Interludio I

Las bajas esferas

¡La sombra sabe!

The Shadow, WALTER B. GIBSON

La hierática figura bajó del coche oficial y enfiló sus torpes pasos hacia la entrada de la Moncloa con vaivenes de botarate. Los ademanes frankensteinianos del líder del principal partido de derechas —que ejercía la oposición al principal partido de izquierdas, en esos días al mando del Gobierno español— constituían quizá su más clara desventaja ante la opinión pública.

Su estatura era considerable y tenía buena planta, pero se movía envarado, y sus argumentos políticos adolecían también de dicho agarrotamiento, lo que contribuía a que el juicio popular se tomara un poco a chirigota su liderazgo.

Frente a él, en lo alto de las escalinatas que daban entrada al palacio de la Moncloa, le esperaba el presidente.

Siguió un efusivo apretón de manos. Al visitante le irritaba la sincera cordialidad con que el primer mandatario le saludaba siempre: el hecho de que le tratara con tanta afabilidad no dejaba de parecerle una muestra de menosprecio a su categoría como rival, como si el otro no temiera en absoluto su competencia. Y si hubiera podido sumergirse en los pensamientos del jefe de Estado para corroborar su impresión, habría comprobado que, en efecto, así era: el presidente le desdeñaba abiertamente.

—¡Hombre, Mariano, qué bien te ves! —le celebró su insoportablemente amable anfitrión.

—Bueno, bueno, José Luis… —respondió lacónico el susodicho, quien no quería dejarse arrastrar por la corriente de simpatía del otro, y menos ante las cámaras: no era cosa de minimizar el grave asunto por el que había exigido entrevistarse con el presidente. Sin embargo, no pudo por menos de reconocer, con cierta afectación que muy de vez en cuando consentía en asomar—: Aunque tú tampoco te ves nada mal…

Ambos posaron con la mejor de sus sonrisas, que en el caso del político visitante no significaba gran cosa, ante los numerosos fotógrafos apostados a pie de escalón. Después se retiraron a la salita de reuniones donde, cómodamente sentados, permitieron que les tomaran nuevamente fotos durante cinco minutos más. Y, tras aceptar el café servido por una sirvienta de palacio, por fin iniciaron su conversación a puerta cerrada:

—Tú dirás… —comenzó el presidente, cediendo cortés el saque a su contertulio.

—Sabes perfectamente por qué he venido, macho… Lo del partido España-Cataluña es algo inadmisible en ningún país, por multicultural que sea, y tú eres perfectamente —aquí recalcó el adverbio, y de paso, una vez más, sus limitaciones expresivas— consciente de eso, no me jodas.

El presidente esbozó una sonrisa maquiavélica mientras sorbía un poco de aquel fabuloso café colombiano que le preparaban cada mañana. Comprobó con satisfacción que Mariano no lo probaba, incapaz de deponer un flanco en armas para descubrirlo a la relajación o la improvisación, lo cual venía a demostrar su escasa habilidad para el juego político. Por su parte, cuando José Luis se reunía con el líder de la oposición le gustaba hacer aflorar su lado más atildado, para dejar en evidencia y por contraste el talante de cabrero que en el fondo definía la esencia de su rival.

—Bueno, tú sabes que yo abogo por dar margen a las autonomías; es la mejor manera de evitar enfrentamientos y radicalizaciones.

—¡Ja! —exclamó el paladín conservador—. Por favor, no me tomes por tonto. Todos sabemos por qué has aprobado, casi diría que promovido, ese partido que prácticamente significa el reconocimiento de Cataluña como nación… España está en su peor momento económico, con la gente en la calle sin oficio ni beneficio, y sin perspectiva de que se vayan a crear puestos de trabajo… Estamos al borde del caos anárquico, la población se echa a las plazas para protestar… ¡Y tú te pones a organizar partidos de fútbol entre España y Cataluña!

—Ahora es cuando más necesitamos tener contentos a nuestros aliados catalanes, para que sigan pechando y cooperando con sus empresas y sus impuestos hasta sacar a España del agujero… —objetó el presi.

