MI EXPERIENCIA COMO ALUMNO DE LATÍN EN EL BACHILLERATO

En el tercer curso del Bachillerato experimental debíamos elegir entre varias modalidades. En el San Isidro se ofertaban dos: filológico y de ciencias experimentales. Había bastantes más que no recuerdo pero, en cualquier caso, creo que en mi instituto sólo se ofertaban estas dos, así que mi elección estaba clara, dada mi absoluta ineptitud para las matemáticas, que me perseguían como furias desde 7º de EGB.

Comencé el Bachillerato filológico atraído más que nada por la Historia y las Ciencias Sociales, pero también con ganas de continuar aprendiendo etimologías con aquella profesora de griego tan maravillosa que habíamos tenido el curso anterior y que yo sabía, por mi hermana, que era la única que se encargaba de la asignatura en el turno de mañana (en el turno de tarde había otra, Rosa, famosa por dirigir un grupo de teatro griego que era uno de los orgullos del instituto.)

El profesor de Latín, sin embargo, era nuevo (“Pajosquí” desapareció aquel año y nunca lo volvimos a ver.) Su nombre: Jesús García García y había sido ya profesor de mi hermana en el Bachillerato normal, así que tenía algunas referencias de él: joven, simpático y estaba como un tren (ésta era una apreciación completamente subjetiva de mi hermana Marina y sobre la que yo no podía opinar) y aunque a veces se cabreaba y pegaba unas broncas que temblaba el misterio, al final era un buenazo y aprobaba a todo quisqui (éste era el dato que más me interesaba, porque el latín tenía fama de “hueso”.)

Años después supe que Jesús murió siendo todavía muy joven en un desdichado accidente de automóvil. Mantuve amistad con él durante todos mis estudios universitarios, y creo que la última vez que le vi fue al volver de mi estancia en Grecia, donde pasé dos años después de acabar la Universidad. En aquella época todavía no había descubierto el método Ørberg, así que creo que nunca llegué a plantearle mis inquietudes y dudas pedagógicas. ¡Cómo me hubiese gustado hacerlo!

Lo cierto es que Jesús resultó ser tal y como mi hermana lo había descrito: un tío genial, carismático, que se metía a los chavales en el bolsillo pero con el que, la verdad, no aprendí demasiado latín. Y que conste que no le hecho la culpa a Jesús en absoluto: era un profesor excelente, enamorado de su profesión y que nos preparó muy bien para la Selectividad (y eso que yo no era precisamente un alumno brillante ni aplicado, sino más bien vaguete), pero a lo que me refiero es a que, en realidad, en aquellos tiempos y con la metodología que se aplicaba en la enseñanza del latín, lo normal es que ni siquiera los alumnos más trabajadores e inteligentes, aprendiesen latín. Aprendíamos otras cosas: declinaciones, conjugaciones, sintaxis, morfología… pero nada de lo que cualquiera entiende por aprender realmente una lengua.

Pero todo esto necesita una explicación más detallada, para lo cual permítame el amable lector hacer un inciso en estos recuerdos y dedicar los próximos capítulos a un análisis algo más pormenorizado de aquel método de enseñanza que aplicaba mi primer y querido maestro de la lengua del Lacio y que era el que empleaban y venían empleando desde hacía más de un siglo la mayoría de los docentes latinos en España y el mundo, salvo algunas honrosas excepciones de las que hablaremos en su momento.