9
Alimentando la bestia
Hombre, yo dispararía sobre una negra vieja y fea. Pero sobre una blanca… ¡jamás!
El signo del Coyote, Guión de JOSÉ MALLORQUÍ
¿Qué es lo primero que se siente cuando, contra toda previsión, se comprueba que el ser que puede matarle a uno no continúa amarrado y ni siquiera está donde debería estar?
Yo se lo diré: un miedo cerval a volver la vista.
Eso es lo que sintió en ese momento Eva, por encima de su preocupación, por encima de su cariño, por encima de su amor, por más puros que fueran sus sentimientos. Lo que le acometió de primera mano, de manera instantánea y visceral, fue un terror que en lugar de calentar su sangre y hacerle brincar como sobre ascuas, le congeló en cuclillas a ras de la pared, escarchando hasta la inoperancia su sentido racional.
El animal ganó.
El animal de su interior le decía que no se moviera, que procurara pasar desapercibido, o quizá que se abandonara y permitiera que todo acabase de una vez por todas.
Permaneció así, sin volver la vista atrás, sólo con el rostro ligeramente ladeado hacia la derecha —el lado que más temía, porque era el que no podía englobar con su visión como cualquier persona normal—, al menos medio minuto.
Ese lapso le concedió suficiente margen para corroborar que Luz se había ido de allí por su propia fuerza: las sólidas varas de la cabecera a las que la había ligado con los cinturones presentaban los extremos quebrados. Su fortaleza debía de ser prodigiosa.
Eva se atrevió a volverse al fin. Lo hizo hacia la derecha, claro.
Se asustó muchísimo al descubrir una sombra negrísima asomada por la puerta de la cocina, pero al fijarse mejor se cercioró de que era solamente la mole de la aspiradora apoyada contra el quicio de la puerta. De alguna manera, aceptó entonces que Luz ya no estaba allí. Si hubiera querido matarle, lo habría hecho mientras él dormía, desde el primer segundo en que se viera libre, movida por la irracionalidad de su conducta básica. Tampoco tenía sentido que aguardara agazapada en algún cuarto del piso, ocultándose de él mientras le acechaba.
No, tenía que haberse ido.
Estaba amaneciendo en Barcelona. Debían de ser cerca de las seis de la mañana.
Eva saltó hasta el cuarto del ordenador, donde había dejado cargando su móvil. Lo tomó y meditó sobre lo que se proponía hacer. Con un aire de fatalidad, tecleó un número que se sabía de memoria. Tuvo que llamar tres veces hasta que al fin le contestaron.
—¿Qué quieres de mí? —le atosigó abruptamente una voz ronca y tenebrosa, supurando hiél y hostilidad.
—¿Así que puedes hablar? —replicó Eva, tratando de no aturdirse ni lanzar un gemido de horror.
—¡Claro que puedo hablar! —atronó el ente al otro lado del aparato—. ¡Y también me puedo cagar en tus muertos!
—Mira, Pere —contraatacó Eva, intentando atajar camino de la forma más diplomática y delicada posible—. De verdad que siento la discusión que tuvimos el otro día. Pero eres el único amigo que tengo.
—Eso no es verdad.
—Bueno, al menos el único amigo que me queda.
—Eso tampoco es verdad, cabrón —insistió Pere, cuya voz relucía más despierta a cada insulto que desgranaba—. No te queda ni mi amistad, porque la otra noche decidimos que no íbamos a hablarnos nunca más. Al menos yo lo decidí. Y te lo dije bien clarito. Moncho está de acuerdo conmigo y…
—De acuerdo, Pere, no me hables si no quieres. Pero escúchame —le interrumpió su ex amigo o amigo reconciliado en ciernes—. Es vital que me escuches. Viste lo que pasó ayer en el Camp Nou, ¿verdad? Sí, seguro que lo has visto. Bueno, déjame decirte esto: yo estaba allí…
Al otro lado del móvil se hizo el silencio.
