EL BACHILLERATO EXPERIMENTAL

Estudié el Bachillerato entre los años 1988 y 1992. Me matriculé en la sección experimental del Instituto San Isidro de Madrid. El Bachillerato experimental era una especie de laboratorio en el que el gobierno socialista de entonces estaba probando lo que iba a ser la futura LOGSE. No sé si los maestros del Siglo XXI que nos aconsejaron matricularnos en aquella modalidad realmente tenían confianza en ella y en los resultados de la futura reforma o simplemente buscaban amortiguar el inevitable golpe que nos llevábamos todos los alumnos del Siglo al pasar de una educación no represiva basada en la curiosidad y la creatividad a otra autoritaria, individualista y memorística en el peor sentido de la palabra.

Lo cierto es que a mí en el Bachillerato experimental no me fue del todo mal, y posiblemente mi hermana Marina, que sufrió horrores para terminar el BUP y el COU en el mismo instituto, pero en la sección normal, lo hubiese pasado con muchas menos angustias de haber escogido, cuatro años antes, la misma modalidad. Ésa era una de las críticas más recurrentes que se hacía al sistema educativo del Siglo XXI: que los alumnos no se sabían adaptar a los institutos normales. La verdad es que en aquellos años el fracaso escolar en el Bachillerato era generalizado, y no sólo entre los alumnos provenientes del Siglo XXI: la mitad de los alumnos abandonaban el instituto en los primeros cursos.

Sea como fuere, a mí la experiencia en el Siglo XXI me resultó muy positiva también desde el punto de vista académico. Notaba que sacaba gran ventaja a todos mis compañeros procedentes de colegios normales en competencias en los que, sin ser yo ninguna fiera, ellos estaban totalmente in albis, por la sencilla razón de que no las habían ejercitado nunca. Éstos eran aspectos tales como el hacer resúmenes, realizar trabajos personales que no fueran una mera copia de las enciclopedias escolares (el corta y pega de la época), trabajar en equipo (lo cual para mis compañeros de instituto significaba simplemente dividirse el trabajo, sin ningún tipo de colaboración o puesta en común) y, en general, todo aquello que tenía que ver con la creatividad o la expresión de opiniones críticas.

Sí es cierto que en cuestiones de memorización yo llevaba una cierta desventaja, pues en el Siglo XXI lo único que nos habían hecho aprender de memoria eran canciones (especialmente de los grupos de moda en los 70 y 80) con horripilante adaptación a flauta dulce incluida. Pero, afortunadamente para mí, los profesores de la sección Experimental solían contarse entre los pocos interesados en los movimientos de renovación pedagógica y rara vez centraban su pedagogía en ese tipo de enseñanza inútil hasta el sadismo que consiste en obligar a los chavales a aprender ingentes cantidades de información, datos y fechas que ni les interesan ni comprenden y que, tras vomitar el día del examen (o copiar de chuleta los más avispados), olvidan con gran alivio de su prematuramente maltratado sistema nervioso.

Por desgracia, muchos años después, siendo yo mismo profesor en varios de esos institutos normales de Enseñanza Secundaria, he visto como la mayoría de mis compañeros de Historia, Filosofía o Literatura, incluso aquellos que se consideran a sí mismos más progresistas, siguen aplicando esta absurda y reaccionaria pedagogía. Eso sí, después vienen las chanzas y burlas por los disparates escritos por unos alumnos incapaces de entender nada de lo que les han enseñado a base de hacerles engullir información como a ocas. E insisto: esto lo hacen también los profes supuestamente más progres: ¡si Giner de los Ríos levantara la cabeza…!