Interludio II

El sumiller no tiene quien le aconseje

Para una vez que mato… ¡la que hemos armado!

07 con el 2 delante

guión de ARMAND MATÍAS GUIU

Esa misma noche, el president recibió al presidente.

Ningún medio de comunicación había sido informado de la visita relámpago, que llevaron a cabo con el mayor secretismo: la mayor parte del gabinete socialista tampoco tenía conocimiento de ella. El Gobierno había dado carpetazo al tema de la «masacre rojigualda» (como se la empezaba a conocer en los medios) como un incidente que había partido del propio arbitro suizo. La explicación oficial era que Nögler —en el rol de helvética cabeza de turco—, desde alguno de sus recientes arbitrajes en encuentros internacionales, había contraído una suerte de rabia feroz, impeliéndole a atacar a los jugadores y a contagiarles asimismo esa hidrofobia hipertrofiada que los había convertido a todos en caníbales espontáneos. Incluso habían señalado otro partido arbitrado por Nögler un par de semanas antes, el Ghana-Congo (donde, por casualidad, uno de los delanteros ghaneses, presa de la desesperación y cierto primitivismo de alma, había mordido la nariz del suizo para mostrar su disconformidad con la merecida tarjeta roja), como el culpable de la extensión inevitable de la enfermedad, que causaba la locura y el ansia homicida instantáneos. Obviamente, haberse cargado una selección nacional entera (dos, si nos ponemos reivindicativos) era una cosa muy fuerte para un país que adoraba el fútbol…, pero al menos por el momento la prensa había acatado las consignas gubernamentales de echarle las culpas a Ghana. Por supuesto, tales acusaciones habían desatado la ira del país africano, que acusó a su vez a España, entre otras consideraciones ciertas, de racista e irresponsable para con sus propias faltas. Pero esas recriminaciones, emitidas desde un país sobre el cual los españoles no sabían nada en absoluto —ni siquiera en qué parte de África se hallaba—, porque ni siquiera tenían un solo jugador de fútbol decente, era algo con lo que el partido gobernante podía lidiar. Y, por otra parte, imputar a Ghana como responsable de aquel futbolicidio, le permitía al presidente español echar pelotas fuera.

La oposición, tan desconcertada o más que su rival en el Gobierno, no dio pie con bola durante varios días, indecisos sobre cómo reaccionar ante el incidente o cuan mejor no sería plantearse si aquello se trataba, a fin de cuentas, de un suceso incluso positivo para la españolidad: así que convino en acatar provisionalmente la teoría oficial, al menos hasta que aprendieran cómo utilizar los sangrientos hechos en beneficio propio (en realidad, estaban encantados de que la selección catalana hubiese sido devorada, aun a despecho de haberse también malogrado los mejores jugadores de la española).

En cualquier caso, el mensaje estatal era: lo que ocurrió en el Camp Nou fue un incidente provocado por una modalidad radical de una rabia común; el incidente ha sido controlado por las fuerzas de seguridad catalanas, las más eficaces del Estado (porque ya se sabe que los catalanes son más serios trabajando); la rabia no se propagará más y no queda vivo un solo Rabioso.

Y así, todo el mundo contento. Bueno, o al menos mínimamente satisfecho.

Y en cuanto a los que disentían de la versión autorizada, había muchos más partidarios de una interpretación conspirativa sobre la naturaleza espectacular del incidente (aquellos que, como al principio el propio Pere, creían a pie juntillas que todo consistía en una ficción inventada por el Gobierno para distraer la atención del ciudadano de lo verdaderamente crucial —la crisis económica de gravedad galopante— y que algún día el propio Gobierno devolvería a todos los jugadores de fútbol sanos y salvos en un golpe de efecto fabuloso, sin precedentes tan sólo en los USA…), que los que pensaban sinceramente que lo visto por televisión era lo que de veras había ocurrido: un brote de contagio muy similar al fenómeno zombi.

Los españoles son un pueblo profundamente descreído, desconfiado y materialista: nadie les iba a hacer tragarse que el apabullante desenlace que habían presenciado entre los jugadores del Catalunya-España había sucedido de verdad. ¿Cuál era el truco? ¿Y qué consecuencias tendría?

