Con el presentimiento de haber encontrado por fin, un material extraordinario, me lancé a devorar, capítulo tras capítulo, aquella obra maestra de la didáctica de latín.
Para mi desgracia, sin embargo, yo ya sabía algo de latín. ¡Ojalá hubiera conocido este método nada más empezar la carrera o cuando todavía no estaba deformado por la mala didáctica! De haber sido así, necesariamente habría procedido de una forma mucho más pausada y humilde, resolviendo no sólo los dos controles que sirven de revisión a cada capítulo, sino los centenares de ejercicios complementarios que el amable profesor Ørberg me había enviado como regalo en dos cuadernos aparte y que yo ni siquiera me había parado a mirar.
Pero por aquel momento mi mente filológica todavía identificaba exclusivamente saber latín con traducir textos, así que quedé atrapado en la lectura de ese texto latino que, por primera vez en mi vida, podía entender directamente sin descifrar y del que veía que ¡oh maravilla! ¡asimilaba el léxico!
Cualquiera que no hubiese estudiado Filología Clásica no podría haber avanzado tan deprisa como yo lo hice, que terminé los treinta y cinco capítulos del primer volumen en menos de dos semanas. Es evidente que los conocimientos de gramática latina y descifrado que había adquirido durante la carrera me permitían avanzar a una velocidad infinitamente superior a la de un autodidacta normal que se enfrentase por primera vez con el método; pero también es cierto que aquello más que una ventaja supuso un inconveniente: en vez de prestar la atención necesaria y prevista por el autor a los fenómenos gramaticales que tan primorosa y ordenadamente iban apareciendo, yo me limitaba a devorar los capítulos, asimilando bastante bien el vocabulario, pero dejando aquí y allá numerosísimos flecos.
A pesar de ello, cuando completé la lectura del primer volumen, que terminaba incluyendo algunos fragmentos de los Evangelios en latín y epigramas de Catulo, Ovidio y Marcial, yo sentía la euforia de quien se ha convertido a una nueva religión. Y no era para menos: tenía la impresión de haber aprendido más latín en dos semanas que en seis años de Universidad.
Tardé varios años en comprender que, si bien aquella primera y precipitada lectura mía del método había sido ciertamente más productiva que todos los miles de horas de estudio de gramáticas y traducciones en los que me había consumido hasta entonces, de ninguna manera estaba aprovechando correctamente las virtudes del libro. Y la primera señal de aquel error la obtuve al comenzar el segundo volumen del mismo, titulado Roma Aeterna, y en el que, a partir del segundo y tercer capítulo, el nivel de dificultad se me hacía tan elevado, que en las varias ocasiones en las que intenté leerlo como había hecho con el primer tomo, tuve que desistir.
Hoy sé que aquel fracaso mío ante el segundo volumen se debía no a que la progresión de nivel del segundo estuviese mal graduada (eso pensaba yo), sino a que no basta con comprender los textos del primer libro para considerarlo dominado, sino que es necesario estudiar con detenimiento cada capítulo y realizar con atención todos los ejercicios propuestos (y son varias decenas por capítulo), antes de avanzar al siguiente. Sólo así al llegar al segundo volumen, cuyos textos son ya en su mayoría de autores clásicos, se puede llegar a disfrutar de la lectura de los mismos con la misma soltura y naturalidad con que en la primera lección se lee aquello de Roma in Italia est. Y el milagro se produce, pero no en dos semanas. Hace falta mucho más tiempo y esfuerzo. Si lo hubiera comprendido desde el principio, me habría ahorrado varios años de estar dando vueltas a ese método excepcional sin sacarle verdadero provecho.