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KATHIA

No me equivoqué al pensar que el interior de aquella casa sería frívolo. Me sentía demasiado sola allí dentro, rodeada de hombres armados… Y esa sensación no hizo más que intensificarse en cuanto escuché el sonido de unos tacones. La silueta de una mujer se dibujó presuntuosa tras un muro de ladrillos de cristal opaco.

—Hola, Kathia. —Reconocí aquella voz y temblé notando como las pupilas se me dilataban. Todo mi cuerpo se tensó en cuanto me encontré con su mirada.

Erika había cambiado. Ya no era la chica alegre que sonreía amable y se movía coqueta. No quedaba rastro de la amiga que en su día compartió la vida conmigo, y me dolió descubrir lo cómoda que se sentía en aquella versión de sí misma. La persona que se deslizaba por el salón como la modelo más experimentada era la auténtica Erika. Conmigo solo había fingido.

—¿Qué es esto? —pregunté tan concentrada en su sonrisa arrogante que no puse objeciones cuando sentí los labios de Valentino jugueteando con el lóbulo de mi oreja.

—¡Sorpresa! —susurró Valentino.

—He pensado que merecías una explicación y te vendría bien que te la diera una cara amiga —intervino Erika, cambiando de postura.

—¿Qué explicación? —exigí saber sin apenas pestañear—. ¿Qué haces aquí, Erika? —Di un salto al notar los dedos de Valentino acariciando perversamente la parte baja (muy baja) de mi espalda—. ¡¡¡Quiero que me expliquéis que está pasando!!! —grité.

—¡Oh, cariño! Es sencillo —repuso Erika.

—Ahora tiene vía libre —canturreó Valentino.

Me llevé las manos a la sien, presioné con fuerza y negué con la cabeza incapaz de entender aquello.

—¿Vía libre para qué?

—Para Cristianno —gruñó Erika—. Esa estúpida azafata, Giselle, no ha sabido interpretar bien su papel. Bueno, no del todo porque la pobre ha terminado con un tiro entre ceja y ceja. —Se burló poniendo los ojos en blanco y yo terminé aún más confundida.

—¿Cómo sabes eso?

—Cariño, yo lo sé todo. —Se balanceó de un lado a otro, exhibiéndose—. Nunca me fui a Turquía. Ni siquiera he salido del país. Todo este tiempo he estado con Marco Bianchi —señaló a Valentino con la barbilla—, su primo, en Imperia. Un gran lugar, por cierto.

—Sabía que te gustaría, Erika —sonrió Valentino.

Dios, aquella complicidad me tenía tan desconcertada que hasta me costaba mantener el equilibrio. Nunca imaginé que las cosas pudieran llegar a ese límite.

—Yo fui quien pagó a Giselle para que actuara en mi lugar —admitió Erika, como quien explica las reglas de un juego de mesa.

—¿Cómo sabías que Cristianno y yo estábamos en el aeródromo?

—Tengo mis contactos —repuso Erika.

Una ola de calor subió por mi vientre. Empezaron a temblarme las manos y las cerré en un puño tensando los brazos. Valentino me acarició el brazo mientras se acercaba de nuevo a mi oreja.

—¿Sabías que tú Cristianno se acostó con la azafata cuando viajó a Hong Kong? —musitó excitado.

Le miré furiosa.

—Sí pretendes hacerme daño con ese comentario, te advierto que no lo has conseguido —mascullé haciendo malabarismos para no rozar su boca con la mía—. Él podía hacer lo que le diera la gana. Ni siquiera nos llevábamos bien.

Y era cierto.

—No te desvíes, Valentino —gruñó Erika, con dominio—. Y haz el favor de callarte.

