Prólogo

Estado del malestar

… Y en sus venas la sangre circula con lento pulso campesino.

España invertebrada,

JOSÉ ORTEGA Y GASSET

—Presidente, ¿se encuentra bien?

No, era evidente que no se encontraba bien.

Pero Alfredo no se refería solamente a los ojos anormalmente enrojecidos del primer mandatario del país: tal síntoma podía deberse a una de sus muchas noches pasadas en vela o simplemente a una enojosa conjuntivitis.

Lo que con su frase había querido indagar de manera educadamente implícita, con la delicada diplomacia que le caracterizaba, era a qué respondía aquella repentina convocatoria de prensa, que había sido idea del propio presidente y de la que él, vicepresidente y futuro candidato presidencial del partido en el Gobierno, había sido avisado apenas un par de horas antes. Sólo ahora, a unos minutos de ser iniciada, tenía oportunidad de abordar al presidente en el pasillo que comunicaba con la tribuna y tratar de entender qué estaba ocurriendo.

Pero José Luis no pareció captar el sentido tácito de la pregunta:

Ya sabes, Alfredito, que tengo una esclerótica muy sensible. Y, como si hubiera dicho una gracia que sólo él comprendía, rompió a reír de manera insólita.

«Pues las encías tampoco las tienes muy saludables que digamos», pensó Alfredo, pasándose la mano por su ibérica calva, al tiempo que su fúnebre semblante adoptaba ese piadoso aire de preocupación también característico que lo emparentaba con los retratos de El Greco. Sin embargo, no era la salud del presidente saliente de España el asunto que le preocupaba en ese instante: rápidamente, se concentró en el motivo de aquella inopinada rueda de prensa, anunciada de forma rauda y unilateral a todos los medios de comunicación del Estado. Mientras reflexionaba al respecto, se acariciaba con insistencia la alopecia, como si se tratase de una reluciente lámpara mágica que funcionara mejor a base de frotar y frotar.

Alfredo echó una ojeada a los periodistas, fotógrafos y cámaras que abarrotaban la sala de prensa. Todo era murmullos y susurros intrigados entre ellos. Muchas frases resultaban ininteligibles, pero de entre el batiburrillo que conformaban siempre se destacaba diáfana la que había provocado el pasmo y la admiración de todos:

—¡El presidente va a darnos la solución a la crisis!

Efectivamente, ése había sido el anuncio que se había transmitido a las principales cadenas de televisión, emisoras radiofónicas, periódicos de la prensa escrita y agencias de noticias: el presidente había dado con la fórmula mágica que permitiría al país resurgir de la terrible crisis económica en la que no solamente España, sino todo Occidente, permanecían inmersos desde hacía ya más de tres años. Una crisis económica a causa de la cual la nación (¡y su propio partido!) pasaba por su peor momento desde que gozaba de un régimen democrático (¡hacía casi cuarenta años ya de su instauración!), y que había hundido a su población en las simas más deprimentes del desempleo, la pobreza y la desesperación, disparando el porcentaje de afiliados al subsidio de paro, servicio público cuyos fondos estatales ya estaban también a punto de colapsarse, y ampliando la capa de indignados y descontentos sociales hasta llevarlos a las puertas de la insurrección civil.

Por eso nadie daba crédito a la noticia: ¡que el presidente del Gobierno iba a comparecer ante los medios en unos pocos minutos y en la mismísima sala de prensa de Moncloa, para dar a conocer cuál era ese fabuloso remedio que aseguraba haber hallado contra la crisis! Todas las televisiones se encontraban presentes, listas para emitir en directo las palabras más esperadas de la semana, y quizá de todo el año.

Al parecer, ni sus más allegados habían previsto tal acontecimiento: un insomne José Luis había despertado al jefe del Gabinete de Prensa del Gobierno a las cinco de la mañana con la orden tajante, pronunciada por él mismo a través de su móvil personal, de convocar rueda de prensa urgente en Moncloa, porque iba a anunciar, literalmente, «la solución final a esta puta crisis que afecta a los españoles». El tono inéditamente resoluto de su orden no admitía vacilación ni cuestionamiento.

Alfredo fue el siguiente en ser despertado. Le escocía un poco que José Luis no le hubiera hecho partícipe antes a él de cuál era esa bendita solución, permitiéndole calcular las consecuencias del precipitado propósito de comunicarla en público tan de inmediato (y decidir si en el fondo no se trataba de un «despropósito» y el presidente había abusado de su insomnio y se había vuelto un poco lunático): pero en estos momentos, la situación inquietaba demasiado a Alfredo para dejarse llevar por el rencor de su ego herido. Ya tendría tiempo para resarcirse en otros lances. Al fin y al cabo, él encarnaba el heredero natural de José Luis, condición recién confirmada por la élite de barones del partido hacía pocos meses.

