Pocos meses antes de concluir mis estudios de Bachillerato comencé a plantearme seriamente mi futuro universitario. Ya comenté que mi interés por las Ciencias Sociales me inclinaban en los primeros años hacia la Facultad de Geografía e Historia, aunque con no demasiada convicción.
Sin embargo, en la época en que mis estudios medios se acercaban a su fin, yo ya estaba bastante decidido a matricularme en la carrera de Filología Clásica, a pesar de ser consciente de que mi nivel de latín era, siendo generosos, mediocre. Pienso que los dos factores fundamentales que obraron tal cambio fueron: por un lado, el entusiasmo por el mundo antiguo y las etimologías que había sabido transmitirme el buen hacer de Mª Ángeles y, por otro, la personalidad vitalista, elegante y alegre de Jesús, que en aquellos años de búsqueda e incertidumbre que son los de la adolescencia, se me representaba como un modelo envidiable de lo que algún día esperaba llegar a ser.
Cuando comenté a Jesús mis intenciones me dirigió una mirada mezcla de estupor y sorpresa que todavía recuerdo. Pasó después a advertirme del mal momento que vivía la especialidad, de cómo el futuro no auguraba nada bueno para la misma y de sus dudas sobre la supervivencia del latín y el griego en la inminente ley de educación (la futura LOGSE) que se nos venía encima, con las consecuencias nefastas que ello podía acarrear para mi posible futuro laboral. “Hay que pensar en los garbanzos, Carlos”. —Me dijo.
Con parecidas reflexiones acogió Mª Ángeles mis propósitos. Creo que las acompañó también de alguna palabra de aliento, pero en general en lo que más insistió fue en que se trataba de una carrera cuyas posibles salidas laborales corrían serio peligro de desaparición. A pesar de que pienso que mis dos profesores de Clásicas se alegraban de mi decisión, creo que ambos se mostraban sinceramente preocupados por las consecuencias que pudiera tener en mi futuro profesional.
Pero cuando uno tiene diecisiete años, cinco más parecen una eternidad, así que a mí eso de que las oposiciones llevasen años congeladas y de que quizás me tuviera que acabar dedicando a cualquier otra cosa, no me preocupaba en lo más mínimo. Con la inconsciencia propia de la edad, desoí las advertencias de mis profesores y de una tía mía, catedrática de Filosofía, que me echó una bronca monumental cuando se enteró de mi decisión. Todo en vano. A mí lo único que me preocupaba era mi bajo nivel de latín, pero pensé que ya me pondría las pilas y recuperaría el terreno perdido durante la carrera.
No sé si mi temeraria decisión influyó en algo pero, poco después de anunciar yo mis intenciones, otros dos compañeros de mi clase, para mi sorpresa, anunciaron que también querían estudiar Filología Clásica: Sergio Olid y Raquel de Andrés. Me figuro el asombro y la preocupación de Mª Ángeles y Jesús, al encontrarse en un grupo de quince alumnos a tres futuros Filólogos Clásicos en aquellos momentos en que la continuidad de la especialidad pendía de un hilo. Recuérdese que aún se estaba discutiendo la LOGSE y existía un temor justificado a que ésta supusiese una merma considerable, e incluso la desaparición de nuestras materias en el Bachillerato.
Lo cierto es que Raquel sólo completó el primer año de carrera, pues durante el segundo conoció a un chico que tenía un granja y allí se nos fue, feliz con su aventura rural. Sergio terminó la carrera con éxito y, aunque le he perdido la pista, sé que ha estado trabajando como profesor en algunos institutos de Barcelona y Madrid.