—Y te puedo decir que lo que cuentan en las noticias no es nada comparado con lo que aún puede ocurrir —agregó Eva a este lado.
Nadie le respondía ahora. Por un instante, Eva creyó que su colega le había cortado la llamada, pero de pronto restalló una carcajada burlona que sólo podía pertenecer a él.
—Vamos, Evaristo, no me jodas. No querrás hacerme creer que eso del brote zombi ha sido cierto.
—¿No lo has visto por la tele?
—Sí, Risto, pero eso puede haber consistido en mil cosas —relativizó un descreído Pere—. Yo apuesto a que todo ha sido planificado para acojonarnos y hacernos olvidar de golpe la crisis. Seguro que se trata de un número escenificado, con efectos especiales y la complicidad de mucha gente profesional del show business, y que en unos días se demostrará que todo era una patraña montada para promocionar algo, o incluso una conspiración entre la Generalitat y el Gobierno para dar mala prensa a la independencia. Pero ¿por qué te estoy diciendo todo esto yo a ti? ¡Se supone que ya no te hablo!
—¡Me cago en todo, Pere! ¡Pues entonces escúchame de una puta vez! ¡Tú eres aquí el maldito fan del cine de zombis! ¡Tú deberías ser el primero en creer en la movida que pasó ayer! ¡No os entiendo a los críticos! ¡Te pirras por un puñado de pelis locas y, cuando están sucediendo en la realidad, te niegas a creer en ello! ¡Incluso eres capaz de tragarte antes mil teorías veinte veces más inverosímiles con tal de no dar a torcer tu brazo de ateo materialista!
—¡Exacto! ¡Una cosa es flipar con ese cine y otra tragarse que lo sobrenatural pueda ser… natural!
—¡PUES YO TE DIGO QUE ES VERDAD! —gritó Eva sin poder moderar su angustia—. Ahora escúchame y cierra el pico, como si en serio no te hablaras conmigo —al otro lado resonaron los gruñidos de Pere, que apenas podía contener su animadversión—. No digas nada y escucha bien esto que te voy a decir: estoy con una chica, hace unos días empecé a salir con ella… Y se ha convertido en… se ha transformado en… en eso.
—¿En eso?
—En un ser diferente. Irracional, horroroso, caníbal. En un zombi repugnante o como quieras llamarlo.
—Así son todas, Eva. Sólo que tú no te has dado cuenta hasta ahora. Espera a que se le pase la regla y todo volverá a la normalidad…
—¡No estoy bromeando! Estuvimos allí, en el Camp Nou, y la convirtieron en ese ser… «Rabioso», les están llamando. ¿Entiendes?
—Anda, dile que se ponga.
—¿Qué?
—Sí, déjame hablar con ella y así podré resolver qué coño te pasa para despertarme a estas horas y joderme el…
—¡No está! ¡Luz ha huido! —le aclaró Eva—. Por eso te llamo.
—¿Se ha convertido en Rabiosa y se ha ido por la ciudad a comer pollas de otros? —quiso indagar Pere, demasiado divertido ahora como para recordar su promesa de no volver a dirigirle la palabra a su interlocutor.
—Así es… en cierta forma. Escúchame, ¿vale? Por favor te lo ruego. Préstame atención aunque no me creas. Aunque pienses que todo esto me lo estoy inventando como si fuera una de esas pelis que te molan o estuvierais de chachara figurada varios friquis en un desfile de zombis como ése al que vas cada año…
—Se dice Zombie Walk… —puntualizó Pere, haciéndose el converso ofendido—. Y dentro de poco hay una en Barcelona, por cierto…
—… Pues en una Zombie Walk, discutiendo una situación posible o probable, factible al menos en ese universo. De hecho, imagínate que esto fuera una peli de ésas. Una de zombis. Tú eres un zombie fan, así que eres el más indicado para ayudarme.
Sólo oía la risilla condescendiente de Pere, ¡parecía estar desternillándose!