—¡No me vengas con gaitas! —saltó el líder de la derecha, literalmente, sobre la poco apropiada sillita Luis XIV—. ¡Reconoce que todo es una maniobra de distracción! ¡Sabes perfectamente —y van…— que si hay algo que distrae a los españoles de su mísera realidad es el fútbol! ¡Es la táctica más vieja del mundo! La situación está tan jodida que no se te ha ocurrido otra cosa para desviar la atención de los ciudadanos que dar luz verde a un partido que trae a colación la cuestión que más calienta los ánimos en España. ¡Más que la crisis, incluso!

—No creo que el ciudadano español sea tan inmaduro como para olvidarse de la crisis por un simple partido… —argumentó cínicamente José Luis.

—¡Un partido que pone sobre el tablero la independencia de Cataluña! —El gallego se enervaba por momentos, otro de sus grandes defectos políticos—. ¡España está a punto de romperse por tu culpa, justo cuando necesitamos más que nunca que todos nos sintamos unidos!

En esa tesitura dialéctica, el presidente borró de su faz la expresión de cordialidad y benevolencia que hasta ahora había regido en su rostro, y en su lugar la sustituyó por un yelmo de inhumana imperturbabilidad. Parecía que había llegado la hora de poner las cartas boca arriba.

—Marianín… —De nuevo se tomaba al representante opositor un poco a chacota—. Tú sabes que España no va a durar cien años más. Desde 1898 llevamos una espiral de decepción nacional y de desarraigo de la gente para con sus señas de identidad que terminará con seguridad con el concepto de España en no demasiado tiempo. También sabes que los catalanes no se independizarían si España tuviera un proyecto de prosperidad conjunta. España, España… ¡España se acabó! ¿Qué importa acelerar un poquito su deceso si hacemos más felices a nuestros ciudadanos?

Mariano desorbitó los ojos, que le empezaron a lagrimear contra su voluntad: no podía creer lo que estaba oyendo. ¡El propio presidente, de raigambre leonesa para más inri, declaraba como quien habla del tiempo que estaba poniendo en la picota, sin mayor renuencia, la indivisibilidad del país que le había visto nacer y escogido en las urnas! Se quedó sin palabras y comenzó a lloriquear como un niño enamorado de los Reyes Magos al que le cuentan la verdad. Él no podía evitar querer a España, de una manera estúpida y sincera.

—Vamos, vamos —le consoló José Luis, profesando su afectuosidad habitual, al tiempo que ejecutaba unas palmaditas de compromiso sobre los acongojados hombros de su invitado—. No se acaba el mundo…

—¡NO, EL MUNDO NO! ¡SE ACABA ESPAÑA! —gritó el otro, displicente—. Dios mío, tenía que haber traído la grabadora… El pueblo español no puede desconocer tus palabras… Esto es una traición en toda regla. Tengo que desvelarlo, ¡tengo que explicarlo! El pueblo soberano tiene que saber lo que te propones. ¡Se lo chivaré al Rey; él sí tomará cartas en este asunto!

Ahora las facciones de José Luis se endurecieron el triple, si cabe, y sus ojos adquirieron una verdosa luz interior de impersonal iniquidad:

—Mariano, vamos a ver si nos entendemos… —El presidente se arrimó más a su contrincante, su tono de voz más rígido pero aún afectuoso—. Hay algo que deseo confiarte… ¿Cómo podría expresarlo para que no suene tan agresivo como parece?

Mariano le miró desconcertado, sin saber adonde quería llegar su envidiada némesis política.

—Hay un fenómeno en tu partido que siempre me ha chocado y sobre el que me gustaría consultarte —el presidente no miraba ahora a los ojos de Mariano, sino hacia la taza de café vacía con la que jugueteaba entre sus dedos—. Como tú sabes, mi partido siempre se ha preocupado de los avances sociales, especialmente en lo que incumbe al respeto hacia las minorías. Ello nos hace extremadamente sensibles para con el colectivo gay. Hemos luchado muchísimo por la apertura mental en ese campo y para que los gays obtengan no sólo el respeto de sus conciudadanos y de la sociedad en conjunto, sino también para que puedan conseguir las mismas ventajas y condiciones sociales y legislativas que los heterosexuales, como bien sabrás. No en vano hemos sacado adelante la legalización del matrimonio homosexual, al que tu grupo se opuso siempre con denuedo.

Mariano notó que se le secaba el paladar… Empero, siguió atendiendo, ahora ya con media sonrisa, apaciguado y contenido el rictus cruento que había adoptado su rostro.

