CRISTIANNO
Eran más de las cuatro de la mañana cuando llegué al Edificio Gabbana, despedí a los chicos en el rellano de Mauro y subí a mi piso.
Al entrar en el vestíbulo, esperé encontrar la oscuridad propia de aquellas horas. Todo el mundo dormía y sin embargo Enrico miraba por los ventanales sentado en el pequeño rincón que había frente a la terraza principal. La única luz que le alumbraba procedía de una lámpara que había en la mesita.
Me acerqué a él silencioso.
—Debo suponer que no has conseguido nada, ¿no es así? —Enrico me extendió la mano a modo de saludo mucho antes de que yo apareciera en su campo de visión.
Pestañeé lentamente y capturé su mano acercándome al sillón que había a su lado.
—Lo das por hecho —suspiré notando el cansancio en cuanto me senté.
—No estarías aquí de lo contrario —admitió manteniendo mi mirada.
—¿Y tú? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Nada —resopló cansado—. Angelo no quiere hablar. Ni siquiera Olimpia sabe dónde está su hija y tampoco parece que le importe —añadió nostálgico.
A Enrico no le gustaba sentirse tan imposibilitado. Él conseguía cualquier objetivo sin apenas moverse, pero nadie sabía dónde estaba Kathia, excepto Angelo y Valentino. Y ellos no parecían querer hacerle partícipe de ese plan en concreto. Tal vez porque sabían que Kathia era su niña mimada.
—He revisado todas las propiedades que los Carusso y los Bianchi tiene en Roma y alrededores. También mandé unos guardias a Latina, donde vive la hermana de Olimpia —explicó pellizcándose el puente de la nariz—. Incluso he llamado a Marzia para saber si está en Portofino con ella.
—Joder… —dije entre dientes—, ¿adónde demonios se la habrán llevado?
La indignación me estaba atrapando y ni siquiera me di cuenta de cómo Enrico se inclinaba hacia mí y colocaba una mano en mi antebrazo. Sus dedos estaban fríos y mi piel demasiado caliente.
—La encontraremos, Cristianno. He mandado a uno de mis hombres de confianza de la comisaria para que siga a Valentino —dijo, torciendo el gesto.
Él era el comisario de la sucursal de Trevi y uno de los inspectores más influyentes del cuerpo que dominaba mi padre. El departamento de policía de Roma seguía estando bajo jurisdicción Gabbana. Así que, eso debía beneficiarnos, ¿no?
—¿Y cuándo sabremos que Valentino está en la ciudad? —pregunté.
—Vivo en la mansión Carusso, ¿recuerdas? —Frunciendo el ceño. Estaba fingiendo que mi pregunta le había molestado—. Que Angelo no me diga donde está Kathia no significa que no sepa de los demás movimientos.
—Ten mucho cuidado, Enrico. Si los Carusso se enteran de que estás infiltrado en su familia, tendrás problemas. Y no quiero que estés en peligro.
—Nadie sospecha nada —sonrió—, sé hacer muy bien mi trabajo.
Y tanto que sabía.
—Eso no hace falta que lo jures —murmuré, cansado. Me apoyé en el sillón y recordé que había mencionado a su esposa—. Entonces, ¿Marzia está en Portofino? ¿Y qué hace allí?
Enrico no pudo evitar poner los ojos en blanco; su puñetera esposa le creaba dolor de cabeza.
—Velar a su querido Marcello. Ha preferido marcharse de Roma porque todos los lugares le recuerdan a él —comentó fingiendo aflicción—. Dice que se asfixia en la mansión.
Sonreí amargamente recordando cómo Kathia disparaba a su primo en el aeródromo.
—Y pensar que Kathia es su hermana…
El rostro de Enrico palideció. Sus ojos titubearon demasiado y cometió el error de tragar saliva. Enseguida se recompuso, pero yo ya había percibido el gesto y me preguntaba qué era lo que le había desconcertado.