Antes quería saber qué demonios estaba ocurriendo y qué diablos tenía aún el presidente en mente que era tan vital como para airearlo así, sin más, sin compartirlo con la cúpula del Gobierno ni pedir consejos ni consultarlo con nadie.

Echó un vistazo entre bambalinas al vicesecretario y portavoz, que bromeaba a pie de podio con algún periodista afín. Pepino reparó en él y le devolvió la mirada, blanco como la cera, encogiéndose de hombros. Así pues, el gallego tampoco tenía ni puñetera idea de a qué venía aquello. A la secretaria de organización mejor ni preguntarle, aunque la tuviera a su lado: por la sonrisa que esbozaba de oreja a oreja, creía a pie juntillas en el motivo oficial de la convocatoria… El temor de que su presidente se hubiera chiflado acometió de nuevo a Alfredo como una bofetada. Tanta presión popular en los últimos meses podía haber sido fatal para su cordura. ¿Y si llamaba a escondidas a Sonsoles? Quizás ella supiera…

Volvió a atender al rumor de la sala. La otra pregunta que revoloteaba entre los presentes (no solamente los periodistas, sino también algunos representantes del propio partido) era ésta: ¿Había dado el presidente con la salvación para España en exclusiva, o era la suya una solución aplicable a toda Europa? Porque las noticias de la evolución económica europea y estadounidense no eran muy halagüeñas, así que por ahí seguro que no le había llegado la inspiración.

—Señores, señoras…, amigos periodistas…

Alfredo se volvió asombrado, maldiciéndose por su despiste: ¡José Luis no había esperado siquiera una señal de aquiescencia para que principiara el acto y, aprovechando su abstracción reflexiva sobre el caso, se había abalanzado hacia el estrado y ya se inclinaba con su habitual aplomo sobre el micrófono!

¡Había dado inicio a la rueda de prensa!

En la sala se hizo un silencio digno de un conciliábulo eclesiástico…

Aquella figura alta y elegante, que como siempre se erguía de espaldas al escudo de la nación, parecía hoy más desgarbada de lo habitual, sus hombros más cargados y su complexión más nervuda. Pero lo que llamó la atención de los periodistas habituados a la presencia del jefe de Gobierno fueron aquellos ojos, de natural verdes y hoy sembrados de motas rojizas, que los miraban con hambrienta crispación casi canina, por no mencionar ese adelantamiento de torso ligeramente antinatural, más propio de un lobo salvaje al acecho…

—Gracias por haber acudido a esta convocatoria tan precipitada —retumbó la voz firme y decidida del presidente—, pero que de la que sin duda, tras conocer lo que tengo que comunicarles, saldrán encantados y como nuevos…

Otra vez José Luis estuvo a punto de prorrumpir en una risotada, que se quedó en resoplido reprimido por la comisura de los labios. Los periodistas se miraron: no era habitual en el presidente tal relajación en el trato ni descuido en las formas. Pero ahora les interesaba más lo que tenía que decirles:

—Como ustedes saben, llevamos varios años sumidos en una fuerte crisis que, desde el Gobierno, no hemos sido capaces de atajar como debíamos…

Alfredo se llevó una mano a la sien, consternado. ¿El presidente con semejante actitud de autocrítica? Mal empezábamos…

—… Soy el primero en reconocerlo. Nadie ha sabido encontrar remedio a esta situación sumamente grave, que amenaza con dejar sin empleo a gran parte de nuestra población y abocar a la miseria a demasiados de nuestros ciudadanos. Pero, efectivamente, he dado con la solución, una solución completa y definitiva a este caótico estado de cosas.

Imperceptiblemente, los cuellos de los periodistas se adelantaron un milímetro. Ningún oído quería perderse las siguientes palabras del presidente, palabras cuya trascendencia adivinaban todos porque José Luis había adoptado ya su postura favorita: las manos enfrentadas por delante, los dedos tocándose, enfatizando con la gravedad del gesto la contundencia de lo que pretendía transmitir a renglón seguido:

—Como ustedes saben, somos un país que vive eminentemente de los servicios, del turismo. No somos un país con grandes recursos ni con una gran industria, capaz de hallar en la competitividad de nuestros productos o de alguna inusual materia prima la salida a este tormento económico. Pero un país que sólo depende del turismo, de su pobre nivel industrial y de su precario desarrollo mercantil lo tiene difícil en estas duras circunstancias…

Un murmullo de asombro recorrió la sala: ¡nunca jamás el presidente había hablado con tanta sinceridad y naturalidad de la situación real de la nación!

