LOS EXÁMENES “SIN DICCIONARIO”

Capítulo aparte merecen los llamados exámenes “sin diccionario”. Ya he explicado que todo el conocimiento filológico que hasta aquí había adquirido consistía en una técnica bastante imperfecta de descifrar textos con ayuda de un diccionario de unas lenguas de las que lo único que conocía eran unas cuantas reglas de gramática. Pues bien, a esta curiosa exercitatio, que a día de hoy me parece absolutamente inútil e incluso contraproducente, pronto se vino a sumar otra (creo que a partir del tercer curso), más ardua si cabe, aunque de resultados parecidos en lo que al verdadero aprendizaje de la lengua se refiere.

Sucedió que un buen día el profesor de turno nos anunció que ya era hora de que empezásemos a traducir en serio a los autores clásicos; es decir, que ya era hora de que empezásemos a hacer exámenes “sin diccionario”.

Y allí fue el llanto y el crujir de dientes… ¿Cómo íbamos a traducir un texto sin diccionario? ¡Nosotros, que por cada tres palabras que tenía la frase consultábamos diez!

No recuerdo quién fue el que nos explicó el “truco” con el que pasar aquel escollo más peligroso que las mismísimas Escila y Caribdis. Quizás fue el mismo profesor, temeroso de suspender al cien por cien de la clase, o fueron los alumnos ya veteranos de los cursos superiores, o tal vez fue nuestro mero instinto de supervivencia. Lo cierto es que para salir airosos de tamaña dificultad había una sola y única solución, porque lo que estaba claro es que nadie se iba a poner ahora a alcanzar el nivel exigido de golpe, si después de tres años de esfuerzos no lo había logrado.

El “truco” estaba en que el examen sin diccionario se planteaba sobre una obra o fragmento claramente limitado: un diálogo de Platón, un canto de la Eneida, un discurso de Cicerón, una tragedia de Sófocles… así que de lo que se trataba era de traducir primero el texto con nuestra técnica habitual (y mejor aún echando mano de una edición bilingüe o una traducción para ir más deprisa) y, luego, comenzar a memorizar el significado del texto a base de cotejar una y otra vez el original con la traducción hasta llegar al punto de que según iba uno leyendo el texto griego o latino, era capaz de recordar la traducción sin problemas.

Gracias a esta técnica que todos aplicábamos sin excepciones, los exámenes “sin diccionario” solían tener notas extremas: dieces y nueves aquellos que “se lo sabían” y ceros y unos aquellos infelices que no se lo habían aprendido o habían sufrido un bloqueo mental.

Para evitar que nos aprendiésemos el texto español “como loritos”, nuestros astutos maestros solían escamotear alguna frase del texto del examen. Esto no suponía ninguna dificultad pues, como digo, la técnica de estudio que todos seguíamos no era memorizar la traducción como si fuésemos actores de comedia, sino mediante el apoyo del texto original. Como algo de latín y griego sí que sabíamos, a pesar de todo, nos resultaba muy fácil darnos cuenta de las partes suprimidas, así que nadie solía caer en la trampa. Eso sí, si nos hubieran dado a traducir cualquier otro texto del mismo autor que no correspondiese al corpus propuesto, los resultados habrían sido catastróficos.

A lo largo de la carrera me examiné con este sistema de obras como El banquete, el Edipo Rey, el Pro Marco Marcello o algunos capítulos del Ab urbe condita. Siempre saqué muy buenas notas en esos exámenes y, sin embargo, si me hubiese tenido que volver a examinar de cualquiera de ellos un año después, seguramente habría sido un desastre. Y sé, porque ya entonces lo comentábamos entre divertidos y preocupados, que a todos mis compañeros les sucedía lo mismo. Todavía hoy me pregunto si nuestros profesores no eran conscientes de todo esto.