8

La bestia debe matar

¿Por qué hago esto? ¿Por qué no me detienen?

The Haunting ofHill House,

SHIRLEY JACKSON

La confusión en los aledaños del Camp Nou era terrible.

Eva se desplazaba vacilante con Luz sostenida en sus brazos, en medio de un torbellino de carreras, tropiezos, trompicones y caídas de miles de personas que huían con el pánico metido en el cuerpo, hombres y mujeres que en su estampida no diferían en nada de un tropel de caballos desbocados. Hasta los ojos se les desorbitaban como los de un corcel cuando se sabe en presencia de un oso, de un tigre… o de cualquier otra bestia asesina.

Eva apenas podía mantener el equilibrio entre tal remolino humano. Además, el cuerpo muerto de Luz pesaba lo suyo. «Ni siquiera en tan fúnebres momentos consigo estar a la altura de las circunstancias», deploró el pobre muchacho, aplastado por la evidencia de que la única persona por la que había sentido algo y que había sentido algo por él no había sobrevivido más de cuarenta y ocho horas desde ese hito de mutua entrega.

Luz dejaba por el suelo un reguero de sangre podrida. Cualquiera podría seguirlo o ser capaz de distinguirlo nítidamente explayado en el cemento. Pero no había nadie con la entereza para percatarse de semejante detalle dentro del caos general.

Al cabo de unos minutos de marcha, ya fuera de los límites del estadio, Eva notaba los miembros entumecidos, o quizá sería mejor decir que NO los notaba. Pronto habría de detenerse allí mismo, en el meollo de la escapada de espectadores. Llegaría un punto en que aquel espacio se vaciaría de civiles corriendo histéricos y sólo quedarían dispositivos policiales, que por supuesto se fijarían en él.

Tenía que evaporarse de aquella explanada colindante con el Nou Camp. Pero estaba tan cansado… La devastante muerte de Luz y la intensidad de las últimas vivencias le habían chupado la mayor parte de su energía. Podía avanzar a empellones y sacando fuerzas de flaqueza, pero en cuestión de media, una hora su tesón se agotaría… ¿y dónde estaría entonces? No a más de un kilómetro de allí, con suerte.

Necesitaba cargar con Luz hasta su casa, esconderla, velarla y protegerla, aunque a fin de cuentas no fuese más que un cadáver… Pero ¿cómo transportarla hasta el barrio de Gracia, al otro extremo de la ciudad, si a duras penas podía trasladarla unos metros? Quizá debiera soltarla allí mismo, despedirse de ella y continuar su camino, solitario otra vez y sin perspectivas de felicidad en el porvenir.

Quizá debería abandonarla allí en plena calzada, como si fuera otra víctima más del fenomenal suceso recién vivido, y olvidarse de ella para siempre… y de esa locura que le había entrado de ocultarla y permanecer a su lado por si resucitaba.

Porque era una locura, claro que sí. Sería mejor pensar que todo fue un sueño, que Luz nunca existió… y volver a las tinieblas de su vida rutinaria.

¡NO!

Luz HABÍA existido para él. Y su cariño le había iluminado más en aquel corto período de tiempo que cualquier otra persona en toda su existencia. Tenía que seguir luchando, tenía que llevársela de allí y…

Las rodillas le cedieron y cayó hacia delante, sobre la atestada acera, con su fardo sobrehumano o infrahumano (aún no lo había decidido) todavía en los brazos. Nadie interrumpió su evasión para ayudarle ni reparó en él. De hinojos, Eva recuperó el resuello con urgencia y, transcurrido un minuto, se forzó de nuevo a incorporarse con el bulto aupado a pulso. Era como si sus brazos fueran una sujeción ajena a su cuerpo, apenas remanentes de sensibilidad táctil a partir de los codos.

«Vamos, nadie se está fijando en ti. Aún puedes…» Barajó la idea de meterse en el metro. Si Luz paraba de sangrar, podía cambiarle la camiseta o ponerla del revés para tapar el manchurrón que le enrojecía todo el pecho, y hacer ver que estaba dormida contra él. Quizá resultara. Al fin y al cabo, toda la ciudad debía de hallarse en esos instantes presa de un estado de alarma y terror. Quizás un simple viandante con una mujer muerta en brazos pasara desapercibido entre tanto horror, incredulidad e incertidumbre… Quizá la tomaran por una víctima más del estadio y le dejaran en paz. Era posible, ¿por qué no? Cosas más raras se habían visto en la gran urbe.