—Ríete lo que quieras, pero contéstame —reanudó su retahíla el joven tuerto—. A ver, cómo te explico… Después de transformarse ella misma se cortó el cuello, con lo que supuestamente estaba muerta, y yo la traje a casa y la até a la cama…
—¿Eh? Pero ¿qué me estás contando? Ese argumento no te lo compra ni Brian Yuzna…
—¡CÁLLATE! —Eva sintió un acceso de furia que hizo enmudecer, por fin, a Pere, logrando lo que su teórica enemistad no conseguía—. Y estáte atento a lo que te estoy contando: la até a la cama porque pensé que quizá resucitaría…
—Pues claro, Evaristo —incidió Pere, ya más metido en su rol de mentor especializado—. Por mucho cuello que se corte, un zombi no muere así como así. ¡Ya está muerto!
—Vale, eso mismo pensaba yo. Por eso la até. El caso es que… vaya, me dormí del agotamiento, de tanta impresión vivida en el estadio y… bueno, me desperté hace nada y ella ya no estaba aquí.
—¿Se fue? ¿La muy puta se fue? ¿Sin dejarte una nota? ¿Sin sacarte un brazo o los higadillos?
—Exacto. Se fue. Desapareció —confirmó Eva, ignorando a sabiendas el tonillo zumbón de su colega—. Si tú fueras ella, dime, ¿adónde irías? O sea, si fueras un Rabioso.
—Pues iría a comer, imagino. Los zombis sólo hacen eso. Comer. No se desvanecen como los vampiros. Algún guionista los ha puesto a follar en cómics, pero eso es una tontería. Su instinto único es comer, su voracidad ya implica una metáfora sexual en sí misma, el hecho de que además follaran resultaría redundante…
Pero ya Eva prácticamente no le estaba escuchando.
—No puede ser a comer… —musitó, la mirada perdida en dirección a la ventana del cuarto, por donde el sol comenzaba a encaramarse mohíno desde más allá del sosegado y benigno Mediterráneo.
—¿Por qué no? Es lo que los zombis hacen.
—Me hubiera comido a mí. Yo estaba indefenso y dormido, ¿recuerdas? —Al rememorarlo, el chico experimentó un estremecimiento involuntario.
—Bueno, quizá sea un tipo de zombi diferente. Quizá se trata de un zombi capaz de sentir amor. Quizá los Rabiosos son así. He visto esa variación en algunas pelis. Quizá no te comió porque te quiere —Pere reprimió de nuevo el antojo de carcajearse. A Eva le entró un repentino ataque de timidez, como cuando era adolescente y respondía con patadas cualquier amago de amabilidad por parte de alguna niña—. Aunque dudo que ninguna de esas perras sea capaz de sentir amor ni en su forma humana…
—Para ser gay, macho, qué rencoroso eres, cualquiera diría que te has vuelto homosexual por puro resentimiento… En fin, vale, de acuerdo, tú ganas —se rindió Eva—. Digamos entonces que no es un zombi clásico. Que es un ser distinto, pero capaz de pensar o al menos de aguantarse el hambre. ¿Adónde irías?
—Joder, Evaristo, a veces pareces tonto. ¿Adónde iba a ir yo? ¡Pues a mi casa!
Una centelleante revelación penetró a través del velo de dudas que difuminaban las certidumbres de Eva: ¡claro, a su casa! ¿Cómo podía haber sido tan pamplinero?
—Pere… —apeló a su amigo con su tesitura de voz más desconsolada…
—Jooo, macho, déjame ya en paz, ya me has jodido la mañana… ¿Qué más quieres ahora? —se quejó el crítico, pero ya con ese asco que da la confianza, con esa enfatización casi cómica de su tolerancia renuente que hacía pensar que su enfado de la noche del Mama Me por fin se le había pasado.
—Te voy a demostrar que mi novia no sólo es una zombi, sino que, efectivamente, me quiere y por eso no me ha comido. Por eso se ha ido. ¡Pero sí se ha ido a comer!
—Y entonces, ¿adónde ha ido a comer?
