Antes de entrar en el asunto principal de este libro me gustaría hacer una breve mención de cómo era la educación que yo recibí en la Enseñanza Primaria, entonces conocida como Enseñanza General Básica o EGB y que duraba ocho años, desde los seis a los trece.
Tuve la inmensa fortuna de pasar aquellos primeros y tiernos años en un colegio muy especial: El Siglo XXI, en el madrileño barrio de Moratalaz. Es un colegio creado en los últimos años de la dictadura por un grupo de padres y maestros progresistas que pretendían poner en práctica planteamientos pedagógicos alternativos, herederos de la educación libertaria, las escuelas cooperativas italianas y los métodos de Freinet.
Para que se entiendan las enormes diferencias que existían entre la forma de enseñar del Siglo XXI y la enseñanza normal de aquellos tiempos, comenzaré diciendo que durante los cinco primeros cursos de EGB no recuerdo haber hecho ningún examen ni haber recibido ninguna calificación. Tampoco teníamos libros de texto ni nos mandaban deberes para casa. Todo el trabajo de aquella primera etapa me parecía un juego: hacíamos dibujos, nos contaban cuentos, escribíamos historias, dibujábamos tebeos, aprendíamos canciones, cocinábamos, íbamos de acampada o a una granja-escuela (la Limpia, que fue pionera en España), hacíamos teatro y pasacalles por el barrio (recuerdo dos muñecos gigantes: la rana y el dragón que habían hecho los propios alumnos y eran uno de los símbolos del colegio.) A veces, por las tardes, las clases las daban los padres de los alumnos, que organizaban talleres de lo más diversos: desde cocina hasta cine, jardinería o macramé. Las relaciones entre los niños y con los maestros eran cariñosísimas. Cuando surgían conflictos o algún chico se portaba mal, el problema se resolvía mediante la asamblea de alumnos. No recuerdo que ninguno de nuestros maestros utilizara métodos represivos ni violencia psicológica (¡ni mucho menos física!) contra ninguno de nosotros.
En los cursos de 6º, 7º y 8º empezó a haber notas, algunos deberes y, tímidamente, los primeros exámenes. Supongo que nuestros excelentes maestros (y yo tuve la suerte de tener como tutor de aquella segunda etapa a Jorge Gutiérrez, a quien queríamos con locura) se veían obligados a ir introduciendo aquello más que por convicción, por prepararnos a lo que nos esperaba cuando saliésemos de aquel paraíso y nos tuviésemos que enfrentar al verdadero sistema educativo de la España de la transición. A pesar de todo, las notas no dependían en ningún caso de los exámenes, sino de los distintos trabajos de investigación y creación (siempre elaborados en equipos) que los profesores nos iban planteando sobre los temas más variados: desde los dioses del antiguo Egipto (recuerdo que hicimos unos preciosos murales en forma de recortables de tamaño natural y que a mí me tocó hacer al dios Thot) hasta tareas de tipo tecnológico, como fue construir un levantador de pesos a base de poleas o una catapulta como las de las películas medievales.
Realmente en el Siglo XXI los alumnos no nos dábamos cuenta de la suerte que teníamos de educarnos en un sitio así ni mucho menos del enorme esfuerzo y dedicación que había detrás de aquello por parte de nuestras maestras y maestros. Cuando pienso en el cariño que sentíamos por ellos (y que seguro debían notar), y lo habitual de las visitas llenas de agradecimiento que muchos antiguos alumnos hemos hecho a lo largo de nuestras vidas a nuestros antiguos profes, sé que tantos sacrificios han sido recompensados con creces. Como profesor siempre he tratado de seguir los pasos de aquellos maestros tan locos que me hicieron feliz, y siempre he envidiado a quienes tuvieron y tienen la ocasión de ejercer la docencia en un lugar tan maravilloso.