Creo que fue durante mi segundo año de estancia en Francia cuando empecé a escribirme con Gonzalo Jerez Sánchez, un joven filólogo clásico de Madrid que por aquel entonces debía estar en su primer año de carrera.
Había llegado a mí, como tantos otros, a través de la lectura de mis artículos sobre didáctica. Según me contaba era latinista autodidacta pues ni siquiera había cursado el Bachillerato de Humanidades así que todo lo que conocía del latín era gracias al estudio del Lingua Latina per se Illustrata. Tras unas primeras misivas en las que pronto empezó a sorprenderme por su seriedad y madurez intelectual me descubrió, como quien no quiere la cosa, que “ya me he leído varias veces el Roma Aeterna.” Tuve que leer varias veces aquella frase para estar seguro de lo que veía. Inmediatamente le volví a escribir pidiéndole que me explicara cómo lo había hecho, si no le había costado demasiado el salto del primer al segundo volumen y exponiéndole todas las dudas y dificultades que yo y otros colegas habíamos experimentado.
Con absoluta tranquilidad me explicaba que antes de empezar a leer el segundo volumen del método ya se había hecho varias veces el primer libro copiando todos los ejercicios a mano. Pensaba él (con toda la razón) que seguramente por eso la transición al segundo volumen no le había resultado demasiado complicada. A pesar de todo admitía que “el libro de ejercicios del Roma Aeterna no lo he hecho todavía completo, pues son tantos que me resulta ya insoportable”. Por otra parte admitía que una vez alcanzada la mitad del segundo volumen había comprobado que su competencia lectora en latín era tal que ya podía leer sin dificultad a autores clásicos como César o Cicerón así que, no pudiendo resistir a la tentación, había abandonado el trabajo sistemático para dedicarse a disfrutar “indisciplinadamente” de la lectura de las obras filosóficas de Marco Tulio, en las que andaba entretenido en ese momento.
Todavía con la cabeza dándome vueltas no sabía bien si aquello que me contaba mi joven corresponsal eran fantasías y exageraciones o si, por fin, había dado con alguien capaz de sacar verdadero provecho a la metodología de Hans H. Ørberg.
Salí de dudas al volver a España unos meses después y tener la ocasión de conocer personalmente a tan talentoso muchacho. Quedamos para tomar un café cerca del distrito Universitario y, después del breve apretón de manos, comenzó a explicarme, como un torrente, todas las lecturas y estudios en que andaba metido. Y allí fue quod oculus non vidit nec auris audivit, como dice la Biblia: aquel chaval que aún no había cumplido los veinte años comenzó a desplegarme toda una serie de libretas en las que, a modo de diarios, libros de notas y cuadernos de escritura, había escrito páginas y páginas y más páginas ¡en latín! Yo apenas podía creer lo que veía: “¿Y todo esto lo has escrito tú?” —“Sí”, respondió sin darle ninguna importancia. Ahora escribo siempre en latín para ejercitarme, pero todavía me cuesta mucho hablar”. Y ante mis atónitos oídos, continuó la conversación hablando en latín, pausadamente, pero con un léxico tan cuidado y una sintaxis tan compleja que a mí apenas me resultaba posible entender lo que me decía. No sé cómo no me dio un infarto.
¿Y cómo había logrado aquel chico en menos de tres años de estudio autodidacta todo aquello? Simplemente siguiendo el método de Ørberg con absoluto rigor y constancia; tal y como el propio autor lo había concebido: leía cada capítulo un par de veces, lo estudiaba con detenimiento, se aseguraba de haber entendido todo y no dejar ninguna palabra o concepto gramatical en el aire, y luego pasaba a realizar, copiándolos a mano en un cuaderno aparte, todos y cada uno de los ejercicios propuestos. Esta labor de hormiguita la había llevado a cabo un par de veces a lo largo de un año y medio, y poco después comenzó con el segundo volumen, aunque a la mitad de éste, como ya he contado, comenzó a descuidar la resolución del libro de ejercicios.
Con este sencillo plan de trabajo, el que quizás yo mismo hubiera seguido de no haber estado lastrado por los prejuicios heredados de mi anterior mal aprendizaje, quizás a esas alturas yo habría alcanzado unos resultados similares a los de mi admirable amigo. Indudablemente a éste, además de su tenaz empeño y esfuerzo, le favorecían unas dotes innatas para las lenguas de las que yo carezco. Pero, en cualquier caso, a partir de ese momento el ejemplo de aquel chaval me dio fuerzas renovadas para retomar mi estudio del método Ørberg.
Desde entonces los avances de aquel joven extraordinario no han dejado de admirarme. Su maestría latina es tal que es la única persona a la que conozco capaz de componer hexámetros en latín de forma improvisada. Ha aprendido también, con gran esfuerzo y libros mucho menos eficaces que el Lingua Latina per se Illustrata, griego clásico y es una de las pocas personas a las que he visto hablar y escribir con corrección en esta lengua. También ha aprendido de manera admirable griego moderno y en la actualidad sé que está dedicado al estudio del sánscrito. No me cabe duda que en poco tiempo será capaz de escribir fábulas y contar chistes en la lengua de Panini como si lo hiciera en la suya.
Si en la Universidad española hubiese un poco de cordura hace tiempo que habrían nombrado a este chico profesor titular sin esperar ni a que termine la tesis. Supongo, sin embargo, que acabará marchándose a alguna facultad extranjera o trabajando en cualquier cosa sin relación alguna con la Filología Clásica.