CRISTIANNO
Silencio…
… Y una gota de sangre golpeando el suelo. El rastro de un hilo denso y rojo resbalando de mi chuchillo. Un grito de dolor. Mi reflejo atrapado en la hoja de acero, frío, distante. Un jadeo penetrante. Temblor.
El silencio de un hombre perteneciente a la mafia se paga con la muerte. Sin embargo, es una muestra de lo implicado que se está con la familia a la que se debe.
Los ojos oscuros de aquel esbirro mostraban dos cosas: dolor y circunspección. No diría una palabra. Me entregaría su vida por guardar los secretos de Angelo Carusso.
Oh, sí, lo habían amaestrado bien.
Detuve el Maserati a unos metros del acantilado. Enseguida nos rodeó una espesura tenebrosa. En Anzio no llovía, pero la niebla y el frío había hecho su aparición de la forma más inquietante.
Había seguido a ese maldito sicario Carusso hasta ese pueblo con la expectación de encontrar a Kathia. Pero solo había jugado al despiste conmigo. El por qué no lo sabía, pero el cómo terminaría aquello, sí.
Le torturamos, como habíamos hecho con los doce anteriores, y le obligamos a hablar. Tras varias horas supimos que no serviría de nada, y apenas le quedaban dedos con los que negociar. Así que ya no hacía ninguna falta que siguiera vivo.
Respiré profundo y miré el acantilado, vacío y sin remordimiento. Solo un susurro interior obligándome a continuar con aquello; por mí, por ella. Por casi la semana que había pasado sin saber su paradero.
Mauro me miró expectante desde el asiento del copiloto, esperando mis órdenes. Eric y Alex estaban en el asiento trasero. El primero, recostado con los brazos cruzados sobre el pecho. El segundo, fumando un cigarrillo mientras observaba el oscuro paisaje.
—Alex, saca a esa rata de mi maletero —decidí antes de que coger su cigarro y mirar a mi primo.
Él asintió con la cabeza y siguió a Alex y Eric fuera del coche.
Fue entonces cuando mi mente proyectó a Kathia entre la niebla. Volvía a evocar el momento en que la apartaron de mí en el aeródromo. Su último beso cuando Angelo me empujó contra ella, su última mirada antes de que Valentino se la llevara. Mi pensamiento estaba dedicado a ella en todo momento. Era imposible reprimir la ansiedad que me proporcionaba saber que estaba en manos de un Bianchi.
Alex arrastró al esbirro hasta al borde del acantilado y le obligó a arrodillarse mientras Eric retiraba la bolsa que le cubría la cabeza.
Puse el cigarro en mis labios, salí del coche recomponiendo los puños de mi chaqueta, caminé lento hacia ellos. Me acuclillé al lado del hombre, tiré el cigarro y observé como evitaba mi mirada. Su continua obstinación podría haberme sacado una sonrisa en otro momento, pero ahora solo logró que apretara los labios y entrecerrara los ojos, suspicaz.
—¿Qué tal te encuentras? —Pregunté con sátira—. ¿Has tomado una decisión?
Último intento.
—Sí… —balbuceó con los labios ensangrentados e inflamados—. ¡Qué te jodan, Cristianno! —clamó.
Resoplé, me incorporé y miré a mi amigo Alex indicándole que se retirara. En cuanto lo hizo, ataqué al esbirro dándole un rodillazo en la barbilla. Escupió sangre, lo que indicaba que le había partido el labio, pero lo extraño es que no gritó. Seguramente porque ya lo tenía partido de antes.
Volví a agacharme y presioné su cabeza contra el asfalto hasta que su dificultad para respirar fue más que evidente.
—Te lo volveré a repetir, ¿dónde está Kathia? —Soltó una carcajada.
—Está con Valentino calentita y en su cama. —Temblé, y el tipo se dio cuenta—. A estas alturas deben de estar hartos de…
—Cállate. —Habría dado cualquier cosa por haber evitado sonar tan vulnerable.
—¿Qué se siente cuando no tienes lo que quieres?
—He dicho que te calles.
Me ignoró.