Eso es lo que el presidente también quería averiguar.

Su coche oficial de cristales ahumados se deslizó por la franja de asfalto que penetraba en los dominios de la pequeña pero exquisita casa donde vivía el president. Éste esperaba cordial en el umbral de la puerta principal, todavía con su característico traje negro y esa predisposición que parecía siempre fruto de cierta tensión típica en un abogado sagaz y dinámico. La imagen del mandatario catalán era una mezcla de la eficacia gestora de un yuppie exitoso y un «desinteresado» amor a la patria que dispensaba a su reciente pero ciertamente triunfal zambullida en el campo político de una legitimación más que notable.

José Luis salió del coche por su propia mano y pie, y sólo el detalle de dejarse la portezuela abierta delató que no era habitual en él no ser asistido en tales acciones. Estrechó con calidez sincera la mano tendida del president pero lo remarcado de sus ojeras proclamaba a gritos la preocupación que le había carcomido durante las últimas jornadas. Por su parte, el gobernante catalán se conducía muy bonachón, como si le importara mucho más la celebración consumada del partido que su «resultado».

Sin más preámbulo, ambos pasaron a un salón de recargados muebles y doradas antiguallas provenientes del patrimonio familiar del president asentándose para confidenciar en dos enormes sillones de orejas, con la sola presencia de dos guardaespaldas; mientras hablaban, una criada sin uniforme, de origen latinoamericano, les servía.

El president ofreció al presidente un whisky, pero éste lo rechazó con una casi descortés distensión de los dedos: no estaba para hostias ni para Chivas. Ni siquiera le hizo gracia que el president se comunicara con su sirvienta en castellano…

—¿Qué pasó, Joan? Tú estabas allí —le abordó sin mayor circunloquio… y cuando José Luis iba al grano, era motivo para alarmarse.

—Bueno —se justificó el president—, yo estaba allí y no estaba allí, porque en cuanto empezó la mandanga salí disparado para ponerme a salvo.

—¿Qué sucedió? —insistió el presidente.

—Para serte sincero, creo que simplemente fue lo que parece.

—Pero eso es imposible —intentó rebatir José Luis—. Aceptar eso sería… demencial.

—Yo no le veo otra explicación.

Ambos se miraron largamente a los ojos. El visitante tuvo un palpito de que su anfitrión estaba siendo honesto con él. Acumulaba demasiada experiencia en el juego político para no intuir cuándo alguien decía la verdad, porque casi siempre todo eran mentiras, todo el tiempo. Además, si Joan se semejaba en algo a él, era en su talante pragmático: como decía Sherlock Holmes, cuando sólo quedaba una explicación imposible para un enigma, entonces se trataba de la única opción posible.

—Zombis —chascó el presidente con aprensión al desenmascarar la temida palabra.

—Zombis —confirmó el president—. Pero zombis, zombis.

—Madre mía… Pero ¿tú sabes lo que me estás diciendo, Joan?

—¿Qué quieres decir, José Luis? —El catalán se esforzó en adivinar si el español le veía a aquel enfoque del incidente alguna función utilitaria, como tan a menudo solía hacer con todo: ¿qué hacía un buen político, si no?—. Esto de los Rabiosos…, ¿es algo bueno o algo malo lo que te estoy diciendo?

—Es nefasto, funesto. —El presidente encabalgó dos de sus palabras favoritas—. ¿Me estás diciendo en serio que tú crees que eso que ocurrió allí fue un ataque zombi en toda regla? ¿Zombi zombi? ¿Como en las pelis que les gustan a mis hijas?

—A ver, José Luis…

—No me seas catalán y dime de verdad lo que piensas —zanjó el presidente con una rudeza cercana a la grosería.

—Yo, con la mano en el corazón —el president era un político relativamente nuevo en la plaza y todavía se creía que así iba a impresionar al presidente—, te digo que si tuviera otra explicación para lo que vi, sería el primero en proponértela. Cualquier explicación es más plausible que ésta. Pero lo que yo vi fue a un arbitro zombi convirtiendo a veintidós jugadores en zombis y comiéndose todos entre ellos.

