Como ya comenté hace unos capítulos, a estas alturas yo era consciente de que mi competencia en griego clásico era muy superior a la que tenía al terminar la carrera y sospechaba que, por lo mismo, debía de serlo a la de la mayoría de los licenciados en Clásicas que no hubiesen aprendido griego moderno. Pero también sabía que eso no significaba que supiese griego antiguo de verdad, en absoluto.
Digamos que mi relación con el griego antiguo era similar a la de un español que, sin haber estudiado nunca francés, pretende enterarse de las noticias a través de Le Monde. Dada la similitud entre las dos lenguas, entenderá bastantes cosas, e incluso puede que en algunos artículos cuyo tema le sea familiar capte la idea general con bastante acierto, pero eso no significa que pueda leer el francés o hacer una buena traducción de ninguno de sus textos.
Mónica se encontraba en una situación mejor que la mía pues, al igual que Patricia, ella había aprendido muy bien griego moderno durante la carrera, por lo que, en los años de facultad, su relación con el griego antiguo fue muchísimo más provechosa que la del resto de alumnos de Clásicas: desde los primeros cursos estaba acostumbrada a leer los textos antiguos con naturalidad, no como enigmas, con la tranquilidad de quien posee la enorme base léxica común del griego moderno y el clásico.
Entre los libros que había traído conmigo había uno titulado Reading Greek que era lo más parecido a un método innovador que había conocido durante mis años de carrera. En realidad se trataba de lo que en la clasificación de métodos didácticos se conoce como Método de inmersión repetitiva. Este tipo de metodología, que estuvo muy de moda en los años 60 y cuyo ejemplo más conocido es la famosa serie Assimil, consiste en presentar una serie de textos, al principio muy sencillos y paulatinamente más complejos, que el alumno debe leer en voz alta (o escuchar del disco), para después comprobar el significado del texto con una traducción, y repetir unas cuantas veces más hasta estar seguro de entender el texto perfectamente según se va leyendo o escuchando el original.
A través de la repetición cotidiana de textos cada vez más complejos, el alumno va asimilando el sonido, el vocabulario y las expresiones de la lengua, hasta llegar un momento en que se empieza a pedir que sea el propio alumno el que haga el ejercicio de ir traduciendo pequeñas frases (las cuales ya ha escuchado cientos de veces) de forma inversa, es decir: de su propia lengua a la lengua que está aprendiendo.
El método de inmersión repetitiva no es un mal método. Desde luego es mucho más eficaz que el de gramática y traducción. Entre sus virtudes está el ofrecer un aprendizaje muy relajado (como decía la vieja serie Assimil: sans peine) y que se adapta perfectamente al autodidacta. No es, sin embargo, una opción muy popular para la enseñanza en el aula, pues resulta extraordinariamente monótona, además de que comienza a dar resultados activos mucho más tarde que el método comunicativo.
Éste era, sin embargo, el único método no gramatical que yo había conocido para la enseñanza del griego antiguo y el latín (sí, también había un Reading Latin) durante la carrera.
El Reading Greek, sin embargo, se aparta en algunos puntos muy importantes de la ortodoxia metodológica que sí cumple, por ejemplo, la serie Assimil. En primer lugar no ofrece la traducción de los textos griegos, sino un glosario con el que el alumno debe “descifrar” lo que allí pone. Ejercicio absolutamente inútil y estéril, como comprenderá quien haya entendido bien el mecanismo de esta metodología, pero que, con toda certeza, los helenistas que pretendieron adaptarla al aprendizaje del griego clásico se vieron obligados a imponer por la fuerza de la (mala) costumbre.
Ésta es, seguramente, la causa por la que, cuando aquel libro llegó a mis manos durante mis años universitarios, me pareció igual de difícil y poco eficaz que la Gramática y los ejercicios de Berenguer Amenós. También a causa de esto, cuando algunos profesores intentaban aplicar ese manual en el aula, ni ellos ni los estudiantes notaban demasiada mejora en los resultados. Es más: incluso resultaba contraproducente, pues los alumnos se acostumbraban a descifrar textos en general más sencillos que los verdaderos clásicos, de forma que, al llegar a éstos, estaban peor entrenados que aquellos que desde el principio se habían enfrentado a textos originales.
Mi situación, sin embargo, era ahora totalmente distinta, pues gracias a mi conocimiento del griego moderno el texto de Reading Greek no me resultaba en absoluto difícil. Comencé a leer el primer tomo y en menos de una tarde casi lo había terminado. Tan sólo tenía que consultar e ir subrayando algunas pocas palabras para mí desconocidas en cada página. El resto, simplemente, las reconocía gracias al griego moderno. De esta forma podía concentrarme en asimilar los elementos gramaticales, que se introducían de manera sabiamente graduada. Poco a poco comencé a recordar y a comprender, esta vez de una forma mucho más clara, todo lo que había estudiado en la facultad.
El segundo volumen era bastante más complejo, e incluía textos ya muy poco adaptados, de Demóstenes, Platón y La Odisea. Los textos homéricos me resultaron los más difíciles a causa de la diferencia del léxico poético de la épica con el griego actual, pero los de prosa, una vez asimilado el vocabulario del primer tomo, fui capaz de entenderlos casi a la primera. Tras varias lecturas de todo el método en voz alta, constaté, no sin cierto asombro, que no sólo comprendía todo sin dificultad, sino que había asimilado sin ningún esfuerzo muchísimo vocabulario del griego antiguo, algo que, como ya he contado, me resultaba imposible durante la carrera.
Una vez estuve seguro de haber aprendido todo lo que podía del método Reading Greek me dediqué, tal y como me había recomendado Mª Ángeles, a leer todo lo que pude de Lisias, cuya oratoria no me presentó demasiados problemas y de cuyos discursos preparé un libro completo en edición de Oxford. Ni en sueños hubiera pensado durante la carrera que algún día sería capaz de algo así.
Me presenté a las oposiciones y obtuve plaza en primera convocatoria, a pesar de no llevar ningún punto de experiencia docente, ni de ninguna otra cosa, pues ni las clases en el Cervantes, ni los cursos del Instituto de Estudios Bizantinos, ni el título de griego de la Universidad de Atenas contaban en el baremo de méritos.
Donde más ventaja obtuve fue en los ejercicios de traducción, especialmente en la traducción sin diccionario, en la que las notas de la mayor parte de los candidatos, tal y como me había anunciado Mª Ángeles, fueron desastrosas.
Mi amiga Mónica obtuvo la calificación más alta en la parte de traducción sin diccionario y, en general, en todo el primer ejercicio. Pero en la encerrona se puso nerviosa y se quedó en blanco, por lo que echó a perder el examen. Dos años más tarde volvió a presentarse, esta vez por Castilla y León y aprobó con plaza.