MI LLEGADA A GRECIA

Con la licenciatura bajo el brazo, mis perspectivas laborales eran tan malas como cuando, seis años antes, había empezado la carrera: las oposiciones seguían congeladas, y yo hacía ya mucho tiempo que tenía asumido que no existía ninguna posibilidad de encontrar trabajo como profesor de Clásicas. Mi primer impulso al acabar la carrera fue marcharme a un Kibutz, como habían hecho algunos de mis compañeros de Hebreo pero, como a mis padres la inestabilidad de aquella zona les daba miedo, conseguí que, a cambio de renunciar a la aventura israelí, me pagaran un viaje a Atenas y se comprometieran a ayudarme económicamente los primeros meses, hasta ver qué pasaba.

No tenía ni idea de lo que iba a encontrarme. No tenía ni idea de nada que tuviera que ver con la Grecia actual y, por supuesto, no tenía ni idea del griego moderno (ni del antiguo, dicho sea de paso.) Lo único que tenía eran unas ganas locas de salir del nido y extender las alas.

Es curioso que, durante todos mis años en la Facultad de Filología, las escasísimas veces en que oí hablar del griego moderno fue para señalar que “no se parece al antiguo”, algo que me quedó perfectamente claro el día que una compañera de clase le presentó a una catedrática una camiseta que le habían traído de Atenas con el famoso epitafio de Nikos Kazantzakis y cuando le pidió ayuda para entender lo que ponía, ésta le espetó que “yo eso no lo entiendo porque está en griego moderno y no tiene nada que ver con el antiguo”. Hoy me parece increíble que alguien que realmente sepa griego antiguo, incluso sin haber estudiado nunca griego moderno, diga no entender una frase cuya similitud con el griego clásico, por no hablar con el helenístico, es enorme.

Pero volviendo a mi relato, tenía un amigo, estudiante de Filología Hispánica, que a su vez era amigo de un profesor del Instituto Cervantes de Atenas, el cual, según me dijo mi amigo, era un tío cojonudo que seguro que me echaba una mano cuando estuviese por ahí.

Con este único contacto me planté en Grecia a principios de julio. En la guía Trotamundos había descubierto una pensión cuya dueña era inglesa y con la que pude apalabrar por teléfono una habitación a buen precio. La pensión estaba en Kukaki, un barrio al pie de la Acrópolis y que, ya sólo por ello, a mí me encantaba. Nada más llegar me informé de dónde podía aprender griego moderno y así me matriculé en los cursos de la Hellenic American Union, que resultaron ser excelentes. En el mes de septiembre conseguí trabajo en el Instituto Cervantes como profesor interino cuyo sueldo, si bien no era el potosí que cobraban los fijos, sí que era más que suficiente como para cubrir todos mis gastos y dejar de depender de mis padres.

Por cierto, que aquel profesor amigo de mi amigo, y que era un vasco generoso y de una sinceridad algo brusca, al conocerme me dijo: “Así que has estudiado Filología Clásica… y de griego moderno ¿qué? ¿ni puta idea, eh?” —“Pues… no… yo…” respondí, tímidamente. “¡Que no te preocupes! ¡Que ahora es cuando vas a aprender griego de verdad! ¿Eh? Y no lo que te han enseñado en la facultad. Que estoy harto yo de ver por aquí a profesores de griego que no tienen ni idea de nada, pero ni de moderno, ni de antiguo, ni de nada”. En aquel momento aquello me dejó bastante desconcertado, pues mis verdaderos y escasos conocimientos de griego clásico, a pesar de la licenciatura, lo consideraba yo un vergonzoso secreto, y ni se me ocurría que pudiera ser algo generalizado (a pesar de que sabía que ninguno de mis compañeros de clase sabían mucho más que yo, salvo una excepción a la que me referiré más tarde, pero, en cualquier caso, pensaba yo que debía ser algo de mi promoción, que debíamos ser ejemplares degenerados de la especie, o algo así.) La cosa es que, como aquel tipo, que por lo demás era muy simpático, me pareció que estaba un poco majara (me dejó las llaves de su apartamento durante todo el verano mientras él estaba de vacaciones en España sin conocerme de nada), no le di demasiada importancia a su comentario.

Y así, con la fortuna sonriéndome desde el primer instante en que pisé suelo griego, dieron comienzo aquellos dos años que pasé en Atenas y que, por muchos motivos, fueron los mejores de mi vida.

Pero no es el objeto de este libro contar cuál fue mi ventura en el país de los dioses sino, tan sólo, lo referente a mis experiencias con el aprendizaje de su lengua.