Epitafio
Ecce ¿homo?
—Y dicen que ganamos la guerra —dijo.
—Nadie la ganó.
—Los mosquitos la ganaron.
Soy leyenda, RICHARD MATHESON
Don Manuel le bisbiseó dónde podría localizar a su presa.
El viejo salió de la basílica sin siquiera despedirse de nadie: aquellos Rabiosos no valoraban los modales, dado que los modales se inventaron para respetar al prójimo y allí no se ejercía ese código. Así que echó a caminar sin dudas de su orientación ni vaya con Dios ni monsergas desde San Lorenzo del Escorial hasta el centro de la capital. No necesitaba escolta ni gaitas.
Y, por el camino, se fue recreando en la visión, casi cuarenta años después de haberlo visto por última vez, del Madrid que tanto amaba.
La ciudad, después de la debacle vivida, estaba obviamente desierta de seres humanos. Ahora les tocaba a los nuevos seres al mando registrar las casas y edificios, para rastrear sus nuevas víctimas. Los humanos supervivientes se habían encerrado y escondido como ratas asustadas de aquellos feroces gatos, que no ofrecían posibilidad de negociación o armisticio: sólo la muerte a dentelladas o a dentelladas transformarse en otro masticador de humanos.
Las tripas del cuerpo que le habían implantado —aunque implantar era un término demasiado sofisticado para el mero adose de piezas al que habían procedido para recuperarlo— interpretaban ya el himno de España en su vientre, de la mucha hambre que le asaltaba, pero él siempre había sido un hombre —¡ese hombre!— de apetito frugal, capaz de soportar la comezón del estómago con espíritu espartano.
Así que varias horas después, ya de anochecida y sin que hubiera apretado la marcha, arribó a la calle Serrano de Madrid, donde sabía que encontraría, siguiendo las indicaciones de don Manuel, su primer plato.
La puerta del zaguán a la que encaminó sus pasos estaba cerrada, pero así y con todo desmanteló su pantalla de cristal con un certero manotazo y lo atravesó sin mayores cuitas. El portero, ya convertido en uno de los suyos, estaba mirando una revista guarra llamada Men’s Health: la boca se le hacía agua y los ojos chiribitas hojeando aquel catálogo de ejemplares tan suculentos y bien cebados. Reconoció a su visitante enseguida y se arrodilló emocionado, como si se le hubiera aparecido la Virgen.
No se quedó contento hasta que el viejo le regaló uno de sus dientes más sueltos, de recuerdo. Luego, el vejete subió las escaleras, pues su esencia de soldado nunca había sentido excesivo aprecio por los ascensores: eran buenos sitios para las encerronas.
Después de recorrer varios tramos de escalones y cruzar por varias plantas sin apariencia de estar habitadas, llegó a la más elevada de aquel elegante edificio de apartamentos de clase alta. Fue a llamar a la puerta con el puño, pero no calculó bien su nueva fuerza y la puerta cayó cuan larga era en el interior del piso (como le ocurría a Cassen en aquella escena tan divertida de 07 con el 2 delante, rio al recordar). Se encogió de escápulas y penetró en la estancia sin mayor tarjeta de presentación.
El salón era grande, pero el dormitorio era aún más inmenso. Ahora entendía por qué a su presa le gustaba tanto encerrarse allí.
Cuando se asomó a la habitación, comprendió que sus ocupantes aún no se habían apercibido de su presencia ni escuchado el vehemente anuncio de su llegada con el desplome de aquella puerta.
Era un dormitorio, como ya he adelantado, inmenso, reclamado en su totalidad por una cama igualmente inmensa, de superficie concebida para las orgías más desenfrenadas y multitudinarias, y construida para la ocasión por expreso y lúbrico deseo del personaje que el viejo buscaba y que acababa de hallar.
Aquel día, sobre aquel colchón se refregaban las chichas dos únicos seres humanos de sexo opuesto, convencidos de que la puerta cerrada a cal y canto con mil vueltas de cerradura era bastante barrera para aquella inoportuna invasión de Rabiosos o que los invasores respetarían en última instancia la jerarquía máxima del varón en cuestión.
El viejo experimentó una repulsión mayúscula al contemplar aquellos dos mamíferos de grandes pliegues y curvaturas amontonados el uno sobre el otro, en una danza montaraz de espasmos y convulsiones que parecía mentira que fueran provocados por el prosaico contacto de aquellas mollas crudas. Había entre aquellos cuerpos precisamente lo que le faltaba al suyo y a los de los suyos: había electricidad.
Se le antojaba el acto más inmoral y cochino en que dos seres pudieran enzarzarse.
Era un concepto aberrante y un tabú insultante para su raza.
Por eso no pudo aguantar aquella visión mucho más de un minuto.
—¡Jjjjuaaaannn Carrrrrlooooosssss! —farfulló con la dificultad del novicio, intentando encajar las dos mitades de la boca en una misma pronunciación, aunque la rígida apretura de la cinta adhesiva que le rodeaba la cara por la frente y la barbilla resultaba claramente insuficiente para garantizar la coordinación de ambas partes. Ni las dos lenguas se ponían de acuerdo, tú.
El septuagenario que cubría a la hembra cincuentona se revolvió con incomodidad sobre la vagina penetrada al darse cuenta de que su coito estaba siendo espiado por alguien ajeno a su juego sexual. Destaponándose de su amante, a la que era fiel desde hacía muchos años, se volvió moderadamente turbado, más afectado por el tono de voz, que percibió mosqueantemente familiar.