Un espeso silencio se posó sobre los dos líderes nacionales. El salón, algo apenumbrado a esa hora a pesar de la bonita araña de desmayada luz que los contemplaba desde el techo, dotaba de un tibio revestimiento de depresión suplementaria a la materia en discusión.

—¿Y qué has averiguado tú? —reclamó el president, poniendo esa cara de niño aplicado y bueno que tantos votos le había reportado—. ¿Qué te dicen los científicos?

—Buf —bufó el presidente—. Que nunca habían visto nada así. Que, efectivamente, los restos analizados parecen pertenecer a seres que hubieran sufrido una suerte de… mutación. Una mutación de ritmo aceleradísimo. Pero que la cadena de ADN de estos restos recogidos es totalmente inestable. O, en sus palabras, «científicamente imposible».

—¿Científicamente imposible? ¿Eso te han dicho los expertos?

—Así es. No me fío mucho, porque son todos españoles, pero en Estados Unidos me dicen que no, joder, que los nuestros son gente estudiada y con diplomas en universidades yanquis, que me tengo que fiar —el presidente suspiró con holgura—. Y si tú encima me dices que te parecieron zombis de verdad…

—Hombre, sólo hay que ver las imágenes.

—Ya, pero hasta a mí me parece todo un truco de Hollywood. ¿No crees que a lo mejor Obama o la alemana nos están tomando el pelo? ¿Por aquello de apretarnos los huevos un poco y que nos pongamos ya las pilas con nuestra política económica?

Aquella hipótesis era tan descabellada que a los dos les resultó sumamente atractiva e incluso deseable, dadas las circunstancias.

—Entonces —recapituló el president—, ¿lo de anunciar oficialmente que sean zombis no lo ves una buena táctica? Tenlo en cuenta: sería una bomba mediática, como ya lo han sido las imágenes… y adiós a la crisis. Nadie le prestaría nunca más la menor atención.

—¡Joder, no! —protestó José Luis—. Tío, no estamos en Estados Unidos, que es un país de crédulos. ¿Tú te crees que yo puedo salir aquí diciendo que sí, que los sucesos del Camp Nou fueron lo que parecieron, una invasión de zombis antropófagos? ¡Se me echan encima! ¡Me llaman de todo! ¡Los sindicatos aducirían que me he vuelto loco y que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de evitar el debate económico y laboral!

—Pero los científicos también lo dicen, hasta donde sabemos.

—¡Y qué! La prensa replicará que les pagué yo. Lo que yo te diga —precavió José Luis, en quien hasta las exclamaciones sonaban comedidas… lo cual no inhibía la furia fustigante en sus labios fruncidos—. En España jamás creerán algo así. Somos una pandilla de necios cínicos sabelotodo. No colaría lo del ataque zombi, ¡por muy real que sea! Y el asunto se volvería contra mí. Dirían que ha sido demasiado evidente mi intento de distracción. Los polemistas y opinadores se burlarían; las masas, más aún… Y de la burla pasarían a la cólera. Me avasallarían pidiendo mi dimisión, se recrudecería su indignación conmigo, los del 15-M intentarían lincharme… ¡Aunque todo lo que dijéramos fuese la pura verdad! Para cuando se demostrara que la teoría zombi era cierta, habrían pasado varias semanas o meses hasta que nuestra mentalidad de cenutrios la digiriera, hasta poder asumir esa fantasía increíble como una realidad… No, no… —Negó con la cabeza, ya convencido por su propia oratoria—. Tenemos que echar mano de alguna otra justificación inventada que sea más realista, más prosaica… Estos Rabiosos del Camp Nou tienen que ser unos contagiados más creíbles, más de estar por casa, no podemos darle al asunto ningún toque sobrenatural.

Los ojos de José Luis se perdieron en el mueble bar.

—¿Qué es eso? —preguntó, casi incrédulo.

La mirada del presidente estaba acostumbrada a todo tipo de parafernalias, enseñas y colores pertenecientes a los muy variados y a veces extravagantes entornos de sus compañeros políticos, dentro y fuera del partido, cuando los visitaba en su hábitat natural: banderolas de equipos de tercera división, escudos nobiliarios, reliquias de todos los credos, sellos de logias de las que nunca había oído hablar o incluso fotos compartidas con los más variopintos personajes, desde el Papa hasta presentadores de televisión, pasando por animales vivos y muertos de toda calaña y plumaje.

