara, y no creería que lo hice una vez y que casi me cuesta la vida.

Contuve el aliento y deseé que aquel reproche mudo terminara cuanto antes.

—Te esperan en el restaurante de la planta baja —me indicó entregándome la rosa que Mesut había encargado por indicación del cliente—. Sigue este pasillo y, al final, gira a la derecha. No tiene pérdida.

Ella volvió a su trabajo y yo me quedé allí plantada mirándola hasta que mi cabeza asimiló que debía moverme. Caminé lentamente, sintiendo escozor en los ojos y un extraño temblor instalándose veloz en mi estómago. Conforme avanzaba por el pasillo, más grande se hacía y más inquieta me sentía.

Llegué a mi destino, cerré fuertemente los ojos y recé, como en las demás ocasiones, que aquello fuera rápido.

CRISTIANNO

Eran más de las tres de la tarde cuando Mauro subió a mi coche.

—¿Qué has averiguado? —pregunté contemplando el oleaje. Estábamos en una de las naves que teníamos en el puerto de Civitavecchia, a unos ochenta kilómetros de Roma.

Decidí no entrar al interrogatorio porque supe que no sería paciente. Enzo y Tiziano tenían muchas cosas que decir y estaban más que dispuestos a negociar con esa información a cambio de sus vidas. Pero yo no era amigo de los traidores y tampoco soportaría estar con las manos quietas mientras ellos hablaban. Así que esperé en el coche.

—Hay alguien más, Cristianno —medió Mauro mirando al frente. Supe enseguida que lo que dijera a continuación me causaría la misma impresión que a él—. No puedo negarte que Kathia ha estado presente en la conversación.

Noté como empalidecía y como mis pulsación iban en aumento. Empezaba a arrepentirme de no haber entrado.

—¿Qué tiene Enzo y Tiziano Calvani que decir de ella? —pregunté con todo el control que pude. Y, aun así, no fue suficiente—. ¿Acaso saben dónde está?

—No, pero si lo sabe Erika. —Mauro sonó contundente y le miré boquiabierto. De todas las cosas que podía esperar, aquella fue la más impensable.

—¿Qué? —jadeé.

Mauro me explicó todo. Que Erika estaba celosa de Kathia, que nunca la había soportado y que haría cualquier cosa por quitarla de en medio; que si llegó a ser nuestra amiga y tener algo con mi primo, fue para acercarse a mí, porque yo era lo único que le importaba. Me contó que Luca informó a Erika de que Kathia y yo abandonábamos el país —recuerdo que se lo conté a mi círculo más íntimo creyendo que podía confiar—. Ella nos delató a los Carusso y se alió a Valentino.

Me atraganté con la ira y me pasé las manos por la cabeza buscando una calma que no llegó

—¿Dónde está? —dije ahogado e imaginando la cantidad de cosas que le haría en cuanto la encontrara.

—Eso es lo sorprendente, primo —espetó Mauro mirándome de soslayo—. Está muerta.

Mentiría si no admitiera que me encantó saberlo.

—¿Quién lo ha hecho? —Pero cuando pregunté no esperé una respuesta como aquella.

—Kathia. —A Mauro también le costaba digerirlo.

Me hundí en el asiento.

—¡Oh, joder! —murmuré, pensando en la reacción que habría tenido Kathia al descubrir que su amiga la exponía de esa manera. Maldije por no haber podido evitarlo y no haber sabido protegerla mejor. La agonía por encontrarla cada vez era mayor. Pero había una persona que sabía su paradero—. ¿Y Luca?

—No saben nada de él. —Negó con la cabeza.

—¿No lo saben o no quieren hablar? —pregunté incrédulo.

—Sabes el modus operandi de Emilio. —Nuestro jefe de seguridad adoraba las torturas con sangre de por medio—. Créeme, no saben nada —añadió Mauro con gesto bravucón.

—Bien. —Volví a mirar al mar un instante antes de salir del coche. Mauro me siguió y reconoció por mi forma de caminar que no habría preámbulos y que entraría en la maldita nave con un objetivo claro—: Yo me encargó de Enzo…

Y lo hice, no sin antes estrecharle la mano. No esperó que ese gesto terminara con su vida. Seccioné su brazo desde el bíceps a la muñeca y me senté en una silla a esperar que se desangrara.

Mauro prefirió el cuello de Tiziano.