—Tú mismo me lo acabas de decir hace un momento. ¿Dónde podemos quedar? Te llevaré a ver tu primer zombi de verdad.
—Eeeh… eeeh… —Ni siquiera Pere podía resistirse a una oferta tan suculenta como aquélla, por muy enemistado que estuviese—. En una parada cualquiera de…
—Oh, no, no me jodas —protestó Eva. Pero luego pareció cambiar de idea y resignarse—. Vale, sé de una cerca…
Pere y él se encontraron al cabo de media hora en la avenida Diagonal con paseo de San Juan, junto a un estacionamiento municipal de bicicletas. Tanto Pere como Eva contaban con pases para usar cualquiera de aquellas bicis rojiblancas, pero Eva nunca solía hacerlo. Sin embargo, para Pere sí constituía su medio habitual de transporte, y su amigo comprendió que la manera más práctica de traerle a terreno propio y obtener su ayuda era ponerle fácil el desplazamiento.
El crítico se presentó con su chalada facha de siempre y un hacha de mano que llevaba impreso en su empuñadura de plástico rígido el motivo comercial «Sunset ofthe Dead». Se la habían regalado durante un preestreno como parte del material de promoción de una película de muertos vivientes.
—¿Y eso corta? —le preguntó Eva por todo saludo, entre aprensivo y fascinado.
—Y tanto que corta… —Asintió rotundamente Pere, como hacía siempre su héroe Stan Laurel, exhibiendo orgulloso la hoja de afilado aluminio—. A la semana la productora de la peli tuvo que retirar esta remesa de hachas antizombis, agobiada por varias denuncias de accidentes domésticos entre niños que se habían amputado los brazos jugando a descuartizarse.
—Qué mejor garantía que ésa —condensó su amigo, conforme con la incorporación del arma.
Las bicis ofrecidas al servicio público eran pequeñas y manejables, sin grandes sofisticaciones técnicas, y les permitían desplazarse por toda Barcelona de manera razonablemente cómoda y rápida. Montados sobre ellas, pedalearon un buen tramo de la Diagonal hasta Pedralbes, con la tranquilidad que confiere adelantarse al grueso de los vehículos que salen en ruta al trabajo y han de apechugar con los embotellamientos matutinos. Eran apenas las siete menos diez de la mañana y una brisa reconstituyente soplaba con la constancia que un dios benévolo emplearía para hacerles recordar a aquella singular pareja ciclista que aún estaban vivos y que disfrutaran momentos como ése… mientras pudieran.
Eva se dio cuenta enseguida de que había sido buena idea tomar las bicicletas: la actividad física era lo que necesitaba para desentumecer el organismo de miedos inexplicables y traumas nocturnos.
Al cabo de otra media hora llegaron a la zona residencial donde se levantaba la casa en la que Luz había vivido hasta hacía muy poco.
Todavía era algo temprano incluso para un día laborable, al menos para irrumpir llamando en una residencia particular, pero afortunadamente vieron luz artificial filtrándose a través de unos visillos esmerilados de la planta superior.
—¿Dejamos las bicis aquí mismo? —consultó Pere.
—Sí, no creo que nadie nos las robe en este barrio y a esta hora.
—Llamas tú, ¿no?
Eva hizo que sí con la cabeza. Se habían parado frente a la puertita enrejada de la cancela; él mismo podía alzar el pestillo pasando la mano por encima de la hoja, al otro lado. Por suerte no hacía falta escalar ningún muro ni burlar las dentelladas de ningún perro.
