En los primeros días el profesor nos explicaba las normas fonéticas con las que debíamos pronunciar correctamente. Éstas eran las de la llamada pronunciación restituta, es decir, las heredadas de la escuela filológica alemana que en su día vinieron a poner orden a las múltiples pronunciaciones nacionales europeas. Nada se nos dijo de la existencia de la pronunciación ecclesiastica o tradicional, dando por supuesto que era algo superado y cuyo conocimiento carece de sentido, con lo que se despreciaba de un plumazo la bella sonoridad de toda la música medieval y renacentista latina, por lo que, si algún alumno con dotes musicales llegaba a entrar en un coro, difícilmente podría entender por qué los diptongos ae y oe, por ejemplo, debían ser pronunciados e, entre otras cosas.
Tampoco se nos explicó gran cosa sobre las cantidades vocálicas, ni se ponía demasiado interés en la correcta división silábica o la posición del acento tónico. Creo que no fue hasta la Universidad cuando descubrí que no se decía “ro-sá-e”, sino “ró-sae”, ni mucho menos cosas como que familia debe pronunciarse como tetrasílaba (fa-mi-li-a), pues en latín no existe el diptongo ia. En cualquier caso todo aquello carecía de importancia pues la práctica oral del latín sencillamente no existía.
Tampoco se pretendía, por tanto, que el alumno aprendiese si la o de Roma, por ejemplo, era larga o breve, ni mucho menos que se pronunciase como tal, como si las bocas de los españoles hubieran quedado irreversiblemente deformadas para tales sutilezas, sólo alcanzables por los niños germánicos que ya vienen con el invento de serie. La única utilidad del asunto de las cantidades vocálicas era un inverosímil ejercicio conocido como “escandir versos” que consistía en hacer encajar como uno buenamente pudiera una serie de versos dentro de unos esquemas que me recordaban más al morse de las películas de espías que a cualquier cosa que tuviera mínimamente que ver con el arte poética.
El siguiente peldaño en el aprendizaje era la morfología. Se nos informaba de que el latín tenía “casos”, acontecimiento terrible y pecado original por el cual aquella lengua dejaba de serlo para transformarse en una suerte de problema matemático eterno. Se daban los valores de éstos y, si el alumno tenía suerte e iba bien en sintaxis, ya sólo le quedaba memorizar las desinencias que caracterizaban aquéllos en los distintos tipos palabras y ponerse a descifrar ristras de frases enigmáticas e inconexas, como si, una vez más, nos las hubiéramos de ver con los códigos interceptados al enemigo en plena guerra mundial.
Y esto era todo. Con el tiempo la gramática se iba haciendo más complicada y los textos más enrevesados (aunque nunca pasaban de unas pocas líneas.) A las primeras tablas de declinaciones (más o menos fáciles de aprender) se iban añadiendo otras cada vez más complejas (pronombres, los distintos tipos de sustantivos y adjetivos, demostrativos, relativos, etc.) y antes de llegar a Navidades la mayor parte de los alumnos ya habíamos comprendido por qué esa asignatura tenía tanta fama de “hueso” y nuestra única esperanza de aprobado radicaba en la legendaria misericordia de Jesús, pues estaba claro que era imposible llegar a aprender nunca aquello que, más que un curso de lengua, parecía de cábala. Como bien decían los defensores de aquella aberración: el latín era la gimnasia del espíritu pues, sin duda, mucho músculo cerebral había que tener para poder llegar a dominar una asignatura que consistía en aprender una lengua como si se tratase de un ejercicio de lógica.
Lo cierto es que no a todos los alumnos se les daba tan mal como a mí. Había algunos que incluso destacaban y le cogían el gusto. Éstos eran, generalmente, los alumnos más dóciles y aplicados en todas las asignaturas, por lo que realmente algo de razón tenían los alemanes inventores de la Bildung cuando decidieron convertir el estudio de las lenguas clásicas en la piedra de toque de su sistema educativo: para llegar a aprender latín con esta metodología hay que tener una disciplina y capacidad de trabajo verdaderamente prusianas y muy poco espíritu crítico.