DE VUELTA A ESPAÑA

Pasaron mis dos años triunfales en Grecia y, no sé muy bien por qué, me vi de vuelta en la patria, convencido de que me esperaba un brillante futuro como profesor de español como lengua extranjera.

Por desgracia pronto descubrí que las oportunidades de ganarme dignamente la vida con este trabajo en España eran remotísimas: estuve un año trabajando a cuenta de algunas academias que me pagaban una miseria por clases que ellos ofrecían a precio de oro y, finalmente, llegué a la conclusión de que tenía más posibilidades de acertar seis números en la primitiva que de encontrar un buen empleo de profesor de español para extranjeros en Madrid.

Así las cosas, me veía otra vez haciendo las maletas y, mientras andaba tanteando las posibilidades de Francia (que no parecían muchas, debido al gran número de españoles allí asentados) y de Líbano (con bastantes más opciones, aunque sabía que a mis padres no les iba a hacer demasiada gracia), mi padre me convenció de que, entre tanto, empezara a preparar oposiciones para profesor de Lengua y Literatura españolas.

A mí la plaza de profe de lengua no me atraía en lo más mínimo, pues tenía varios amigos en la profesión y a todos les escuchaba relatos pavorosos sobre la situación del sistema educativo: la indisciplina en las aulas, la falta de motivación e interés del alumnado, etc.

Como a mi señor padre, Antonio Martínez Menchén, que es uno de los narradores más importantes de la generación del 50 y algo de literatura española sabe, le hacía mucha ilusión ir preparándome los temas, y yo siempre he sido un buen hijo y un buen aficionado a la lectura de nuestros clásicos, me pareció bien la idea.

No es que tuviera demasiadas esperanzas en aprobar aquellas oposiciones pero, al menos, veía bien lo de completar de esta manera mi formación y mis lecturas de literatura española, así que dejé de trabajar, abandoné el piso compartido donde había estado viviendo desde mi regreso de Grecia y, de vuelta al nido, me dediqué a estudiar los primorosos temas que iba haciendo mi progenitor y a leer poesía y novela española de todas las épocas.

Y en esto andaba cuando, en una visita que hice a un sindicato para informarme de los llamados “temas legales” de la oposición, no sé cómo, empecé a hablar con uno de los sindicalistas y en la conversación salió que yo, en realidad, había hecho Clásicas, a lo cual él me preguntó que cómo no me presentaba a las oposiciones de griego, que en Castilla la Mancha habían salido ese año unas cuantas plazas y que seguro que la ratio era mucho mejor que en Lengua y Literatura.

Y así volvió a pasar por mi cabeza aquel sueño que hacía mucho tiempo había descartado completamente: ser profesor de Clásicas en Secundaria. La perspectiva me parecía mucho más atractiva que la de profesor de Lengua y Literatura. Primero porque se trataba de mi especialidad, y de enseñar segundas lenguas, algo con lo que ya estaba familiarizado y por lo que sentía mucha más vocación que por la enseñanza de la gramática y la literatura española. Y, segundo, porque yo sabía que la mayor parte de los problemas de la Secundaria se concentraban en la ESO, mientras que en el Bachillerato el alumnado, al ser más selecto, era mucho menos conflictivo, por lo que pensaba que mi calidad de vida como docente sería mucho mejor ejerciendo como profesor de Clásicas que de Lengua y Literatura.

Nada más volver a casa, y con la cabeza en plena ebullición, llamé a mi antigua maestra y consejera de temas relacionados con las Clásicas: Mª Ángeles Martín Sánchez.