—Valentino llamó hace dos días y dijo que era espectacular…
Sin tan siquiera mirarle, Alex lo cogió de un brazo y le puso en pie. Yo también me incorporé, pero con mucha más lentitud. Imaginarme aquella escena fue demasiado para mí. Y Mauro se dio cuenta de ello.
Se acercó a mí y colocó una mano sobre mi hombro.
—Terminemos con esto, Cristianno —susurró mientras Eric y Alex ataban a los pies del esbirro varios discos de peso y volvían a amordazarle. Se ahogaría en segundos.
Un instante, exhalé y después estampé mi pierna contra el pecho del tipo. Todo pareció ocurrir a cámara lenta. Antes de desprenderse del suelo, sus pies removieron la arenilla y crearon una pequeña polvareda. Su cuerpo se elevó y se precipitó al vacío. Cayó agitando los brazos y las piernas desesperadamente, luchando por encontrar la forma de salvarse.
Esperé allí hasta que la marea lo engulló.
SARAH
Miré a Rashir mientras me llevaba un trozo de carne a la boca. No quería comer, pero no hacerlo suponía más complicaciones. Si Mesut se enteraba de que no complacía al cliente como era debido, volvería a enfadarle y no estaba segura de poder resistir otra paliza como la que había recibido días antes.
Después de nuestro pequeño desafío en la limusina, a la mañana siguiente regresé a la casa que Mesut había adquirido al este de Tokio. Se suponía que tendría un par de días de descanso, pero me enteré que debía volver al hotel donde se hospedaba Rashir porque me había contratado para toda la semana. Me enfurecí y encaré a Mesut recapacitando demasiado tarde.
Por suerte aquella era mi última noche con el jordano y la enorme alegría que eso me producía me tenía al borde del llanto.
Rashir no me había tratado mal, todo lo contrario, y ni siquiera me había tocado, pero tenía una mirada que me cortaba el aliento. Llena de un anhelo que me hacía sentir comestible.
Forcé una sonrisa y me bebí todo el vino que había en mi copa haciendo malabarismos para no atragantarme. Rashir comenzó a hacer espavientos con las manos mientras hablaba a toda velocidad en su extraño idioma. Enseguida apareció un camarero japonés (que seguramente se había enterado de lo que el jordano le había dicho por sus gestos) con una botella de vino, dispuesto a servirme más vino.
—Deja que te sirvan otra copa, Sofía —sonrió Rashir, esforzándose en hablar.
Habíamos decidido comunicarnos en francés ya que él no sabía otro idioma.
—Es muy amable, señor Gadaf. —Coloqué la servilleta sobre la mesa—. Permítame ausentarme un minuto. Necesito ir al tocador.
Sonrió y me indicó que me retirara.
Mi fuero interno exigía un momento a solas, respirar y controlar esa extraña desazón. Día y noche luchaba por asumir que aquello era lo que me esperaba de por vida, pero a veces era inevitable derrumbarme.
Salí del comedor y entré en un pasillo notando que había empezado a llorar. No quería que nadie me viera. Lo más probable era que me estuvieran vigilando los secuaces de Mesut y no me apetecía darles el placer de verme repentinamente hundida. Así que me lancé a mi bolso en busca de un pañuelo. Pero se me escapó y terminó en el suelo desparramando todo lo que había en el interior. Enseguida me agaché para recoger mis enseres, pero mi cuerpo se paralizó por completo, incapaz de reaccionar. Una tarjeta sobresalía del bolso mostrando su nombre y los primeros dígitos de un número móvil de teléfono. Gemí y dejé que una ardiente sensación de satisfacción me desbordara.
«No dudes, Sarah. A cualquier hora», me dijo Cristianno al oído.
Recuerdo que me la entregó al despedirse de mí en el aeropuerto de Hong Kong y que la guardé creyendo que no me haría falta utilizarla. Después la olvidé y Mesut me encontró en Atenas, paseando por el casco antiguo aferrada a ese bolso que no volví utilizar hasta esa noche.
Fue muy duro encontrar fuerzas para moverme, pero logré recogerlo todo y arrastrarme hacia el servicio dando traspiés. Terminé hincada de rodillas en el suelo en cuanto la puerta se cerró tras de mí.