—Sí, son increíblemente diferentes —añadió antes de que yo pudiera preguntar—. Pero es mejor así. De ese modo, no tengo que estar fingiendo que la amo. Y también tengo más espacio en la cama.
Sonreímos, escrutándonos con la mirada. Enrico me ocultaba algo y supo que le estaba analizando.
—¿Alguna pretendienta? —repuse con la mirada fija en sus ojos azules.
—Sabes que no soy de esos —negó.
Todo se vio interrumpido por la vibración de mi móvil. Rápidamente me lancé al bolsillo del pantalón y lo cogí. Un número desconocido parpadeaba en la pantalla.
—¿Sí? —respondí violentamente.
—¿Cristianno Gabbana? —preguntó una voz ronca y grave.
Mi cabeza comenzó a especular creando el perfil de ese hombre:
Hombre adulto.
Alrededor de los treinta años.
—¿Quién eres? —gruñí.
—Alguien que tiene información que puede interesarte —dijo, socarronamente.
Corpulento.
Adicto a algunos estupefacientes; generalmente, nocivos.
—Habla —impuse.
—No, por teléfono no.
—Di un lugar.
—En el polígono, está noche.
Convicto; de dos a cuatro veces en la cárcel.
—Dame un nombre.
—Eres un poco desconfiado, ¿no?
—Quiero un nombre —exigí rabioso.
—Joshua Chiellini —repuso—. Estaré junto al bunker de las apuestas. No vengas armado si quieres saber dónde está Kathia.
Traficante.
Impulsor de carreras ilegales. Solo coches.
—¿Acaso tienes miedo, Joshua? —me burlé encorvándome en el sillón.
Enrico no me quitaba ojo de encima, prestando atención a mis palabras y sacando sus propias conclusiones.
—Humm… Es muy inquietante tener enfrente a un Gabbana con un revolver. Y todos conocen la habilidad que tienes, Cristianno. Ya sabes lo popular que eres en esta ciudad.
«Me conoce», pensé.
—Entonces también deberías saber que no me hace falta una pistola para matarte. —Encogí una pierna y apoyé el brazo en ella.
—No me amenaces. —Dejó la jactancia—. Pretendo ser tu amigo.
—Dame la hora —ordené.
—A medianoche. De paso te diviertes un poco con las carreras. Trae tu Bugatti.
—No pienso competir —contesté.
Había participado en varias carreras, pero no recordaba a ningún Joshua.
—Lastima, habría sido un placer verte conducir.
Listo, no nos conocíamos. Al menos no en persona.
Colgué y miré a Enrico.
—Así que Joshua Chiellini, ¿eh? —apuntó
—Tienen información sobre Kathia.
Entrecerró los ojos y apretó los labios, desconfiado.
—Sabes que puede tratarse de una trampa, ¿verdad?
—Por eso iré preparado, Enrico —dije alzando las cejas. Supo con ese gesto que tenía trabajo que hacer y que lo mejor era ir preparándolo ya.
Pero el móvil volvió a sonar, y esta vez se trataba de un número internacional.
SARAH
Salí del tocador apretando el bolso contra mí pecho, como si en su interior estuviera el botín de un casino, y miré a mí alrededor en busca de un teléfono. Pero no había nada más que las escaleras que llevaban al comedor superior. Tal vez allí tuviera más suerte. Empecé a subir frenética.
Descubrí un salón enorme, vacío y a medio ordenar al tiempo en que tropecé y me clavé el último escalón en el costado. Me habría permitido unos segundos de queja sino hubiera visto como un camarero salía de la cocina. Así que me levanté del suelo y corrí hacia él desbocada. El chico contuvo un gritito cuando le cogí del brazo.
Pero antes de hablarle pensé en las opciones que tenía de conseguir su ayuda. No tenía tiempo de pararme a convencerle, ni tampoco de averiguar si era honesto. El soborno era la mejor opción para obtener su favor y de paso comprar su silencio, pero no tenía dinero… Hasta que miré mis manos. Rashir Gadaf me había agasajado durante toda la semana con prendas caras y joyería de calidad. Aquello debería valer, ¿no?