Pero lo que nunca habría imaginado encontrarse, en medio del salón de la casa del president más nacionalista, catalanista e independentista de la historia de la Generalitat, era… ¡un retrato de Franco!

Porque sí, por muy inconcebible que fuera, de eso se trataba: del careto de Franco, destacado dentro de aquel marco suministrado por una bandera ¡española para más inri!, estampada en torno al lomo de lo que parecía una vulgar botella de vino.

Se levantó como poseído por algún espíritu audaz e inspirador y se aproximó a la botella. Estaba colocada descuidadamente sobre la repisa de un armario de medio cuerpo, casi (sólo casi) rezagada frente a la hilera de horteras fotografías familiares con marco de plata. La tomó en sus manos y sopesó. ¿Qué demonios hacía allí aquella botella con el retrato de una figura abominable que había marcado el siglo XX español y que, además, a buen seguro el propio president aborrecería con todo su ser?

Ésa era, ni más ni menos, la pregunta que se dibujaba en su expresión cuando se dio la vuelta hacia el dirigente catalán con la botellita de marras en las manos.

—Me la tiraron durante el partido…, querían darme en la cabeza —se explayó el president, como si se refiriera a un trofeo de caza—. Me pareció gracioso guardarla.

—A mí también me han hecho siempre gracia estos suvenires. Y me hace especial gracia haberlo encontrado aquí —el presidente obsequió al president con una entonación afable por primera vez—. Joan, ¿me la regalas? Algo me dice que en esta botella hallaré una respuesta que disipará mis apuros actuales.

—¿Una respuesta? No creo que sea un vino muy bueno… —discrepó el catalán—. Es mejor tenerlo como simple trofeo chorra.

—Yo estoy convencido de que me inspirará —el leonés era inflexible en su brusca apropiación de un material ajeno—. Me lo beberé a tu salud.

El president se avino a aquel robo descarado, más sorprendido que agraviado: lo mismo había hecho tantas veces con Catalunya el mismo tipo de truhanes… Además, él tampoco sabía muy bien por qué demonios había decidido guardar una botella con el retrato del abyecto dictador español… ¡y mucho menos exhibirla en su salón!

Era como si alguien se hubiera empeñado en hacerles figurantes de una obra maldita que aún no comprendían.

El presidente se marchaba ya hacia la salida de la casa, sin siquiera despedirse, cuando una súbita ocurrencia le hizo volverse:

—Por cierto… —Su expresión se pintaba ahora algo más relajada e, incluso, animosa—. ¿Estamos seguros de que nadie sobrevivió a la infección?

El político independentista sacudió su hermosa testa de modelo de peluquería:

—Nadie. La infección la introdujo el arbitro suizo. Yo sí que sigo en mis trece de que la trajo de fuera, de algún otro país. Y no se conoce de ningún otro caso de rabia repentina en un humano, al menos en Barcelona, aunque YouTube está petado de falsas grabaciones y parodias de chavales fingiendo tener el contagio y jugando a ser Rabiosos. Pero creo que por ese lado lo tenemos controlado.

El presidente sonrió:

—Entonces aún queda una esperanza… Aferrémonos a la versión de la enfermedad contraída por el arbitro en el partido de Ghana-Congo. Todos sabemos que es una explicación ridícula, pero a falta de algo mejor, si no hay más novedad ni se producen más víctimas, colará como justificación de un incidente aislado y podremos olvidarnos del asunto…

—José Luis —le interrumpió el president—. Perdona la indiscreción y vaya por delante que estoy encantado de que salgas con tan buen humor de mi casa, pero ¿por qué de repente pareces…, de golpe y porrazo…, jolines, tú, yo diría que optimista?

Y, en efecto, la sonrisa que el presidente le dedicó podía definirse como impecablemente radiante:

—Porque, dímelo tú, querido Joan… ¿Qué posibilidades había de que yo me topara en la casa del president más antiespañolista que ha existido con un…, CON UN RETRATO DE FRANCO?

Y el presidente español enfiló él sólito hacia la puerta de salida, carcajeándose todo el recorrido con expansivo júbilo, insólito en un político de su calibre.