EL INSTITUTO DE ESTUDIOS BIZANTINOS

Las clases del Instituto de Estudios Bizantinos tenían lugar por las tardes y a ellas acudíamos no más de media docena de alumnos del más variado plumaje. Recuerdo a una chica que era física y que estaba haciendo una tesis sobre los astrólogos bizantinos. También había un par de vejetes muy interesados en temas de teología, que me da la impresión que acudían más por echar la tarde que por otra cosa. Y también recuerdo a otra chica muy guapa, que creo que era historiadora, a la que lo que más le interesaba eran las clases de paleografía, pues en su tesis tenía que manejar manuscritos inéditos que, a causa de la complejidad de los braquígrafos bizantinos, no podía entender.

En tan amena compañía me encontraba yo como pez en el agua pues además, tanto los alumnos como los profesores me recibieron con el inmenso cariño con que siempre me han tratado los griegos, que es el mismo con el que agasajan a cualquiera a quien, como a mí me sucedía, se le note su amor a ese país por los cuatro costados.

De todos los profesores que, sin excepción, me encantaron, mi favorito era el señor Mosjonás, experto en una diversidad de temas maravillosa y cuya oratoria exquisita, aunque en muchas ocasiones resultaba demasiado difícil para mi nivel de griego, me fascinaba.

Fue al señor Mosjonás al primero a quien yo oí en mi vida leer textos en griego antiguo con esa naturalidad absoluta que sólo puede tener quien los entiende a primera vista y sin ninguna dificultad, y también fue el primero a quien escuché citar de memoria continuamente frases y frases y más frases en griego clásico, pasando de una época a otra de su lengua sin el menor esfuerzo ni alarde. ¡Qué diferencia entre estas clases y aquellas sesiones de gramática y traducción que había recibido en la Universidad! ¿Por qué no había oído nunca a mis profesores de griego en España dar clases así, leyendo y comentando los textos con esa naturalidad, citando de memoria parrafadas de Aristóteles, Ana Comnena o los Evangelios?

Pero lo que más me asombraba (y avergonzaba) era ver cómo mis compañeros, los otros alumnos, también leían y entendían los textos clásicos sin necesidad de haberlos preparado previamente. Desde luego no con la misma facilidad que los profesores: en ocasiones preguntaban alguna palabra o punto que no entendían del texto, pero se notaba que, en líneas generales, entendían a primera vista textos que a mí me parecían muy complicados (y eso que había mejorado mucho respecto a lo que sabía al acabar la carrera), ¡y ni siquiera eran alumnos de Clásicas! ¡Pero si había una chica que venía de ciencias puras! Por no hablar de los textos de época helenística o evangélicos, que todos leían sin ninguna dificultad… ¡si hasta yo mismo los entendía!

Entonces descubrí que las diferencias entre el griego de los Evangelios y el actual no son mucho mayores que las que puede haber entre, por ejemplo, el español y el italiano; de forma que cualquier griego de hoy, incluso sin haber estudiado nunca griego clásico, puede comprender cabalmente y sin demasiados esfuerzos el griego de los Evangelios. ¿Y ésta era la lengua que no tenía nada que ver con el griego moderno?

Afortunadamente cuando me tocaba a mí leer (de mala manera por ser incapaz de entender a primera vista como hacían ellos, los textos en griego antiguo), mis compañeros y profesores se mostraban comprensivos y benevolentes, como si supieran de sobra que eso era lo normal entre los estudiantes extranjeros, incluso entre filólogos clásicos. Por el contrario, y creo yo que para darme ánimos, todos se deshacían en elogios respecto a mi dominio del griego moderno que, la verdad, tampoco era para tanto.

Después de todo aquello comprendí algo que antes he mencionado tan sólo de pasada: decía, cuando hablaba de mis peregrinas ideas sobre por qué los alumnos de mi promoción habíamos aprendido tan poco latín y griego, que en el caso del griego había una excepción. A una de mis compañeras de facultad, de nombre Patricia Velasco (y de la que anduve yo medio enamoriscado, por cierto, como prueban algunos sentidos sonetos que le dediqué) le dio por aprender griego moderno durante la carrera, e incluso fue a pasar un verano en Atenas.

Pues bien, con el tiempo Patricia empezó a destacar sobremanera en clase de griego. Como a pesar de sus desdenes éramos muy amigos, muchas veces hacíamos juntos los deberes y a mí me asombraba la cantidad de vocabulario que conocía y la soltura con que se enfrentaba a los textos, aventurando con frecuencia la traducción de los mismos sin echar mano ni una sola vez del diccionario. A mí aquello me parecía asombroso y no podía explicarme de dónde le había venido aquel genio para el griego que nos dejaba al resto de la clase a la altura del betún. Ni por un momento se me ocurrió relacionarlo con sus progresos con el griego moderno.