Avanzó lentamente y con pasos mesurados hacia la puerta principal, ingeniando sobre la marcha qué diría si Luz no estaba allá y le abrían la puerta los padres. ¡Qué papelón le tocaría representar entonces! Lo que era el padrastro, le había visto a placer el otro día, con lo cual a buen seguro le reconocería, porque Eva podía tener muchos defectos, pero entre ellos no figuraba precisamente el de pasar inadvertido. Bueno, ya improvisaría alguna justificación y, si le relacionaban con Luz y querían averiguar su paradero, se haría el desentendido, alegando que en realidad él tampoco sabía nada de su situación actual y por eso se había personado allí a llamarla (cosa que así era de algún modo). Mientras no le raptaran y violaran para que les devolviera el dinero…
Captó un gorgoteo repulsivo sobre la oreja izquierda y se giró con precaución: se trataba de Pere, quien respiraba sobre el hombro de su amigo, caminando casi pegado a su espalda, con el hacha promocional ridículamente empuñada entre ambas manitas de niño grande que jamás habían golpeado ni sido golpeadas. En otra coyuntura, Eva hubiese reído con ganas.
—Entonces llamas tú, ¿no? —repitió Pere, como si no acabara de decidirse a estar listo para la acción.
—Sí, llamo yo, Chuck Norris…
Eva tampoco las tenía todas consigo, ni mucho menos. Claro que estaba enamorado de Luz y por eso se animaba a buscarla a su casa, cuando en circunstancias normales jamás le habría dado el punto de volver a rondar por aquellos pagos, después de lo que había presenciado. Eso era lo que más le enervaba del asunto: ¿por qué si en circunstancias normales no hubiera sido capaz de regresar allí, en circunstancias extraordinarias, de vida o muerte, sí?
«Porque la quiero», pensó como quien se hace un reproche.
Apoyó el índice en el pulsador de la entrada y presionó.
Era de esos timbres que no se oyen desde el exterior. Intuyó que así debía ser, no concebía que en una casa de tal calibre el llamador no funcionara. Pero el hecho de que aparentemente no se hubiese disparado ningún sonido ni zumbido, que el silencio fuera la única respuesta a su acción de llamar, le inquietó sobremanera. Era como una declaración de principios que la propia casa le estuviese enunciando con su mutismo: «Ni tú ni tu amigo importáis un comino aquí.»
Lo juzgó, en cualquier caso, como un signo de mal augurio.
Pasaron unos segundos tortuosos. ¿Quién habría dentro de la casa? ¿Estarían vivos sus habitantes, ignorantes del destino infausto de Luz, y simplemente no albergaban ningún interés en atender la llamada a la puerta? ¿Estarían profundamente dormidos en su cama, quizá con tapones en los oídos, y no se enteraban en consecuencia de su requerimiento? ¿O estarían ya en el mismo estado biológico que ella y se hallaban ahora mismo escondidos, observándoles encorvados a través de los visillos de una ventana, deseando que volvieran a llamar para convertirlos en su desayuno?
La imaginación cinéfila de ambos, fuente de muchas más vivencias que su vida real, se desbocaba en una premisa tan sencilla como la de estar plantados delante de una puerta que no se abría…
—Quizá no haya nadie —murmuró Eva, notando la boca seca y la lengua más grande y torpe de lo que recordaba.
—Igual has llamado muy flojo.
Eva tornó a apretar el pulsador, esta vez más enérgica y prolongadamente. Creyó oír al otro lado de la puerta algo así como un suspiro que en su terror acumulado tanto podía equivaler al zumbido electrónico de la llamada como a un gruñido de criatura infernal.
—Dios mío… Pere… ¿Los zombis suspiran? —preguntó por encima del hombro.
—Na… No pueden. ¿No ves que no respiran tampoco? —respondió su amigo con didáctica benevolencia.
Eva reparó en que la ventana que había destrozado en el transcurso de su rescate, había sido bloqueada con la robusta espalda de un armario. ¿No resultaba raro que por los resquicios entre armario y ventana no se colara el repique del timbre presionado? Justo entonces, percibió por la periferia de su ojo izquierdo un movimiento continuo al costado opuesto: le pareció que era Pere haciéndole alguna señal por mímica, pero en realidad se trataba del hacha que, sostenida por los brazos epilépticos de su dueño, temblequeaba como la vara de un zahorí a sólo unos centímetros de la cara de Eva.
—¿Quieres mantener el pulso templado? —le abroncó.
Entonces se produjo un chasquido al otro lado de la puerta.
