UN VERANO EN LA MAGDALENA

He olvidado contar que entre mis dos cursos en Grecia (el que pasé como profesor del Instituto Cervantes y el de Becario en el Instituto de Estudios Bizantinos), hubo una estancia en Santander, con una ayuda que ofrecía el Cervantes a sus profesores asociados para realizar un curso de verano dedicado a la Didáctica del Español como Lengua Extranjera en el conocido Palacio de la Magdalena.

Gracias a ese viaje me libré del terrible sismo que vivió Atenas aquel verano y que, seguramente, me hubiera provocado no poco terror postraumático, como le sucedió a más de un amigo mío: algunos de los cuales incluso pasaron una buena temporada durmiendo en el patio o en una casa de campo, por miedo a las réplicas. En mi viejo apartamento de la calle Erecteo el terremoto abrió una raja en la pared, como poco inquietante. Pero por lo que se ve, al no haber estado yo en el momento en que el suelo de Atenas se levantó como si por debajo pasase una ola, a mí los relatos de mis acongojados amigos me hacían muchísima gracia, así que seguí durmiendo a pierna suelta sin darle ninguna importancia a la grieta que cruzaba de arriba abajo el salón.

Pero, volviendo al tema que nos ocupa, en aquel curso de Santander aprendí muchas cosas que tuvieron una enorme influencia en mis ideas respecto al aprendizaje de idiomas.

Fue, sobre todo, en una conferencia en la que la ponente hizo un repaso histórico de las diversas metodologías aplicadas a la enseñanza de segundas lenguas. En ella describió con bastante precisión todo el sistema con el que durante mis años de Bachillerato y Universidad se me había enseñado latín y griego, llamándolo método de gramática y traducción, y poniéndolo como ejemplo de cómo no se debe enseñar una lengua. De los apuntes que tomé en aquel curso pude hacerme una primera idea de las diferentes metodologías con las que se enseñaban lenguas extranjeras y así llegué a comprender por primera vez cómo la Filología Clásica se había quedado totalmente al margen de todos los avances que en didáctica de segundas lenguas se habían producido en el último siglo, al menos en lo que a los docentes que yo había conocido se refiere.

También fue entonces cuando, por primera vez, me planteé la posibilidad de qué habría sucedido si a nosotros, en vez de enseñarnos latín y griego como lo habían hecho, nos lo hubieran enseñado con el método comunicativo, tal y como yo había aprendido griego moderno o como yo mismo enseñaba español a mis alumnos helenos.

Por primera vez en mi vida empecé a comprender que si yo no había adquirido una competencia mínimamente aceptable en estos idiomas a pesar de todos mis esfuerzos, no se debía a una incapacidad innata o a que el latín y el griego clásico fueran lenguas dificilísimas sólo aptas para mentes superiores como la del Profesor Rodríguez Adrados, sino a que el método con el que se nos habían enseñado era dificilísimo. Y que si, en vez de haber pasado ocho años de mi vida dando vueltas a aquel juego de espías que era la gramática y traducción, mis profesores se hubiesen dedicado a hablarme en griego y latín sencillo desde el primer día y a hacerme hablar en esas mismas lenguas como yo hacía con mis alumnos en clase de español, probablemente a estas alturas no sólo sería capaz de expresarme sin ninguna dificultad ni titubeo en las lenguas de los antiguos griegos y romanos, sino que podría leer con comodidad todo tipo de obras, con las dificultades normales de cualquier persona que lee literatura en una lengua que no es la materna, desde luego, pero sin tener que enfrentarme a los clásicos no como a lo que son (un texto vivo que nos habla desde el pasado), sino como a un crucigrama.