—Pues bien… —continuó José Luis—. Lo que no logro… cómo diría… conciliar en mi cabeza es (y de eso trata mi consulta a ti, que seguro sabes más del tema que yo) lo siguiente: ¿cómo es posible que siendo mi partido el que ha batallado siempre en pro de los derechos igualitarios de los gays, sea tu partido el que está —y de pronto, los acerados ojos del presidente se alzaron y contemplaron con despiadada fijeza los de su antagonista— trufado de maricones, desde los más insignificantes miembros de las bases hasta los más escogidos puestos de las élites? Si hasta acuñasteis un nombre para definiros. ¿Cómo os llamáis entre vosotros… maripeperas?

Mariano sintió que su cutis enrojecía desde la raíz de la barba hasta las pronunciadas entradas de su apelmazada cabellera. Los ojos del presidente no ofrecían opción a la duda. Lo que aquellos ojos estaban diciéndole era: «Destapa ante la prensa y el pueblo que yo soy un apátrida, y yo destaparé lo que eres tú, bonita.»

Un temblor involuntario se apropió de los miembros del gerifalte opositor: sus piernas y brazos comenzaron a danzar como si le hubiese asaltado de golpe un telele o su alma se hubiera arrancado a un baile de san Vito.

Por un momento imaginó qué podría pasar si decía adiós a la tapadera que era su vida familiar y dejaba que el mundo aceptase la revelación de quién era él en realidad (y que su esposa era en verdad… ¡su mejor amiga!), pero tal perspectiva le inyectaba tal mareo a su ser entero que le resultaba imposible afrontarla sin desmayarse.

Sin embargo, ¿no requería la salvación de su patria que él diera un paso adelante, aunque fuese para proclamar bien alto cuál era su naturaleza sexual? ¿No exigía la unidad de su NACIÓN que él confesara que era MARICÓN?

—No estás preparado —le apuntilló con sorna el presidente como si fuera la cachazuda voz de su conciencia—. No estás preparado para tirar toda tu vida por tierra y asumir públicamente, ante la población que te ha escogido… esa población reaccionaria y homófoba… cuál es tu verdadero yo.

Mariano habría deseado contestarle que por su bandera estaba dispuesto a todo. Pero una cobardía íntima que se remontaba a una vergüenza infantil ante sus mayores, ante la tradición varonil que demandaba su propia ideología, le hacía recular y persistir acurrucado dentro del cascarón, enmudeciéndole de por vida. Nunca sería capaz. Él lo sabía. Y lo peor era que el presidente también.

—Estamos los dos agarrados por los huevos y tú sabes que yo no dudaré en ser el que apriete más fuerte —lapidó José Luis, y tras unos segundos de tensión, al ver que su presión había recabado los frutos de inhibición deseados, se concedió a sí mismo que el relajo y la sonrisa volvieran a instalar una radiante estampa en su semblante—. Veo que nos entendemos, aunque tú entiendas más que yo —emitió una risilla roedora ante la supuesta sagacidad de su propio chiste—. En todo caso, ha quedado claro que ese partido se celebrará.

Mariano agachó la cabeza. Por una vez, el relieve campesino de su tez reflejó mayor expresividad de la que sus rasgos, toscos y propios de una efectiva máscara aplicada por ese imbatible equipo de efectos especiales que propicia toda una vida fingiendo una mascarada, solían acusar. Su catadura de neutralidad robótica adquiría ahora una pátina de pesadumbre fatalista en la que solamente los ojillos, con la desesperada viveza de unos ratones puestos a hervir, se removían inquietos y llenos de aprensión. Buscaba una salida digna y no sabía dónde hallarla.

De pronto fue consciente: sencillamente, no había otra salida que la que su espíritu y su cuerpo se negaban a tomar. No, no había otra posible. Tenía que asumirla, aunque ello conllevara el fin de su carrera política y, lo que es peor, el fin de su familia y el escarnio de las gentes que hasta entonces habían depositado su confianza en él. Conocía el carácter del tradicionalista español: jamás le perdonarían lo que considerarían su debilidad íntima, el oprobio absoluto para cualquier adalid de la derecha.

La muerte en vida.

¿Estaba dispuesto a semejante sacrificio? ¿A convertirse en un muerto viviente para la política de su país?