—¿Qué ha sido eso? ¿Lo has oído? —cuchicheó Eva, reculando un paso.
Pere no se movió. De repente, entornó los ojos como un personaje de anime cuando quiere pronunciar una frase trascendente y sentenció con voz impostada de algún actor de doblaje que le gustaba en especial:
—Hay que echar la puerta abajo… Quítate de en medio, ya lo hago yo.
Eva no daba crédito al impulsivo cambio de comportamiento y registro de su amigo.
—¿Qué? ¿Quieres echar la puerta abajo? ¡Es una puerta maciza, Pere! Ni de coña la vas a hundir. Ni hemos oído el timbre, imagínate el grosor.
—Tú no has visto las patadas que yo doy. Y Moncho me echa una mano —repuso Pere sin arredrarse, imaginando qué haría Clint Eastwood si hubiese interpretado alguna vez a un héroe en liza con los zombis. Probó a enarcar la ceja, pero sólo consiguió que un ojo se le estrechara grotescamente.
—¡Esto no es una peli, Pere! —le reconvino Eva—. Lo mejor es que nos piremos de aquí antes de que salgan los vecinos. Ya pensaré mejor cómo encontrar a Luz. No creo que esté aquí dentro.
—¡Sal del medio! —avisó Pere, mientras emprendía unos resueltos pasos atrás para tomar carrerilla.
—Eres un mamón… —susurró Eva, quien ahora sentía ganas de todo (incluso de olvidar momentáneamente su amor), menos de jugar a los héroes.
—¡SAL DEL MEDIO! —se enrocó su amigo.
Eva obedeció a regañadientes. Situándose a un costado de la puerta, cerró los puños preparado para entrar violentamente si era preciso, aunque esperaba no tener que recurrir a un hacha de pacotilla como la que blandía su compañero. Pere concentró su mirada en la recia hoja de madera lacada en blanco, como si recabara energía y vigor antes de abalanzarse contra la puerta, y se propulsó de súbito contra ella, como si fuera un atleta majareta en busca de una medalla no homologada.
Al llegar a la altura de la puerta, elevó al mismo tiempo una pierna y las manos sujetando el hachita por encima de su cabeza: semejaba a la vez un ganso y su verdugo fotografiado en plena carrera. Y entonces descargó la pierna con una inusual potencia, en una coz destinada a echar abajo cualquier resistencia.
La puerta cedió, pero no a causa del patadón de Pere. Se abrió una décima de segundo antes, como si por sí sola hubiese decidido dejar el paso franco ante aquella bota Chiruca que de otro modo habría estampado una huella feísima sobre su superficie inmaculada.
La pierna de Pere, pues, golpeó el aire…
… y se empotró entera en el estómago de la madre de Luz, que aguardaba de pie al otro lado del umbral.
La señora ya no era humana, eso estaba claro. Su rostro quedaba semioculto por el pene artificial del arnés que ella misma había utilizado contra su hijastra, y que ahora atravesaba su boca y le sobresalía por la coronilla abierta. Una pequeña venganza de Luz, sin lugar a dudas…
Aquel ser también ofrecía el vientre abierto a zarpazos, condenándola a una vida sin posibilidad de retención de alimentos… y era éste el motivo por el que la pierna de Pere, en correlación a su impulso justiciero, se había internado de lleno en el buche de la dama, cruzando todo el fondo de su barriga y resurgiendo por la espalda: la Chiruca asomaba justo al lado de la columna vertebral desnuda.
Naturalmente, Pere se había derrumbado de espaldas cuan largo era y el hacha se le había escurrido de las manos, rodando por la grava del patio. Al ver atascada su pierna en el bajo vientre de aquella madura Rabiosa, el joven entró en pánico: manoteó en vilo buscando el hacha, pero ésta se había deslizado muy lejos de su alcance.
Mientras, Eva estaba absolutamente paralizado por el terror. Aunque ahora su vida entera dependiera de sus actos más inmediatos, el horror de aquel trance había atrofiado en él toda capacidad de reacción. ¿Qué iba a hacer, además? ¿Pegarle a la mujer un puñetazo?
