Mi siguiente destino, ya definitivo, fue el Instituto de Enseñanza Secundaria de Pedro Muñoz, otro poblachón de la provincia de Ciudad Real, a medio camino entre Tomelloso y Alcázar de San Juan.
Aquí era profesor único de Clásicas, así que tendría horario completo de mi especialidad, encargándome de los cursos de Bachillerato de Latín y Griego. En aquel instituto pasé unos años muy buenos, pues el alumnado de Humanidades era poco numeroso y vocacional, de forma que las clases eran una delicia.
Había concluido el verano y yo seguía igual de atascado en mis tribulaciones metodológicas. Para las clases de griego había reelaborado los apuntes de Mª Ángeles y las frases de Ruipérez aprovechando las facilidades de maquetación que dan los modernos sistemas informáticos. Me resignaba a seguir aplicando la misma metodología con la que yo había estudiado griego en el Bachillerato que, aunque no era la que consideraba ideal, sí que era más que suficiente para preparar a los chicos para Selectividad y además me dejaba mucho tiempo para tratar temas de civilización y procurar transmitir a los alumnos parte de mi entusiasmo por el magnífico mundo griego.
En latín, sin embargo, no sabía por dónde empezar. Había consultado diversos libros de texto españoles y no me convencía ninguno. Tampoco podía aprovechar mis caóticos apuntes del instituto así que, finalmente, me decidí a intentar preparar unos materiales similares a los que había heredado de Mª Ángeles, pero para latín. Como textos para las prácticas de traducción iba aprovechando los que me parecían más adecuados de distintos libros y de la Antología Latina de la editorial Gredos.
Y en esto había pasado ya los dos primeros meses de curso cuando, en una de mis incursiones por la red, debí poner en el buscador “latin with the communicative approach” o algo similar y, no sé cómo, llegué a una página danesa donde se presentaba un libro titulado Lingua Latina per se Illustrata.
Además de explicar cómo funcionaba el método se incluían unas páginas de los primeros capítulos. Comencé a leerlas y me quedé fascinado: aquello no era exactamente un método comunicativo, pero me parecía mucho más interesante que cualquier otro manual de latín que hubiese visto hasta entonces. Se trataba de un texto escrito íntegramente en latín pero de una forma tan inteligente que cada palabra nueva se podía comprender mediante el contexto o ilustraciones al margen.
Ni corto ni perezoso escribí una breve misiva en inglés a la dirección que aparecía en la página solicitando un ejemplar. Casi inmediatamente recibí una respuesta que, en español, me indicaba el número de cuenta donde ingresar el irrisorio precio del material correspondiente al primer volumen, y me daba efusivamente las gracias por mi interés. Firmaba Hans H. Ørberg.
A los pocos días recibí el paquete en el que no sólo me enviaba lo que le había pedido sino, de regalo, el segundo volumen del método, un simpático librito de diálogos en latín y unas cuantas ediciones de Plauto, César y otros autores, todo ello preparado según la misma metodología.
Aquellas Navidades me llevé el primer volumen a Atenas, donde fui a pasar las vacaciones con la familia de Amalía, quien al año siguiente se convertiría en mi esposa. Me leí el libro de un tirón y, desde los primeros capítulos, comprendí que había hecho un descubrimiento que iba a cambiar mi vida.