—Sin embargo —prosiguió José Luis, sin prestar aparente atención a la perplejidad que despertaban sus palabras—, nuestro país sí cuenta con un potencial en el que no habíamos caído hasta ahora, con un recurso que puede llegar a convertirse en la llave maestra de nuestra salida del hoyo: materia prima explotable que cubrirá ella sola las necesidades básicas de toda la nación.

Nadie osó interrumpirle o formular la pregunta directa de cuál era ese recurso, esa materia prima que convertiría España, de la noche a la mañana, en el primer país occidental en recuperarse enteramente de la crisis.

Pero todos estaban pendientes de las declaraciones del presidente…

—Ese potencial que nosotros tenemos es…

Los periodistas aguantaron la respiración, a la espera de que la frase fuera completada. ¡Hasta los compañeros de partido del presidente aguantaron la respiración!

—… los españoles.

Un siseo de decepción desinfló aquel espacio nutrido de ansiedad. Así que todo se había tratado de eso: de un simple farol, otro bluf más del presidente. De nuevo estaba aferrándose a sus famosas metáforas que no significaban nada.

José Luis percibió esa decepción y reaccionó con una acritud inesperada:

—¡No estoy hablando por hablar, imbéciles!

Un frío helado se aposentó en todos los presentes. Alfredo consideró la posibilidad de acceder al estrado para interrumpir a su patrón, que había perdido claramente su acostumbrado temple, pero José Luis ya estaba hablando de nuevo, con inusitada virulencia:

—¡Escuchad por una vez lo que os estoy diciendo, retrasados mentales! Os estoy comunicando que los propios españoles, a partir de ahora, seremos autosuficientes. ¡No necesitaremos para sobrevivir nada más que nuestra propia especie! ¡Nos valdremos solos para salir adelante y tendremos tanto plus de energía y tanta superioridad física que, pese a nuestro déficit intelectual, volveremos a ser capaces de invadir al resto de países!

En ese momento, el «Ooooh» de conmoción de la prensa allí representada casi ahogó las propias revelaciones del presidente, pero no únicamente por el siniestro significado de éstas: mientras peroraba a los periodistas, su boca de muñeco diabólico empezó a segregar desbocada una maloliente babaza de extraño color entre amarillo y ocre. Algunos de aquellos grumos saltaron como de un aspersor a las manos y cuellos de los cámaras más cercanos, que se dolieron del contacto con la saliva, como si ésta hubiera adquirido propiedades corrosivas.

—¡Ah! La madre que me… —exclamó el cámara de TVE, frotándose la mejilla, que le ardía.

—¡¡¡Vamos a tener tanto remanente de energía que conquistaremos el mundo con nuestra Nueva Raza!!!

Nadie podía creer lo que estaba oyendo: de pronto, el presidente de la nación se acogía a un discurso supremacista más propio de tiempos pasados, conceptos caducos y dictadores afortunadamente muertos. Pero un detalle aún más alarmante empezó a llamar la atención de los plumillas avizores: en el fervor de su arenga, el acalorado orador había cedido a uno de sus vicios privados. Éste consistía en roerse las uñas o, más apropiadamente, despellejar con los dientes la carnecita que las rodeaba.

Pues bien, en ese preciso momento, aprovechando una pausa de su perorata y llevado por la agitación de la circunstancia, ¡el presidente se había distraído unos segundos lanzándose a comerse los padrastros de sus falanges! Pero lo que provocó el horror en las miradas de las decenas de personas que le contemplaban allí dentro (y en las de unos cuantos millones de ciudadanos desde la seguridad de sus hogares) fue comprobar que su presidente estaba comiéndose, más bien devorándose LITERALMENTE, las puntas de los dedos.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me miran así? —farfulló mientras por los intersticios dentales se le escapaban fragmentos de su propia carne.

Nadie se atrevió a musitar objeción alguna. Él era el presidente. Entonces, José Luis pareció reparar en su acción y en la sangre que ya comenzaba a brotar de sus yemas desgarradas.

—Oh, perdón. —Y, sin mayor preámbulo, alcanzó la bandera española plantada al lado de la tribuna y se limpió las manos en ella, añadiendo más rojo de la cuenta: la franja amarilla casi queda teñida del mismo tono que las que la flanquean.

