LOS PRIMEROS AÑOS DE UNIVERSIDAD

Comencé la Universidad completamente decidido a disciplinarme y tomar los estudios en serio, cosa que, me avergüenza reconocerlo, no había hecho hasta ahora.

El primer año lo pasé con relativo éxito quedándome pendiente el inglés, asignatura en la que el nivel exigido era muy superior al que se alcanzaba en Bachillerato. En el resto de asignaturas fui bastante bien, especialmente en griego, donde se notaba el buen hacer de Mª Ángeles. Recuerdo que dedicamos aquel primer curso a la traducción de textos de la Biblioteca de Apolodoro, y el nivel de dificultad no me pareció muy diferente al del Bachillerato. En latín, que aprobé con menos holgura, tradujimos textos de César y Catulo.

Lo más curioso es que en ninguna de aquellas dos asignaturas fundamentales de mi carrera aprendí nada nuevo. Ni en éste, ni en los años siguientes. Simplemente me dediqué a perfeccionar mi práctica en el descifrado de textos mediante el auxilio del diccionario. Es decir: a pesar de que dedicaba bastantes horas semanales de estudio tanto al latín como al griego (pues mis esfuerzos por disciplinarme habían tenido éxito y, a partir de entonces y en los restantes años de carrera, dedicaba a preparar las clases muchas horas semanales) no asimilaba absolutamente nada del vocabulario de los textos que traducía, e incluso mis conocimientos de gramática (declinaciones y conjugaciones) eran bastante inestables, viéndome obligado continuamente a consultar las tablas de conjugaciones y declinaciones para resolver las dudas que me asaltaban. Ésta era la principal dificultad, por otra parte, de los exámenes, en los que no se nos permitía tener la gramática a mano pero sí el diccionario.

Además del trabajo de traducción diaria que nos mandaban los profesores, yo me esforzaba por mejorar mi competencia por mi cuenta a base de estudiar sistemáticamente los manuales que nos habían recomendado: La Nueva Gramática Latina de Lisardo Rubio y la Gramática Griega de Berenguer Amenós. En vano estudiaba una y otra vez cada punto, resolvía los ejercicios, memorizaba las tablas… el fruto que obtenía de todo aquello era escasísimo. Por aquella época empecé a sospechar secretamente que, o bien yo debía ser tonto de capirote, o para ser un filólogo clásico de verdad, había que pertenecer a la raza hiperbórea.

Tampoco tuvieron demasiado éxito mis empeños en el aprendizaje de vocabulario. Empecé a estudiar las listas de Mª Ángeles y otras similares que me había conseguido para latín. A pesar de que el vocabulario latino era parecidísimo al español, todos mis esfuerzos eran en vano. No había manera de que se me quedasen en la memoria unos listados de significados que no sabía por dónde coger. Después de varios intentos de hacerme fichas, listas con colores, y no sé cuantas cosas más, al final llegué a la conclusión de que nunca sería capaz de retener el léxico grecolatino y desistí.

Así pasé los tres primeros cursos de carrera, que para mí fueron cuatro, pues repetí primero, para cambiarme al plan nuevo y así quitarme el inglés y apuntarme a la subespecialidad de hebreo, lengua hacia la que mi gusto por el Antiguo Testamento me llamaba poderosamente.

Mis notas eran cada vez mejores, llegando a estar siempre entre los primeros de la clase. Pero al acercarme al fin del tercer año yo ya había llegado a la conclusión de que jamás llegaría a aprender latín o griego de verdad, o al menos, no durante la carrera, así que lo único que me quedaba era contentarme con mejorar mi pericia en la técnica de descifrado con diccionario y disfrutar, en la medida de lo posible, de las clases teóricas de literatura, historia, arte y filosofía que, a estas alturas, ya había comprendido que era lo único verdaderamente útil que estaba sacando de la carrera.