—Os conocéis —murmuré negando con la cabeza—. Dios mío, Erika… tanto tiempo siendo amigas y…

—¡No! —bramó—. Tanto tiempo fingiendo ser tu amiga. Tú nunca me has interesado. Siempre con tu cara perfecta y tu bonito cuerpo, siendo el centro de atención y consiguiendo que todos estuvieran a tus pies con solo pestañear. —Empezó a caminar siniestra—. Siempre con buenas notas y una conducta ejemplar, hasta los profesores babeaban por ti. Mientras que yo no he sido más que un cero a la izquierda. La amiga de Kathia, la que nadie ve porque están más pendientes de tu forma de mover el culo.

No supe si sería capaz de hablar.

—Pero, ¿porqué…? —balbucí.

—¡No sabes cuánto te aborrezco! —Exclamó alzando los brazos—. Cuando mi madre murió, me fui del internado Saint Patrick utilizando esa excusa para perderte de vista. Entonces, le conocí y supe que era mi oportunidad. No todos los días se logra a un Gabbana —sonrió de medio lado, más interesada en el apellido que en el amor que decía sentir por…

—Cristianno —susurré. Por eso la azafata habló de él como si estuviera enamorada. Tan solo representaba lo que sentía Erika.

Se me nubló la vista mientras mi mente analizaba rápidamente todos y cada uno de los momentos desde que había llegado a Roma. Era cierto, Erika estaba enamorada de Cristianno y había utilizado a Mauro para acercarse a él. Que estúpida había sido al no darme cuenta de cómo lo miraba, de lo mal que le sentaba que Cristianno me prestara atención, aunque solo fuera para fastidiarme.

—Exacto —dijo chasqueando los dedos. Aquel sonido me trajo de vuelta a la realidad. —Estuve meses intentando acercarme a él, aguantando a su grupito de amiguitos: Eric, Alex, Daniela… —Pronunció el último nombre con algo de sorna—… Cristianno nunca le había prestado atención a ninguna chica, nunca había tenido pareja estable. Siempre con sus cientos de rollos de una noche… Pero entonces llegaste tú. En cuanto vi cómo te miraba, supe que se había enamorado de ti. En un principio, creí que para ti no sería más que un juego, como todos los demás chicos con los que te has liado. Un juego que terminaría en cuanto te enteraras de quien era en realidad. Pero no, continuaste con él.

—¡No me lo dijiste! —exclamé asfixiada intentando coger a Erika por los brazos para hacerla entrar en razón. Tal vez, si apelaba a nuestros años juntas, podría lograr que todo aquello cambiara—. ¡Si lo hubiera sabido, ni siquiera le habría mirado, y lo sabes!

—Se suponía que debías saberlo —remarcó Erika alejándose de mí, repelida.

—Por Dios, Erika… Siempre te he respetado, siempre he estado ahí. ¿Por qué no hablaste conmigo?

—Hay cosas que escapan de tus manos, Kathia. —Se cruzó de brazos y se llevó un dedo a los labios—. Si piensas que mi amor por Cristianno lo mueve todo, estás muy equivocada.

—¿Qué? —Fruncí el ceño. Estaba empezando a entender lo que realmente se estaba dando allí, y no era solo un ataque de celos. Los intereses de cada uno tenían incluso mayor cuantía.

—Eres tan… necia. —Remarcó la última palabra rozándose los labios con la lengua—. Recuerda que mi padre también tiene negocios y estoy aquí para proteger mi patrimonio. ¡Soy la única heredera! —Aplaudió, sonriente.

—No le amas —murmuré más para mí que para ella, pérdida y atrapada. Confundida y agotada.

—Puede que no tanto como tú. —Hizo una mueca—. Pero a mi familia le interesa su poder, y a mí su cuerpo. Dos pájaros en un solo tiro. ¿No es una buena noticia?

Daba igual lo que dijera, no había nada que hacer y no querer admitir lo que estaba pasando allí simplemente complicaba aún más las cosas. Erika no era mi amiga y sería imposible llegar a una tregua con ella. Mucho menos si Valentino estaba de por medio y de su lado.

—De un solo tiro —corrigió Valentino.

—¡Lo diré como me salga de la pelotas, imbécil! —atacó.

Fue entonces cuando vi que Valentino llevaba una pistola enganchada al cinturón. Resultaría muy sencillo quitársela…

—No lo conseguirás —dije entre dientes.

