Terminé la carrera con muy buenas calificaciones. En los últimos dos cursos casi todas mis notas eran sobresalientes y matrículas de honor. Esto, por desgracia, no significaba que ya hubiese empezado a dominar de verdad las lenguas de Grecia y Roma, sino que mi capacidad para descifrar textos con ayuda del diccionario, así como mi intuición para adivinar los textos que iban a caer en los exámenes, habían alcanzado su nivel máximo.
En efecto, según pasaba el tiempo y maduraba mi capacidad intelectual, empecé a comprender que los textos que los profesores ponían en los exámenes (me refiero a los exámenes con diccionario) solían coincidir con aquellos que en los manuales de literatura señalaban como más significativos de cada autor. Así que comencé a prepararme los exámenes, no sólo traduciendo los textos que se nos mandaban en clase (estos seguro que no caían), sino estudiando también por mi cuenta unos cuantos textos más de cada autor, seleccionados por su especial relevancia. El resultado fue que, en más de una ocasión, el texto propuesto para el examen yo ya lo había preparado antes en casa, por lo que contaba con una considerable ventaja a la hora de realizar mi traducción.
A pesar de ello debo decir que no todas mis buenas notas se debieron a esta triquiñuela, y en más de una ocasión, realmente realicé una buena versión de textos que no había visto nunca, gracias a mi ya muy perfeccionada técnica de descifrado.
Sea como fuere, matrículas y sobresalientes aparte, tras ocho años de estudios de latín y griego (dos en el Bachillerato y seis en la facultad) yo, alumno número dos de mi promoción (el número uno era mi buen amigo Juan José Carracedo) seguía siendo incapaz, no ya de hablar en latín o griego (eso ni se me pasaba por la cabeza que fuera posible, de hecho ¿cuándo había visto hacer algo así a alguno de mis profesores?) sino, ni tan siquiera de escribir dos líneas correctas en esas lenguas, o de traducir una página cualquiera sin sufrir como un condenado a galeras. Y sé perfectamente (porque lo he hablado con él) que lo mismo le sucedía a mi amigo Juanjo. Imagínense cuál debía ser la situación de los compañeros que habían terminado con un expediente mucho menos brillante.
Recuerdo que una vez, cuando ya empezaba yo a olerme el pastel (debía ser a finales del tercer curso), le pregunté a una profesora de griego con la que tenía muy buena relación: “¿Cuándo llegaremos a poder leer griego de forma fluida?” A lo que ella, con la condescendencia de quien responde a un niño que, sin saberlo, ha preguntado una impertinencia, contestó: “¡Uy! A eso se llega cuando ya llevas muchos años dando clase…” En aquel momento di la respuesta por buena, aunque algunos años después (cuando ya era yo mismo profesor) comprendí que si uno no había aprendido de verdad latín y griego durante la facultad, tampoco se debía esperar que esto sucediese por el hecho de dar clase con el mismo método con el que no habías llegado nunca a aprender nada, por muchos años que a ello le dedicases.
En otra ocasión, debía de estar yo en cuarto o quinto de carrera, me encontré en la Casa del Libro, en la sección de Lingüística, a un chico algo mayor que yo y que estaba haciendo el Doctorado, o incluso andaba ya de profesor ayudante, no estoy seguro. No sé cómo a mí se me ocurrió preguntarle si él ya era capaz de leer libros en latín y griego, a lo que me respondió, después de muchos circunloquios, que en latín, algo podía, pero que en griego definitivamente no, que eso era imposible, y que él no conocía a nadie que fuese capaz de hacer algo así. Me dejó alucinado.
Lo cierto es que durante mis seis años en la Universidad no conocí a ningún profesor que nos hablase nunca en latín o griego en sus clases o que hiciese algo distinto a explicar temas de gramática y comprobar la traducción de los textos que nos había mandado el día anterior. Ignoro si alguno de estos profesores era capaz de hablar fluidamente latín o griego antiguo. De ser así, lo disimulaban muy bien.