La única dispensa que Pere recolectó del azar fue que el arnés del pene artificial estaba bien sujeto y amarrado alrededor de la cabeza de la mujerona, con lo cual ésta no podía endiñarle un muerdo.
De pronto algo sólido cayó sobre la cabeza de la Rabiosa, levantando olas de sangre y sesos. Eva contempló la atroz escena: un atizador de chimenea se abatía sobre la testa de la pérfida madrastra, descalabrándola a base de bien.
Ésta ya se encontraba medio grogui por tanta pérdida de sesera, a juzgar por la inexpresividad de sus ojos muertos y lo errabundo de sus movimientos: echó a andar por el sendero de grava, como si quisiera huir de allá, sin que Pere lograra destrabar su pierna, todavía atorada en el interior de la no por femenina menos espaciosa panza. Su propietaria, convergente de corazón pero ya sin casi seny, siguió caminando hacia la cancela abierta, arrastrando consigo al aterrorizado crítico de cine, que se sentía Robert Shaw al final de Tiburón:
—¡AAAH! ¡Que alguien detenga a esta vieja loca! ¡Que me lleva consigoooo!
Pere sacudió su pierna con virulencia para escapar de la trampa que la obstruía en el hueco de la andorga. Por fin consiguió soltarse, pero con tan mala fortuna que gran parte de la madeja de tripas de la señora se liberó también de la cueva de su abdomen. Abajo cayeron extremidad y bandullo, y la pierna enredada en todo el mondongo quedó atrapada a la altura del tobillo por un nudo del intestino grueso conforme éste se desenredaba al proseguir su andadura la inconsciente mujer.
Adelante avanzaba ella, como una locomotora vieja, y detrás le seguía berreando de espanto el pobre Pere, enlazada la pierna con la tripa como una res con un lazo: ahora se sentía más bien el capitán Ahab yéndose al fondo del mar halado por la ballena blanca.
—¡Hijo de la gran putaaaa! —Eso, al parecer, iba por Eva—. Sácame de este enredo, mamonazoooo… ¡No sé para que te vuelvo a hablar!
Doña Rabiosa se disponía a salir ya a la calle, remolcando de paso a Pere, que parecía un cowboy figurante en un butifarra western revolcándose por tierra tras el caballo que le tironea.
—¡Cabronazooo! —Pere ya sólo hacía acopio de energías para insultar antes de irse a pique.
Pero ahora Eva no solamente no intervenía para salvar a su amigo, sino que ni siquiera le miraba. No podía: su vista se había petrificado, hipnotizada, suspendida frente a Luz, que había comparecido ante el umbral de la puerta.
La joven aún asía en una mano el atizador, cubierto de sangre y restos de cerebelo y entrañas. Ojeó por un momento a Eva y éste habría jurado que incluso llegó a esbozarle una media sonrisa. Pero él no tuvo tiempo de asegurarlo.
Luz se aproximó a su madrastra. Rebasó a Pere sin prestar la menor atención a sus desaforados berridos y grandilocuentes aspavientos… y, al alcanzar a la mujer, asestó un terrible estacazo con el atizador en sentido horizontal, en barrido y a la altura del hueco ventral, impactando la columna vertebral y fracturándola en dos… ¡La madrastra cayó dividida al suelo!
Entonces, una impertérrita Luz aferró con la mano libre un trozo de intestino maternal y tiró de él de vuelta a la casa, arrastrando de nuevo por el senderito el torso de la vieja y, de paso y sin percatarse de su existencia, al desdichado Pere… él y la señora iban ahora a la par, arramblados por el suelo como los toros apuntillados son sacados de la plaza. El grado de histerismo de Pere traspasaba en estos instantes niveles de demencia cósmica, cosa comprensible en cierto modo.