—¿Hablas inglés? —pregunté ignorando que había empalidecido por el susto.
Asintió con la cabeza y me lancé a por la pulsera; siempre podría decirle a Rashir que la había perdido o que se me había caído por el váter. Pestañeando más de lo normal y poniendo mohines le convencería rápido.
Le mostré la pulsera de oro blanco y diamantes al joven japonés. Del susto pasó a la codicia. ¡Qué mono!
—Sabes que tiene mucho valor y que valdrá para aceptar lo que voy a pedirte —dije agitando la pulsera frente a sus morros como su fuera un péndulo. Él la miraba hipnotizado.
—¿Qué necesitas? —quiso saber cogiendo la joya y escondiéndosela en el bolsillo del pantalón.
—Déjame llamar por teléfono.
Soltó una risilla que me crispó los nervios.
—Señorita, ¿tanto por una llamada? —Sugirió incrédulo—. Dispone de un teléfono público y gratuito en la planta baja. —Le miré con dureza y él frunció el ceño comprendiendo al fin la situación.
—No quiero que nadie me vea y tú vigilarás y mantendrás la boca cerrada.
Miró a su alrededor.
—Sígueme. Puedes utilizar el teléfono del servicio —reconoció bastante emocionado. No sé lo que se estaba imaginando, pero aquello no era una película de Michael Bay; al menos por el momento.
Me guió por la cocina hasta un pequeño el rincón entre las neveras. Abrió una puerta y me empujó dentro de un cuarto claustrofóbico, tan pequeño que apenas podía moverme.
—¡Vamos! —Instó el chico japonés—. Si alguien me pilla aquí contigo, me echarán.
—Está bien. —Temblé al tocar el aparato.
Me lo llevé a la oreja y lo sujeté con el hombro mientras buscaba la tarjeta en el bolso. Empecé a marcar incapaz de recordar los números.
—Estaré vigilando —susurró—. No tardes, por favor.
Sonó un tono, después otro… y descolgó. Escuché un ligero resoplido al otro lado de la línea.
—¿Cristianno? —balbucí.
—¿Quién es? —gruñó. Y yo tuve una fuerte sacudida que hizo que me flaquearan las piernas. Me apoyé en la pared y me dejé caer hasta el suelo.
—Eres tú… —bufé, reconfortada al reconocer su voz—. Cristianno, yo… yo…
Sorbí y me froté la nariz.
«No llores ahora. Dile dónde estás», me animó mi fuero interno.
—Dime quien eres —ordenó Cristianno.
—Sa-Sarah… Zaimis… nos conocimos en…
—… Hong Kong —me interrumpió. Exhaló y, al parecer por el ruido que escuché de fondo, se incorporó de golpe—. Dime que ha pasado. —Ahora su voz sonaba desquiciada.
—Me encontraron… —tartamudeé. Comencé a hiperventilar.
—Deja de llorar, Sarah, y dime dónde estás.
—En Tokio… Dios mío, Cristianno… —Me llevé la mano a la boca.
Debía controlarme para poder ser más concreta, pero no podía. Era toda ansiedad, miedo, descontrol. Incluso mastiqué la soledad que había sentido hasta que escuché su voz.
—Escúchame, Sarah, iré a por ti —dijo Cristianno con aquel autoritarismo que le caracterizaba. Casi pude sentirle allí, conmigo, trasmitiéndome la fuerza de sus palabras cara a cara. Deseé abrazarle.
—¡Viene alguien! —exclamó el chico, desencajado—. ¡Vamos, cuelga!
—Tengo que colgar —susurré sobresaltada. Pero no estaba dispuesta a hacerlo sin más.
—¡Sarah, mantente en la ciudad, iré a…!
No llegué a escuchar el final de la frase porque el camarero colgó por mí y me arrastró fuera del cuarto.