Sus facciones de morsa abotargada reaccionaron con sorpresa y, para alegría del otro viejo, con franco regocijo. Le había reconocido pese a la cinta aislante que le cruzaba las dos fracciones de jeta y pese a que el cuerpo al que le habían empalmado la cabeza a base de grapas, dejándosela ligeramente suelta, era mucho más alto y grueso que el original.
—¡Tío Paco! —gritó el venerable mamífero desnudo, saliendo de la cama y corriendo a abrazar a su aún más viejo mentor, mientras su pene iba chorreando semen por doquier, manchando los inmaculados pantalones caqui, ridículamente pequeños respecto de aquel corpachón, con el esperma mal proyectado—. ¡Como vez, eztoy hecho un chaval!
El viejo procuró apartar de sí el abrazo osuno del otro, sobre todo al notar contra su ombligo el miembro todavía semierecto de su pupilo.
—Quita, quita… —balbució con humildad, para terminar cortante—. ¡Que te quiteees!
Pero el hambre le pudo más, hasta el punto de contradecirle a él mismo y, sin previo aviso, practicó un bocado de narices sobre la clavícula de su ex tutelado. El hombre le miró de hito en hito, asombrado del proceder de aquel señor a quien siempre había venerado, que le formara y moldeara ideológicamente durante su juventud, y que ahora regresaba después de cuatro décadas para comerle el deltoides.
—Pero…, pero… —murmuró, mientras el viejo le masticaba a conciencia el pectoral (el hambre apretaba) y se resignaba a ponerse los pantalones perdidos: ya no sólo era semen lo que expelía el majestuoso pito de su ágape vivo, ahora los últimos resquicios de humanidad en el cuerpo atacado respondían a los estímulos de miedo propios de su especie, desalojando de su organismo gran cantidad de orina que calentó los muslos de su verdugo.
Pero el viejo decidió que ya era suficiente. No pretendía acabar con su antiguo protegido, tan solamente extirparle su humanidad. Además, él con unos bocaditos ya tenía más que de sobras para ir tirando. ¡Con la gazuza que había pasado en sus campañas de África!
Se separó de su víctima y fue testigo de cómo la infección se apoderaba de aquella criatura inferior.
Mientras, la hembra de la cama se había acurrucado en el extremo opuesto, horrorizada ante la escena que se veía obligada a presenciar. De pasado «vedetero» y probada experiencia en elmundo del cine de destape, no se cubrió con las sábanas, como al viejo le hubiera agradado (nunca había sido persona de gustos voluptuosos, y menos ahora, que ni siquiera era persona), sino que se limitó a mirar el ataque del recién llegado con los ojos como platos y las tetas como sandías. Podría al menos tratar de tapar con sus manos las raíces de ese rubio de pote tan horroroso, pensó el viejo.
—Reyecito mío… —susurró la mujer entonces, aterrada.
Pero su reyecito ya era una criatura infrahumana más, un Rabioso dominado por los más bajos instintos primarios: más bajos aún que los que ya le habían dominado en la vida mundana. Con unos apetitos carnales algo distintos de los previamente satisfechos, observó a su amante con los ojos inyectados en sangre que fluctuaba por la esclerótica como una plaga letal.
—¡Quéeee bárbaraaaaa…! —apreció el nuevo monstruo, repasando con sonrisa complacida los cueros ya levemente macilentos de la res que lo veía y no lo creía desde la cama gigante.
El viejo y su discípulo intercambiaron una sonrisa ladina, mediante la cual cada uno acordaba de modo tácito repartirse equitativamente la vieja rubia, y ambos escalaron a la cama para dar comienzo al banquete.
El ex amante escogió la mitad inferior de la ex querida. Retrepándose sobre el colchón, tomó el pie de la fémina y se lo plantó en la boca como si fuese un bocadillo de queso, lo mismito. Aquella golosina viviente gritó de dolor y horror combinados, pero fue un grito breve, pues el otro Rabioso se le lanzó a su vez sobre el pescuezo, como un zopilote, rasgando y destrozando su tráquea y con ella sus cuerdas vocales.
Los dos vejestorios se alimentaron como leones famélicos de la chati hecha lonchas. Llegó un punto en que ambos tenían las cabezas casi a tocar de cuernos, dado que el recién llegado permanecía inclinado sobre el torso cuarteado de la pieza servida, mientras que el educando de sus entrañas se lo pasaba pipa degustando las de su manceba, hurgando en la barriga abierta de su barragana y tascando mollejas con su dentadura postiza.
De repente, el más anciano soltó una interjección de asco y levantó la cara, incrédulo de aversión:
—¡Qué grima! Pero ¿QUÉ COÑO ES ESTO?
Acababa de hincarle el diente a una de las abultadas tetas, y ahora un líquido glutinoso y transparente resbalaba por sus morros.
—Eoooo noooo eee omeeeee —advirtió su gangoso compañero de cama y mesa, volviendo a lo suyo.
—A ver si aprendes a hablar, que cada día te entiendo menos —le reprochó el viejo, aunque ya le daba por perdido.
Acto seguido, tasto con la lengua aquella sustancia correosa que embadurnaba su hocico, pero concluyó que era definitivamente repulsiva.
«Y yo que siempre había creído ser un hombre de tetas», pensó mientras procedía a desgarrarle a la muerta la parte mucho más tierna del sobaco.
En ese momento empezaron a caer las bombas.