LAS CLASES DE HEBREO

Como ya conté, decidí repetir el primer curso de carrera para poder cambiarme al plan de estudios recién estrenado y así cursar la subespecialidad de Filología Hebrea. También influyó en mi decisión el librarme del inglés y darme un poco de margen para coger mejor nivel en latín, que aunque la tenía aprobada y convalidada, sabía yo que todavía me costaba más de la cuenta.

Mi primer profesor de hebreo fue Luis Girón, en cuyas clases aprendí más que en ninguna otra de aquel curso, incluidas las de mi propia especialidad.

Las clases de Girón no tenían nada que ver con las de latín y griego. En aquel entonces yo no me daba cuenta del por qué, pues la deformación mental a que me había conducido el aprendizaje sistemático del latín y el griego mediante el estudio de la gramática y la traducción de textos me hacían creer que ésta era la única forma de aprender una lengua, y no era capaz de entender que lo que hacíamos en clase de hebreo era radicalmente distinto.

Lo cierto es que aquella clase de hebreo tenía un enfoque que nada sorprendería a cualquiera que empezase a estudiar alemán en el Instituto Goethe o francés en la Alliance Française: empezábamos con los saludos, aprendíamos a presentarnos, a hablar de nuestra familia, de nuestras aficiones, del trabajo, los estudios… de forma que íbamos asimilando el vocabulario y la gramática a través de la conversación y el uso del idioma.

Si yo no hubiese estado ya totalmente deformado por la didáctica gramaticalista (de ahí que antes dijese que no sólo se trata de un método estéril, sino contraproducente), seguramente habría sacado mucho más provecho de aquellas clases pero, por desgracia, ya era demasiado tarde, de forma que, a pesar de que la orientación de la clase era cien por cien comunicativa, lo que a mí más me preocupaba era que mi traducción de los diálogos del libro de hebreo fuese correcta y crearme unos buenos esquemas de gramática para poder estudiarlos, con lo que echaba a perder algunas de las mejores virtudes del método.

A pesar de esto, en aquel primer curso aprendí más hebreo que todo el latín y griego de los cuatro años anteriores: poseía un vocabulario de varios cientos de palabras, sabía presentarme, hablar de mi familia, de mis gustos, de mis aficiones, era capaz de mantener pequeñas conversaciones, ¡y hasta leía textos sencillos de un tirón y sin necesidad de usar el diccionario!

Es curioso como en ningún momento me planteé que la razón de aquel éxito pudiera estar en la metodología… aunque pueda parecer increíble lo justificaba con la descabellada idea de que, al ser el hebreo moderno una lengua “artificial”, debían haberla hecho muy fácil.

Por desgracia en el segundo año de hebreo el método cambió totalmente y dejó de ser un curso de lengua viva para transformarse en el estudio de la gramática y los textos bíblicos siguiendo la misma metodología que en latín y griego. A mí aquello me pareció muy bien, pues es a lo que estaba acostumbrado, y en ningún momento se me ocurrió pensar que el cambio podría suponer una pérdida. Pero lo cierto es que a partir de ese momento, sencillamente dejé de aprender hebreo, algo que yo atribuí no al cambio de metodología, sino a que al ser el hebreo bíblico una lengua antigua, su aprendizaje debía de ser tan inalcanzable para mis cortas entendederas como lo era el del latín o el griego.

He de reconocer, no obstante, que el Departamento de hebreo ponía a disposición de los alumnos un lector venido de Israel con el que se podía seguir aprendiendo hebreo hablado. Por supuesto yo, convencido de que para aprender una lengua bastaba con estudiar su gramática, no asistí a aquellas clases, a pesar de que Girón muchas veces nos insistió en que la lengua hebrea era una, que un hebraísta que se preciase debía conocer tanto la forma antigua como la moderna y de que para llegar a dominarla era imprescindible conocer su uso y hablarla. ¡Ojalá le hubiera hecho caso! ¡Y ojalá hubiese oído decir alguna vez algo parecido a cualquiera de mis profesores de griego!

Años después he tenido ocasión de hablar sobre todo esto con otros licenciados de Filología Hebrea (y Árabe) y todos me han confirmado que, al igual que en la Clásica, los resultados de los muchos años de esfuerzo estudiando la gramática y traduciendo textos en la facultad, son, en el mejor de los casos, dudosos, mientras que la mejor inversión que han hecho en su vida de hebraístas es, como tantas veces nos advirtió mi maestro Girón, aprender a hablar en hebreo.