«¿Más raro que lo que acabo de ver? —ironizó Eva—. Eso lo dudo.»

Se mentalizó a dar un nuevo paso y, entonces, un escalofrío recorrió su espina dorsal. Alguien había pasado una mano sobre su hombro, reteniéndole con firmeza. Se volvió, listo para salir corriendo en cuanto comprobara cuántos mossos tenía detrás…

Pero no era ningún mozo de escuadra quien le había abordado. Era Blai. Los grandes ojos humedecidos, miraban a su oponente con resuelta intrepidez.

—¿Qué pretendes hacer con ella, charnego?

—Llevarla a casa… —le respondió con candidez: no tenía tiempo ni fibra para calcular sus respuestas—. Ocultarla… Quizá sea como esos jugadores… Quizá vuelva a reaccionar…

Blai le contempló por unos segundos con un sentimiento muy parecido a la abyección. ¿Cuál era el sentido de intentar recuperar a su antigua novia en la forma de un ser como aquéllos que acababan de ver matar y morir en el campo? Pero enseguida comprendió la naturaleza de la obcecada tenacidad de Eva… y un matiz de sincera admiración destelló en la periferia de su hermoso iris castaño.

Se limitó a asentir con la cabeza y recogió a Luz de los desfallecidos brazos de Eva. Él tampoco iba a rendirse.

—¿Dónde vives? —le preguntó sin más.

Blai arrancó a caminar con el cuerpo de Luz cómodamente asentado contra su acogedor y atlético pectoral, fruto de ociosas horas invertidas en el gimnasio. Acarreaba con ella como si fuera un héroe de película, con un apuesto porte tan distinto al trastabillante de Eva, que éste se cuestionó si el negro no sería al cabo el hombre ideal para alguien como Luz. ¿Qué tenía que ofrecer él, si ni siquiera era capaz de regalarle a su amada muerta un final digno de un The End peliculero?

Así cargado, Blai se dirigió hacia la zona más cercana de coches aparcados. Un tipo maduro se cruzó con ellos y, al ojear el cuerpo inerte de Luz, les exhortó a que la condujeran ipso facto a un hospital, pero no se molestó en socorrerlos antes de encender su vehículo y salir pitando. El miedo aún campaba por las ánimas de todos los presentes, que abrazaban la huida como prioridad.

Blai vio que una mujer de cuarenta años, tirando a obesa y de cabello oxigenado, se disponía a subir como alma que lleva el diablo en su Renault estacionado en un extremo del aparcamiento.

—Sostenme —le dijo el negro a Eva, pero se refería a Luz, a quien volvió a dejar mecerse en brazos de su inesperado aliado.

Liberado del cadáver, Blai se aproximó entonces a la mujer, que acababa de deslizarse destrás del volante.

Senyora, és una urgència… —le espetó Blai.

La susodicha, vestida con una camiseta a listas rojas y amarillas y la cara pringada con los colores de la bandera independentista que contrastaban infelizmente con el rubio teñido de su cabellera, miró un segundo a Blai y después a Eva con la muerta en brazos, y cerró de un golpe la portezuela, desentendiéndose como sólo saben hacer los urbanitas.

Blai no le dio opción a bajar el seguro. Abriendo la puerta de un tirón con la rapidez de gimnasta experto, agarró a la mujer de la nuca y la sacó a fuerza de apretarle el cuello. La mujer gateó fuera del auto y, gimoteante, le depositó las llaves ella misma en la palma de la mano. Blai la enderezó con la misma mano y le propinó con la otra un puñetazo en la cara que la mandó volando al arcén.

Luego, sin mayor alteración perceptible, abrió la puerta trasera del Renault y se apoyó contra el capó de cara a Eva. Éste le observaba algo impresionado y cohibido por la escena.

—¿A qué esperas? —le ordenó.