—¿No?, ¿tan segura estás de su amor? —ironizó ella.

—No sabes cuánto.

—Entonces, pasaremos al plan B —sonrió acariciándose un mechón de pelo.

—¿Plan B? —Tragué saliva.

De reojo volví a mirar la pistola… Que cerca la tenía.

—Sí —susurró—. Si no es mío, no es de nadie.

Hubo unos segundos de silencio que se llenaron de miradas perspicaces y calculadoras y de sonrisas insidiosas. Erika y yo compartimos un mismo sentimiento: el odio.

—Ni se te ocurra ponerle un dedo encima —gruñí para diversión de todos.

—No pretendo ponerle un dedo, sino todo el cuerpo, querida.

Todos los hombres que había en la sala, incluyendo Valentino, rieron abiertamente. Y yo comencé a imaginar lo que pasaría si Cristianno se negaba a Erika. De nada habría servido salvarle la vida en el aeródromo.

«Tres segundos y me lanzo a por la pistola», pensé sin dejar de mirar a Erika.

—Maldita seas —susurré—. Debí suponerlo. Debí darme cuenta por tu forma de actuar. Ni siquiera te despediste. —Recordé como Cristianno intentó consolarme en la puerta de San Angelo. Después me pidió que me fuera con él.

«A cualquier parte», me dijo. Su voz sonó en mi cabeza de una forma tan real que creí tenerle a mi lado.

—No te soporto, Kathia. Siempre te he odiado, ¿cómo iba a despedirme de ti? —Decidió darle más profundidad a sus palabras cogiendo aire teatralmente—. Son negocios, ya deberías saberlo —sonrió maliciosa, se acercó a una silla y cogió un pequeño bolso Guess de piel verde—. En fin, me voy. Tengo que conquistar a Cristianno —añadió con cinismo.

—Una conversación muy interesante, ¿no te parece, Kathia? —se burló Valentino, pero no le presté atención.

Estaba calculando qué trayectoria tomaría la bala en cuanto disparara, como hubiera hecho Cristianno Gabbana.

—No te acerques a él —volví a gruñir—. No le hagas daño.

—Eso tendrá que decidirlo Cristianno —contestó Erika, indiferente—. Si no acepta estar conmigo, no estará con nadie. Y, créeme, soy muy obstinada.

—¿Serías capaz de matar al hombre que amas? —pregunté irónica.

—Kathia, si lo que quieres saber es si me desharía de Cristianno si no deja de quererte, la respuesta es: sí, lo haría.

Intentó marcharse por donde había entrado, pero mi voz la detuvo.

—No.

—¿Cómo dices? —preguntó.

Mi fuero interno contó hasta tres.

—Que no te acercarás a él.

Me lancé a la cintura de Valentino, cogí el arma y la empuñé con rapidez. Un instante después, presioné el gatillo en dirección a Erika. Ella abrió los ojos, sorprendida y aterrada al mismo tiempo, cuando la bala impactó en su pecho. La sangre salpicó las paredes y empapó la alfombra cuando cayó al suelo.

Enseguida me giré para arremeter contra Valentino. Intenté disparar de nuevo, pero alguien se lanzó a por mí desviando el tiro, que impactó en el techo formando una lluvia de yeso. Caí bruscamente al suelo y noté como varios huesos me crujían al sentir el peso del esbirro, pero pude ver cómo Valentino se agachaba acobardado.

Otro hombre más intentó reducirme.

—¡Trae el cloroformo, rápido! —gritó Valentino.

—¡No! —chillé antes de morder la mejilla de uno de los hombres que me tenían amarrada.

Apreté con fuerza, haciendo caso omiso a los gritos del esbirro, hasta que alguien me cogió del cuello y me estampó un trapo en la cara cubriéndome la boca y la nariz. Un fuerte olor, similar al alcohol, penetró en mis fosas nasales provocándome un ligero mareo.

Pensé en él antes de caer en un sueño profundo.