Por la gracia de algún dios alcoholizado, Pere divisó entre la gravilla del fondo su preciada arma gratuita y pudo recuperarla con la mano al pasar a su costado. Sin mayor cálculo ni duda, la empuñó con la decisión que sólo otorga la desesperación infinita y atinó a dar un hachacito contra el intestino anudado bajo su pie, seccionándolo limpiamente, de manera que pudo zafarse al fin del arrastrado desfile. Luz continuó impasible su travesía de vuelta al interior de la casa, haciendo aparentemente el mínimo esfuerzo para introducir la mitad superior de la espasmódica Rabiosa en la vivienda.
Esta vez Luz no miró a Eva.
Sin recelo ni pudor, se sentó en la postura del loto en un extremo del vestíbulo y empezó a dar cuenta de los restos de la mujer rota, masticando con delectación.
Fue más de lo que Eva pudo soportar:
—Creo que voy a devolver —comunicó a Pere.
—Vete a la puta mierda —le deseó su amigo.
Eva subió las escaleras de la casa en busca del cuarto de baño. La vez anterior que estuvo allí, comprobó que la puerta del lavabo era la ubicada frente al dormitorio de los padrastros, así que se dirigió hacia ella sin vacilar.
Al abrirla, casi pisa al viejo.
Aún restaba menos de él que de su esposa. Eva lo había descuartizado a dentelladas y abandonado los despojos sobre el enlosado: el trozo más grande era el torso entero, que aún se movía y golpeaba torpemente contra la bañera, como una foca retrasada mental.
Eva vomitó allí mismo, sobre el suelo: o eso se pensaba él, pues bajo sus pies se hallaba dispuesta la cabeza decapitada del hombre, obviamente muerto, los ojos cerrados y la boca abierta.
El vómito de Eva, sin embargo, obró milagros al precipitarse certeramente sobre la boca anciana. Los ojos del Rabioso no se llegaron a abrir, pero los labios sí tremolaron y se restregaron uno con otro, como si paladearan la papilla recién depositada en su gaznate, permitiéndose un resquicio para que la lengua saludara golosa entre tanto grumo ácido y tropezón a medio digerir.
—M-mortadela… —gangueó el viejo como si fuera una añorante confesión de la mayor relevancia antes de renunciar a sus antiguos gustos humanos.
Al mismo tiempo, una agria bocanada de aire fétido fluctuó hasta el olfato de Eva, que propinó una patada a la cabeza senil con todas sus fuerzas.
Y lo que no conseguía el torso, lo logró la testa: rebotó contra la pared de azulejos y cayó dentro de la confortable bañera.
Mareado y a bandazos, Eva descendió la escalinata y se demudó ante el dantesco panorama: Luz había terminado de devorar a su madrastra. Incluso había rescatado la mitad motriz inferior y una de las piernas resplandecía literalmente en los huesos. Luz, que había desayunado como una niña buena, mostraba sus sabrosos morros rebosantes de restos de comida: en este caso, de abundante y espesa sangre, pedacitos crudos y pellejos colgantes. Estéticamente, había que admitir que el contraste del rojo hemoglobínico con el moreno de su piel aportaba una imagen muy poderosa y audaz, casi sexy. Alguna molleja mal masticada sobresalía brillante de saliva y bilis bajo el tajo del cuello.
De Pere no había ni rastro, pero a Eva ya no le preocupaba. Probablemente había salido corriendo. Era lo que hubiera hecho él.
Ahora Eva solamente sentía una cosa: que se había enamorado de una bestia. Porque si algo tenía claro era el hecho de que seguía enamorado de Luz. Quizá más que nunca, dado que en estos momentos sabía que ella le necesitaba también más que nunca. Y a él no le importaba morir por quedarse allí con ella.
Ahíta, Luz ahora sí encontró el tiempo para echar un vistazo en dirección a Eva. Con el hartazgo de carne, parecía haber recobrado un algo de humanidad.
Miró fijamente y por largo rato a aquel muchacho flaco, tuerto y tembloroso que desde hacía poco era su nuevo novio.
Y esta vez Eva sí estuvo seguro de que Luz le había sonreído.