«El héroe es él —asumió Eva mientras colocaban el cuerpo de Luz en el asiento trasero—. Ni con mi dramático pasado consigo estar a la altura de este tipo. Y eso que aún no ha sacado a relucir el jiu-jitsu…» Se sorprendió empezando a admirar al negro y experimentando una comezón de envidia: si en Hollywood adaptaran algún día los sucesos acaecidos en ese día luctuoso, el protagonista sería Blai y él se habría de conformar con ser un secundario, quizá de relevancia, pero secundario a fin de cuentas.

Atravesaron la ciudad en un periquete. Blai conducía como si le importara un pepino atropellar a algún peatón, y era probable que así fuera. Lo único que parecía importarle era arribar deprisa y con eficacia a la dirección que le indicó Eva.

—¿Tú te vas a hacer cargo de ella? —se interesó Blai por el camino, cuando ya se sintieron a salvo de aquel estallido de demencia en Les Corts.

La pregunta descolocó a Eva. A decir verdad, no sabía muy bien lo que iba a hacer.

—N-no sé… —contestó—. Sí, claro…

—Y si el cuerpo se empieza a pudrir, ¿qué harás con ella? ¿Dónde la enterrarás? —le volvió a preguntar el conductor mientras cambiaba de marcha y revisaba las calles transversales al mismo tiempo que las pasaba todo follado.

—La entregaré a la familia, supongo. O a la policía. Contaré la verdad.

Blai le miró a los ojos un segundo y se dio cuenta de que Eva no tenía mucho que perder.

—Te creo —especificó.

Lo más gracioso de todo fue que nadie aparentó extrañarse ni alarmarse cuando Blai y Eva se detuvieron delante del edificio donde este último vivía y portearon al aire libre el cadáver de Luz. Varios transeúntes y algún vecino los vio —tuvieron que verlos, puesto que el haz de las farolas era más que suficiente para permitirles discernir claramente a los dos muchachos trasladando a la joven en brazos, desde el vehículo hasta el interior del piso de Eva—, pero ninguno de los testigos les obsequió con más de dos ojeadas seguidas. Aquello era la gran ciudad. Daba que pensar la célebre pasividad de los barceloneses, pero un rasgo incívico que por lo general era motivo de indignación para Eva, en esta ocasión jugaba a su favor, y sólo avivó en él alivio y agradecimiento ante tal actitud ciudadana.

Con la facilidad que proporcionaba contar con un porteador de la categoría de Blai, no les costó nada adentrarse en el piso hasta el dormitorio y acomodar el cuerpo de Luz sobre la cama de Eva.

—¿Y ahora qué? —comentó el boix noi.

—Ahora a esperar, imagino… —resopló Eva—. ¿Tienes hambre?

—No, qué va —Blai echó un vistazo en torno suyo para valorar el lóbrego sótano—. Vaya mierda de piso que tienes.

Eva sonrió. Lo que para cualquiera de sus compañeros esnobs en el gremio cultural underground podía pasar por cool, para un elemento callejero como Blai se limitaba a ser «una mierda». Creía más en la sinceridad de la opinión de Blai.

—Sí, es una mierda —coincidió él—. Yo me voy a hacer un bocata. Tengo mortadela, si quieres.

—¿Vas a dejarla así?

Ambos entrecruzaron una mirada de inteligencia. Los dos abrigaban el mismo tipo de tétricos pensamientos, pero no se habían atrevido a expresarlos.

—Tengo unas esposas de ésas de sadomaso… —reveló Eva—. Me las regalaron en el festival porno de Barcelona.

—Trae también un par de cinturones, por si de cas —le advirtió Blai.

En menos de cinco minutos, amarraron las muñecas de Eva a la cabecera de madera. Los pies también se los ligaron juntos con dos cintos de gruesa hebilla.

Al terminar la operación, los dos muchachos respiraban más tranquilos, aunque no querían confesarlo.

I ara, a esperar —musitó Blai en su lengua.

Cenaron plácidamente un bocadillo de mortadela con olivas, la preferida de Eva. A Blai le iba más la napolitana, pero igualmente se lo comió con gusto.

