Durante mi segundo año en Atenas conseguí una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores, para la cual el único requisito era acreditar conocimientos medios de griego moderno (yo me había sacado el título en la Universidad de Atenas al terminar el curso pasado) y presentar un proyecto de estudios que, en mi caso, fueron unos cursos en el Instituto de Estudios Bizantinos. Sabía que estas becas eran muy fáciles de conseguir pues por aquel entonces el número de españoles con conocimientos suficientes de griego era tan ínfimo que, en ocasiones, incluso quedaban becas sin conceder.
La única desventaja es que la ayuda era incompatible con mi trabajo en el Instituto Cervantes, por lo que tuve que compensar la pérdida de ingresos con algunas clases particulares. Hacía tiempo había descubierto, por cierto, por qué me había sido tan fácil entrar a trabajar en el Cervantes a pesar de mi nula experiencia: las clases particulares se pagaban mucho mejor que las del instituto, y como la demanda era tanta, en cuanto los interinos se familiarizaban un poco con el país, empezaban a coger clases particulares y dejaban plantado al Cervantes, o a lo sumo se quedaban con un solo curso para tener Seguridad Social, así que en el instituto tenían no pocas dificultades para cubrir todos los cursos, especialmente los del Pireo. Hoy creo que con la crisis y la globalización (en aquellos años todavía eramos muy pocos los españoles en Atenas) la situación ha cambiado totalmente y hay tortas para conseguir un trabajo de interino.
Por aquel tiempo yo casi me había olvidado de que en otra época fui un filólogo clásico. Mi nueva profesión de profesor de español me parecía lo más maravilloso que me podía suceder en el terreno laboral y, verdaderamente, creo que nunca he disfrutado tanto de un trabajo como durante aquellas clases dadas a un grupo de personas tan deseosas de aprender que incluso cuando yo lo hacía mal me daban ánimos para que no me preocupase y siguiese adelante. Muchos años después, siendo ya profesor de Enseñanza Secundaria y enfrentándome a alumnos carentes de toda motivación, me he lamentado de haber dejado aquel maravilloso trabajo, y he sentido la extrañeza de ver como una misma profesión puede ser tan distinta según las condiciones en que se ejerce.
Pero la concesión de la beca y mi matrícula en el Instituto de Estudios Bizantinos me llevaron a recordar mi antigua vocación y así, después de casi un año de desconexión absoluta del mundo Clásico, me vi un día comprando una edición bilingüe de dos diálogos de Platón. Más que nada tenía curiosidad en ver si era capaz de leer el texto en griego moderno, cosa que, en efecto, comprobé que hacía sin dificultades. Pero mi sorpresa fue mayúscula al dirigir mis ojos al texto clásico y ver que ¡lo entendía! Es decir, no lo entendía… pero entendía muchísimo más de lo que había llegado a entender nunca durante la carrera. Realmente no podía leer de corrido el texto antiguo pero, por primera vez en mi vida, aquello me parecía un texto y no una serie de códigos en clave que yo debiera descifrar con ayuda del diccionario. Es cierto: todavía no era capaz de leer a Platón directamente en el original, pero mi nivel de comprensión del texto a simple vista había mejorado de forma espectacular ¡y todo esto en un año en que no había estudiado absolutamente nada de griego clásico! ¿Pero no nos habían dicho que el griego antiguo no tenía nada que ver con el moderno? ¡Y ahora resultaba que con un solo año de estudio de griego moderno había aprendido (¡y sin enterarme!) más griego antiguo que en los ocho años anteriores de esforzados estudios de gramática y traducción! ¡Kyrie eleison!