Heme aquí ya, profesor… Contra todo pronóstico vi cumplida mi primitiva ilusión de estudiante de Bachillerato: ¡iba a ser profesor de latín y griego! ¡Como Mª Ángeles y Jesús! Bueno, no exactamente, pues si algo tenía ya claro por aquel entonces es que no iba a seguir los pasos de mis queridos maestros, al menos en lo que a metodología se refiere.
Después de haber podido comprobar con mis propios ojos cómo mis alumnos griegos aprendían español a una velocidad incomparablemente superior a la de cualquier alumno de latín o griego antiguo que hubiera visto yo nunca, tenía claro que, cuando empezase a dar clases de lenguas clásicas en el instituto, debía aplicar una metodología similar a la que tantas satisfacciones me había proporcionado como profesor de español.
¿En qué mundo vivía? ¿Es que no me daba cuenta de que para poder impartir clases con el método comunicativo el profesor debe dominar la lengua que enseña a un nivel que ni por asomo era el que yo poseía? Por increíble que pueda parecer, no. Yo seguía en la parra o, para utilizar un ejemplo más clásico, en la caverna.
A lo largo de todos estos años en los que he mantenido contacto con muchos licenciados y profesores de Clásicas, he podido comprobar que uno de los efectos más devastadores que el empleo generalizado de la metodología de gramática y traducción ha tenido sobre los docentes de Clásicas es que, al igual que los condenados de la famosa caverna platónica, quienes siempre han vivido en las sombras son incapaces de comprender que lo que ellos piensan que es la verdad, no es más que un reflejo de la misma: por mucho que les expliques que el latín y el griego son lenguas como cualquier otra, que se pueden llegar a dominar igual de bien que el francés, el inglés o el swahili, y que quien no sea capaz de hacerlo así simplemente es porque aún tiene mucho que aprender, ellos se empeñan en ver las cosas de otra manera.
Para quienes viven en esa caverna el filólogo clásico no necesita saber hablar o escribir en las lenguas clásicas: eso daría lugar a un texto artificial y de dudosa valía. El filólogo clásico tampoco lee nunca libros directamente en latín o griego, ni falta que le hace: el fin de nuestros estudios no es otro que la traducción rigurosa y ponderada de los autores clásicos mediante el auxilio imprescindible de diccionarios y, por supuesto, un par de traducciones inglesas, francesas o alemanas, lenguas en las que, inexplicablemente, no se considera experto, pero que nuestro feliz encadenado lee con muchísima más comodidad que el latín o el griego clásico.
La forma más eficaz que he visto de sacar del error a los habitantes de esa caverna es mostrarles a adolescentes hablando latín y griego clásico con soltura, leyendo, comentando y hasta bromeando sobre los textos de los autores clásicos en esas mismas lenguas y, además, explicando que aprendieron latín y griego clásico sin demasiados esfuerzos, con la misma metodología con que habían aprendido inglés o francés. Esto es, exactamente, lo que hace Luigi Miraglia cada vez que trae a sus alumnos de la Academia Vivarium Novum a los congresos de la organización Cultura Clásica. Esos chicos son dinamita.
Pero, por aquellos tiempos, yo todavía no había visto nada de esto. Estaba intentando salir de la caverna por mis propios medios, y eso era muy difícil. Si hubiera entendido la verdad en ese momento, me habría ahorrado muchos esfuerzos, y habría comprendido que lo primero que debía hacer si pretendía algún día poder dar clase de latín y griego como había dado la de español era aprender a hablar latín y griego con soltura. Tardé bastante en darme cuenta de esto, y todavía más en comprender que recorrer ese camino en solitario era mucho más difícil de lo que imaginaba.