Pusieron la tele y consultaron internet para confirmar que el partido Catalunya-España había sido la sensación no sólo nacional, sino también internacional y estratosférica. Se especulaba con algún tipo de infección vírica como causante de aquel desastre, pero evidentemente las referencias al universo hasta entonces ficticio de los zombis eran constantes en noticieros y webs. También abundaban los reportajes recordatorios de la tragedia del equipo de rugby uruguayo cuyo avión se estrellara en los Andes en 1972, un antecedente directo de canibalismo y deporte.

La cuestión era que la infección parecía estar bajo total control por parte de las autoridades. El portavoz de los Mossos d’Esquadra aseveraba hacía escasos segundos en una rueda de prensa que ningún infectado Rabioso —como comenzó a llamárseles ante lo enajenado de su conducta— había escapado a los disparos del cuerpo policial. Asimismo, el president de la Generalitat difundió un comunicado vía Twitter por el cual aseguraba que se encontraba bien, pero que anímicamente no se sentía con fuerzas de hacer todavía acto de presencia pública. También lamentaba el sangriento comienzo y conclusión del partido, reiterando que en absoluto era aquello lo que esperaban de un evento de tal trascendencia civil.

Aprovechó para dar el pésame a las familias de los jugadores, «espanyols i catalans».

Por lo demás, nadie informaba del presunto detonante de la infección. De hecho, ni siquiera se translucía que las instituciones a cargo de la investigación fueran conscientes de la existencia de Jacin o le relacionaran con los aciagos sucesos.

Pasaron las horas y el sueño empezó a hacer mella en los dos jóvenes.

Luz no daba muestras de salir de su letargo de muerte. Yacía con los ojos cerrados y con una expresión serena en su semblante, como si degollarse hubiera supuesto la concesión de un último acto compasivo para consigo misma.

Eva y Blai permanecían sentados en el suelo, cada uno a un lado de la cama, las espaldas pegadas a la pared. A menudo miraban hacia el cuerpo inánime, aguardando alguna reacción súbita, como en las películas de terror… miraban casi con más temor que esperanza.

Pero Luz parecía muerta y bien muerta.

—¿Tú crees eso? —preguntó Blai de sopetón.

—¿Eh? —Eva se asustó, hasta que cayó en la cuenta de que Blai estaba hablando con él—. ¿Si creo el qué?

Blai señaló con el cejo partido a su ex.

—Si es una zombi de ésas, como dicen en la tele… Si todos los jugadores que mataron eran zombis también. Como en las pelis y videojuegos.

—Eran clavaditos, aunque aquí les han llamado Rabiosos —matizó Eva—. Pero los zombis también parecen enfermos de lepra o infectados por alguna bacteria que les chupa el cuerpo. Lo de que parezcan zombis puede ser lo de menos.

—Pero lo parecen no sólo por la pinta —Ahora Blai sonaba preocupado—. También por lo que hacían. Se estaban comiendo unos a otros…

Eva no supo qué contestar. Ambos observaron entonces a Luz con redomada tristeza y un aleteo de inquietud en la nuca.

—No sé —concluyó Eva—. Sólo sé que ella se cortó el cuello. Y yo creo que lo hizo para no hacernos daño. Tenemos que ayudarla.

Blai no añadió palabra. Era su manera de manifestar su conformidad con el propósito de Eva. Siguieron mirando a Luz, o lo que quedaba de Luz, o el monstruo en que Luz se había transformado. Un monstruo muerto que horas antes había sido la chica de sus vidas.

Continuó igual de muerta durante las horas siguientes.

Con todo su poderío físico, Blai fue el primero en dormirse. La fatiga y el socavón emocional acumulados le vencieron eventualmente. Al cabo de media hora rezongó y abrió los ojos, molesto consigo mismo.

—No te agobies, no hace ni cinco minutos que te sobaste —le mintió Eva—. Lo mejor sería que te fueras a casa. Si hay alguna novedad, te llamo.

Blai volvió a estudiar las intenciones de Eva, pero a estas alturas sabía que no había razones para sospechar de él.

—Por si las moscas, no soy necrófilo —se exculpó Eva.

—¿Necrófilo?

Por la inocencia en su mirar, Eva se dio cuenta de que el chico no se coscaba de qué le estaba hablando, lo cual provocó que él se ruborizara como un tahúr pillado en renuncio: a veces, la inocencia casi pura de la gente sencilla le hacía sentirse fatal.