Él mismo se sorprendió al responder en su cabeza afirmativamente.

Un alivio tremendo empezó a instaurarse en sus miembros, que cejaron en sacudirse. En el fondo, ¿no era eso lo que quería? ¿No era tiempo ya de presentarse al mundo tal como siempre se había sentido? ¿No era el día de mostrarse ante los demás, y sobre todo ante sí mismo, como el hombre que siempre había sido? ¿No era la hora de terminar con la mentira de su vida pública?

Se levantó y el ensimismamiento de su actitud despistó por un instante al presidente. ¿Qué le pasaba ahora a la vieja maricona? ¿No estaría pensando en hacer una locura?

Pero cuando Mariano se despidió de él con la mano casi inerme, supuso simplemente que se había resignado a la realidad, como siempre.

Sin embargo, la resignación de Mariano era otra: era la resignación de quien permite por fin que la verdad prevalezca. Ya no lo hacía por España: lo hacía porque estaba harto de que toda su existencia fuera una mixtificación, un peso muerto que ya no podía soportar. Qué alivio poder decir lo que uno es de verdad. Por una vez. Por una vez decir una verdad. SU verdad.

Encaró el pasillo y la salida de Moncloa con la mente despejada. Por fin veía claro. Prefería autoinmolarse a que un mal presidente llevara su país a la degollina.

Curiosamente, el presidente le seguía a unos pasos sin quitarle la vista de encima, como si ahora el apocado y desconfiado fuera el jefe de Gobierno. Claro que sí: no en vano era quien al cabo de unos minutos iba a tener más cosas que ocultar y a quien más le iba a doler que la verdad se abriera paso, con o contra su voluntad.

Cuando Mariano salió al patio delantero, resurgiendo a la vista pública, decenas de clics fotográficos se dispararon una vez más ante su aparición. El líder de la oposición se dirigió hacia un estrado y pegó su boca al micrófono enhiesto para escupir lo que su pecho ya no podía reprimir por más tiempo:

—Queridos amigos periodistas, querida nación, tengo un mensaje muy importante que comunicar tras esta reunión. Quiero ser el primero en hablar para hacerles una confesión sincera y rotunda que sin duda les conmocionará y que deben saber por mi boca. —Aquí tomó aire para acometer la frase reveladora y consecuente—. Soy mari…

Mientras hablaba, sintió que su iPhone vibraba con urgencia. Consultó rápidamente la pantalla y este mensaje recién recibido fue el que causó su súbita interrupción ante los micrófonos:

«Mariano, carallo, no hagas NADA para impedir el España-Cataluña. Tiene que jugarse. TODO está en marcha: nuestra causa GANA.» La firma, extraña a ojos ajenos y profanos pero no a los suyos, rezaba así: «O teu segundo Deus galego».

El líder de la oposición carraspeó y, recuperando su habitual rigidez de autómata, prosiguió en nuevos términos cuáles eran sus conclusiones:

—Soy mari… marido fiel y padre preocupado, como la mayoría de los españoles, porque este partido España-Cataluña representa un contrasentido, un mal ejemplo y una ridícula falta de respeto a la Constitución y todo lo que contribuye al sano funcionamiento de nuestra nación. Sin embargo, nos parece tan absurdo el concepto de permitir e incluso promover desde el Gobierno un evento deportivo y social tan contrario a la voluntad verdadera del pueblo, sumido en demasiadas inquietudes y necesidades acuciantes para perder el tiempo en estúpidos caprichos minoritarios y pamplinas nacionalistas, que desde el Partido Populista preferimos hacernos a un lado y dejar que el Partido Solipsista se estrelle solo en la celebración de ese acto patético, que deja a las claras lo que el Gobierno está haciendo para sacarnos de la crisis: organizar partiditos de fútbol alentando el separatismo para una vez más tomarle el pelo al ciudadano medio…

Mientras Mariano continuaba pronunciando tal farragoso y anodino discurso con su mediocridad tonal de costumbre, justo detrás, en un respetuoso segundo plano, el presidente sonreía para sí con deje ladino, absolutamente esplendoroso de cara a los demás presentes, mientras pensaba con astucia picarona: «Con un líder así, ya puede venir el Apocalipsis, que estos inútiles jamás nos van a quitar la poltrona.»