Un agudo, casi operístico grito de horror surgió de alguna periodista patriota, sobrepasada por aquel proceder. Fue el instante en que Alfredo se decidió a abordar el estrado para intentar apartar a su presidente de las cámaras. Pero José Luis se zafó sin esfuerzo de las manos del vicepresidente y volvió a encararse con su audiencia: estaba claro que aún no había terminado. Inclinado sobre el micrófono, su boca arrojando espumarajos que siseaban en contacto con el suelo y abrían pequeños boquetes humeantes, sus ojos encarnados como los de un vampiro en huelga de sangre, los dedos abiertos y supurantes de espeso líquido rojo…, el presidente de la nación pronunció las últimas palabras de su rueda de prensa:

—¡Yo terminaré con la crisis… gracias a la carne de los españoles! ¿Cómo no? ¡SI AQUÍ LO QUE SOBRA ES CARNE!

Alfredo lo sujetó de los brazos con cierta violencia, dispuesto esta vez a poner fin por las malas a aquel acto bochornoso: definitivamente, su líder había enloquecido, eso era lo que acaecía cuando se llevaba tanto tiempo en el poder.

Pero de repente, con imprevisto ímpetu, José Luis fintó el placaje de su heredero natural y, volteándose presa de la más pura rabia animal, le miró con unos ojos que ya destilaban lágrimas de sangre:

—Nunca me caíste bien, Alfredo.

El vicepresidente no tuvo ni tiempo de titubear alguna réplica oportuna. José Luis se le lanzó a la cara y, sin mayor miramiento, cerró el cepo de su dentadura sobre la nariz de Alfredo, arrancándosela de cuajo.

El país entero abrió los ojos de espanto: ¡el presidente había dejado sin nariz al vicepresidente!

Alfredo no supo muy bien qué le había pasado a su cara: sólo vio un reguero rojo que brotaba de una zona inferior a sus ojos, y que regaba como un surtidor la corbata del presidente, mientras éste, muy campante y como apreciando su sabor, mascaba con delectación y parsimonia la cruda probóscide desgajada.

—Muy rica nariz, Alfredín —comentó José Luis, y por un segundo pareció recobrar su talante apaciblemente afable. Pero la bestia volvió a asomar en cuanto descubrió que la marea de periodistas se abalanzaba cagada de miedo hacia las puertas de la sala de prensa, pretendiendo salir de allí. No había para menos. ¡El presidente se había vuelto un carnívoro psicópata!

José Luis se dijo que había sido muy sensato al ordenar cerrar las puertas para que nadie pudiera escapar de la sala. Era el presidente, nadie iba a poner en duda sus órdenes.

Los ojos de Alfredo comenzaron a adquirir un tinte tinto. El contagio estaba surtiendo efecto. Para matar el tiempo mientras aguardaba a que el vicepresidente se convirtiera en uno de los suyos, José Luis enfocó su atención en las piezas de ganado que trataban de huir.

Sus ojos ávidos, inyectados en sangre, se fijaron en la secretaria de Organización, que había desplazado su abundante humanidad hasta una de las salidas bloqueadas, dedicándose a golpear histérica las dobles hojas, eficazmente trancadas, que resistían con solidez sus pesados embates.

—¡Leireeee! —bramó el presidente.

Ya continuación emprendió una breve y sanguinaria carrera entre sillas volcadas y tribuletes indefensos, mordiendo aquí, descuajaringando allá: dedos (esta vez ajenos), brazos, cuellos y, su debilidad, la ternilla de las narices (parte blanda y sumamente jugosa del animal humano).

De esta manera, recreándose en sus mordiscos al por mayor, terminó por plantarse frente a Leire, que seguía gritando como si le acabaran de retirar el carné del partido.

José Luis se la quedó mirando fijamente: la piel blanca de la moza, plagada de incitantes venillas azules que latían de pavor, le excitaba y enternecía a un tiempo.

—¡Siempre quise hacer esto! —aulló el presidente.

Y sin esperar respuesta, hundió su testa sobre el escote de la secretaria, que no atinó a defenderse, pues en su lugar optó por alzar las palmas y lanzar un vibrante alarido, como si fuera miembro (o, mejor dicho, miembro) de un voluntarioso grupo de góspel.

—¡AAAAAAAAAAH! —rugió con voz mediocre al sentir el lacerante dolor en sus pechos: José Luis reapareció a su altura con los dos pezones de Leire ensartados entre sus dientes. Los había extirpado, a base de pura dentellada, a través de la tela del vaporoso vestido de la joven, por el que ahora asomaban dos senos con la corola amputada, rezumando sangre como una fuente de vino y ofreciendo pura carne viva a la vista, donde antes sólo había areolas color cacao.