—Nada, nada, no hagas caso.

Blai convino en irse a su casa a dormir. Aún vivía con sus padres y, pese a sus excursiones de futbolero maleante, no estaban habituados a que faltara toda la noche… aunque ya les había llamado garantizándoles que estaba en perfecto estado y que había salido indemne del Camp Nou. Eva y él intercambiaron números de móvil para comunicarse cualquier novedad.

Eva le despidió mientras reflexionaba que a veces es una putada conocer de verdad a alguien a quien a primera vista has odiado, porque siempre te da la oportunidad de averiguar algo sobre él que haga que te caiga bien… y, de esa manera, te obliga a reconsiderar tu juicio y reprocharte tu inicial prejuicio, generando un conflicto interno, que suele desembocar en detestarse a uno mismo. Ahora Blai, su rival en el amor, el energúmeno al que había identificado, nada más toparse ambos, con el cliché de capullo macarra, le caía estupendo. Lo cual no dejaba a Eva en muy buen lugar ni le concedía la satisfacción de fabularse mejor persona. A veces uno necesita sentirse mejor que los demás y por eso tiende a colgarles etiquetas de arquetipos peyorativos. Qué se le va a hacer, se resignó: el chaval era, mal que le pesara, de buena ley.

Y sabía jiu-jitsu.

Cuando Eva cerró la puerta por segunda ocasión, eran con exactitud las 3.22 de la madrugada.

Ahora estaba solo.

Solo con Luz.

Es decir: solo con un cadáver.

Es decir: solo.

¿Seguro? ¿Estaba seguro de eso?

Eva reprimió un repeluzno al sentarse de nuevo en el suelo, sin apartar la vista de Luz, estirada sobre su raquítico camastro. Se preguntó, de improviso, si la cara de ella no estaba un poco más inclinada sobre su hombro derecho. Creía que la última vez que había mirado la tenía levemente alzada. ¿Se habría movido quizás? ¿O era solamente una falsa impresión al haber variado la perspectiva desde donde ahora la observaba?

Inquieto, se alejó medio metro de la cama, siempre con la espalda contra la pared, arrastrándose aún sentado al tiempo que contenía el aliento. Cuando se veía obligado a respirar, se quedaba quieto, del todo inmóvil mientras aspiraba y espiraba, como si el hecho de moverse y respirar a la vez conllevara un riesgo mucho mayor de delatar su presencia. La figura desmadejada de Luz no se movió. Y ahora le pareció que ella volvía a tener la cabeza en la posición de siempre. Seguramente habían sido figuraciones suyas. O el cambio de perspectiva.

Fuera, seguía siendo noche cerrada.

El cuerpo de Luz semejaba una momia, extendido sobre las amarillentas y grasientas sábanas —Eva las lavaba una vez al trimestre, aproximadamente—, las venas marcando el territorio del cráneo como ríos de un mapa. Seguía siendo un cuerpo hermoso el suyo, excepto por el rictus animal de la faz. Pero estaba más agarrotado, debido quizás al rigor mortis que ya había empezado a aquejarle. O a lo mejor, debido simplemente a su condición de zombi, o de Rabiosa…, o como se llamara lo que fuera que se había apoderado de ella arrebatándole la vida.

Una mosca se posó sobre la nariz de Luz. Natural, era un cadáver. Eva pensó audazmente que si él estuviera dormido o fingiendo estar muerto, y esa mosca se le posara encima, sin duda sentiría la mosca sobre la nariz. El miedo siempre da alas a la imaginación y los pensamientos extraños… Ahora, la mosca se paseaba con sus patitas quebradas por la cara de la muerta, pero ella parecía no sentir nada. Era extraña su imperturbabilidad. La mosca merodeó la cavidad ocular de Luz y apoyó sus extremidades delanteras sobre el blanco del ojo semiabierto, chapoteando en la esclerótica. Luz tampoco parpadeó. Al parecer, no le molestaba la puta mosca.

Eva se dijo que si seguía pensando estupideces como ésa, en breve se volvería loco. Era el miedo, se dijo.

No, no podía permitirse el lujo de tener miedo. A Luz no.