El país entero no daba crédito a aquel espectáculo transmitido en vivo y en muertos por TV. Nunca una rueda de prensa había resultado tan imprevisible y agitada. Se habían visto convocatorias de prensa tensas, incluso festoneadas de cierta violencia contenida, pero jamás había llegado la sangre al río.

En aquel momento, nadie se acordaba de la crisis.

El presidente continuó su caza humana, desvencijando miembros como si fueran racimos de uva y triturando pieles como si tuviera veinte chicles en la boca, cada uno de un sabor a cuál más arrebatador.

Mientras tanto, Alfredo había culminado su conversión a la misma clase de fiera caníbal en la que también se había transformado, horas antes, su jefe. Esclavo del más puro instinto, sin necesidad de aprendizaje previo, el vicepresidente se arrojó sobre la cara de una periodista a la que hacía tiempo le tenía echado el ojo, echándole el diente en su lugar y procediendo a desgajarle, a bocados, los ojazos que le hacían tilín…, con la mala suerte de que la muchacha contaba con un nervio óptico excepcionalmente grueso. Debido a ello el pobre hombre se vio obligado a tironear desesperado, con ambos globos oculares metidos en el buche, los cuales no conseguía arrancar de sus ligaduras a las cuencas del rostro de la reportera, que además no paraba de berrear. Así que optó por deglutirlos como pudo y luego escupir los restos, cual higos secos aún colgantes de sendos hilos que surgían de la ultrajada faz femenina… Por intuición, Alfredo supo que le había hecho una putada a aquella criatura: a partir de entonces, la periodista sería un ser carnívoro como ellos, insaciable y… ciego.

La masacre se sucedió en progresión geométrica, conforme los primeros damnificados se iban agregando a esa nueva raza de la que los dos hombres más prominentes del país ya formaban parte: una nueva raza que, de manera natural, buscaba alimentarse con las reses cada vez menos humanas, en calidad y cantidad, que permanecían allí encerradas.

Sifones de sangre atravesaban la estancia, producto de desgarramientos y tarascadas. Oleadas de hemoglobina cubrían ya un par de centímetros sobre la empapada moqueta del suelo, procedentes del cargamento vivo que había entrado humano en la sala de prensa… Y nadie atinaba aún a saber en qué estado terminaría ese cargamento… o si escaparían por su propio pie.

En sólo unos minutos, el país entero volvió a creer en Dios y rezó para que aquellos seres no salieran jamás de aquel recinto.

Alfredo dio alcance a José Luis justo cuando éste se enfrascaba en dejar mondo un codillo crudo de analista hostil a su ideología.

—A este hijoputa ya le tenía yo ganas… —masculló mientras masticaba.

—Presidente… yo… —Alfredo estaba perdiendo la capacidad de hablar a pasos agigantados—. Quiero darle un muerdo… a su esposa —le confesó por fin.

—Ncht, ncht… —El presidente chasqueó la lengua con la mayor jovialidad, palmoteando al mismo tiempo la mejilla de su subalterno sin nariz—. ¡Bandido! Ella ya está convertida. Y mis niñas también. Imagínate, ellas encantadas, con lo que ya les iba el rollo siniestro…

—Qué… pena… —se lamentó Alfredo, antes de quedarse sin su legendaria habilidad oratoria por mor del intrusivo virus bestializante.

—Igual puedo convencerla de que te preste los desechos de su última liposucción. Engordan bastante, pero son nutritivos… Aunque antes vamos a hacer algo mejor que eso… —sugirió José Luis y, volviéndose hacia aquellos seres que, por una mudanza más radical que la meramente ideológica, iban engrosando paulatinamente sus huestes, gritó en tono imperioso e incontestable—. ¡Vamos a por los de la oposición!

Y hay que reseñar que tanto los que ya eran miembros de su partido como los periodistas a los que ni les iban ni venían los partidismos, saludaron con el mismo entusiasmo la orden del presidente y se lanzaron con idéntica euforia predadora sobre las puertas que, si antes resistieron incólumes las acometidas de las antiguas víctimas humanas, ahora cedieron al primer bandazo propinado por los nuevos verdugos, que de humanos ya no tenían nada y sí poseían en cambio una fuerza sobrehumana…

Y así inició su partida aquella comitiva de infrahumanos, aquella horda de rabiosos dispuesta a arrasar Madrid y convertir toda España a la nueva raza.

Pero ¿cómo era posible que hubiera llegado a producirse este apocalipsis?