Algo llamó su atención en la base de la cama: era otra mosca… No, en realidad esta vez se trataba de un mosquito. Un mosquito grande y esquelético —ja—, de los que le zumbaban alrededor de las orejas por la noche. Se había aposentado sobre el pulpejo de un dedo gordo del pie de Luz y se solazaba hincando su trompa y sorbiendo la sangre de su víctima.

Eva contempló al insecto con el mayor desprecio. La vida no respetaba nada, ni siquiera la muerte. Y viceversa.

Era un mundo demente.

De pronto, el insecto cayó estático sobre la sábana. Al principio, Eva no lo entendió y pensó que se trataba de una estratagema del mosquito para hacer escala primero con la finalidad de tomar aliento y enseguida echar a volar. Quizás el cuerpo le pesaba demasiado, repleto como estaba de la sangre de su víctima. Pero no, no se movía. Estaba muerto, tan muerto como… Al cabo de unos segundos, Eva comprendió lo que había ocurrido. ¡Al mosquito le pasaba exactamente lo mismo que le había pasado en su momento a Luz! ¡Se había contagiado! ¡Era también un Rabioso!

Con un salto digno de Sandokán, Eva se abalanzó hacia la cama y estampó de una palmada al mosquito contra el colchón, dejando sobre la sábana un rastro rojo más oscuro de lo normal en un bicho sano, un rastro incluso bonito si se consideraba como un adorno floral de la propia tela.

—Éste no resucita… —se congratuló Eva.

Volvió a mirar a Luz. Seguía igual de muerta.

Se sentó una vez más con la espalda contra la pared y suspiró. No debía albergar temor hacia su chica… Debía relajarse y esperar, sólo esperar.

Por unos minutos, sintió qué el miedo le abandonaba.

Y, sin saber cómo, se durmió.

Soñó que hacía el amor con Luz, tal como estaba ahora, amarrada al lecho y muerta, pero desnuda. Su inconsciente era famoso por su tendencia a desnudar a todo quisque en sueños.

En éste en concreto, Eva evocaba que había hecho cierta observación a Blai, la de que no era necrófilo, y se tiraba todo el sueño riéndose, así sentado contra la pared como se encontraba realmente, carcajeándose como si se burlara de esa declaración. Luego, al cabo de un rato interminable, se erguía y se acercaba a la cama para inclinarse sobre su novia. Se acostaba sobre ella y, sin percibir nada anormal en la evidente anormalidad de su apariencia inhumana, penetraba el cadáver de Luz mientras le lamía la herida ya seca del cuello: la incisión estaba libre de sangre y se dibujaba prístina y protuberante en la piel, como una vagina horizontal. De hecho, al lamerla le sabía a coño revenido, si bien por dentro entreveía la misma apetecible carnecita rosa que exhibía el interior de su subyugante sexo.

El cuerpo de Luz no se movía, obviamente, mientras él lo poseía… pero era tibio al tacto y su vagina se conservaba tan cálida como la recordaba. Se movió encima de ella suavemente, como si Luz pudiera deleitarse desde más allá de la muerte con el placer que él deseaba procurarle.

«Ojalá me sintiera —pensaba Eva en su sueño—. Ojalá sintiera el amor que siento por ella.»

La horadó con su pene más y más duro, anhelante de que Luz apreciara, desde el otro lado del túnel, la posesión que hacía él de su cuerpo, para ver si se decidía a volver o le enviaba alguna señal de esperanza. Le hizo el amor con mayor intensidad, la embistió con belicoso empuje, progresivamente enardecido y violento.

Sintió que llegaba al orgasmo.

Sobre la cara de Luz comenzaron a caer lágrimas de Eva. Pero eran lágrimas blancas y espesas, parecidas a gotas de semen.

Las gotas vertidas bailaron en los párpados cerrados de Luz, mientras Eva terminaba de correrse dentro de ella.

Entonces, sin previo aviso, Luz abrió los ojos de par en par y miró con hambre a Eva. Sin darle tiempo a reaccionar, descubrió sus fauces de dientes podridos y le comió la cara.

Eva despertó con un respingo, sin gritar.

Seguía sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared.

Dirigió una mirada hacia la cama.

Fue entonces cuando gritó.

Gritó porque Luz no estaba.